Sapere aude, proclamaban los ilustrados: «atreveos a saber». Vivían rodeados de artesanos y empirismo. Era el imperio de la tekné, de las destrezas operativas decantadas por la experiencia, por el método intuitivo del ensayo y el error. Ellos, en cambio, optaban por el logos, soñaban con el triunfo del conocimiento. Por ello, atrevidos, querían saber. ¿Se puede saber, sin embargo, solo pensando?
Sin idea no hay producto. Sin producto la realidad no se ve transformada por la idea. El fabricante que subvalora al pensador se equivoca; el pensador que menosprecia al fabricante, también. Concepto, proyecto, producto: esta es la secuencia. Los norteamericanos sobresalen en ello. Por eso se han hecho los amos del mundo moderno, porque son capaces de hacer las cosas que imaginan. Desde nuestra augusta displicencia, los europeos, descendientes directos de los ilustrados, tendemos a menospreciarlos. Nos equivocamos.
El problema yanqui es otro. Es la sólida ignorancia de la mayoría de usuarios. Algunos, pocos, hacen muchísimo; la mayoría que goza de ello se pavonea como si los genios fuesen ellos. Lo malo es que la cultura de consumo americana ha conseguido exportar esta pobre manera de ver, hacer y sentir. En este deslavazado final de época industrialista, parece que el mundo entero haya pasado a ser un creído e irresponsable usufructuario de la genialidad de los que osan saber y saben hacer.
Me gustaría adentrarme en las mentes actuales y mirarlas con ojos de topólogo. Me temo que me estremecería. La topología estudia las propiedades de los cuerpos geométricos que permanecen inalteradas en transformaciones continuas. Es una geometría no isométrica. La geometría euclidiana o convencional se fija en el ángulo, el volumen, la longitud o el área; la topología considera la conectividad, la compacidad o la metricidad. A la topología le interesan las relaciones entre las partes de cada objeto. Los planos de las redes de metro son topológicos: representan las estaciones y los enlaces de las líneas, no las distancias entre estaciones o la disposición de cada trazado. Internet, en cierto modo, es también un espacio topológico. La topología explica la falta de solución al problema euleriano de los puentes de Königsberg.
«Los humanos podríamos convertirnos en los accionadores finales de una humanidad robotizada por ella misma. Quizá convendría recuperar la capacidad de saber, es decir, de comprender»
Por eso creo que resultaría decepcionante escrutar topológicamente la mente del humano medio actual: sabe tocar la tecla que le conviene, pero no entiende cómo se relacionan las funciones que él desencadena con su acción. Se atreve a hacer sin necesitar saber. Mejor dicho: se atreve a poner en marcha. Pone en marcha motores y ordenadores, teclea instrucciones. La progresiva automatización de los aparatos acentúa esta deriva: ya ni hay que entender qué pasa al accionar la palanca del cambio de marchas sincronizadamente con el embrague porque los coches automáticos no llevan embrague ni palanca de cambio. Rectifico: sí que las llevan, pero no las acciona directamente el conductor. El conductor no tiene que entender ni relacionar nada, le basta con acelerar y frenar. Ya ha osado saber y ya ha sabido hacer otro por él.
Vamos hacia un empobrecimiento topológico colosal. La inteligencia nos ha jugado una mala pasada, corremos el riesgo de convertirnos en un metafenómeno de nosotros mismos. Los humanos podríamos convertirnos en los accionadores finales de una humanidad robotizada por ella misma. Quizá convendría recuperar la capacidad de saber, es decir, de comprender. La sociedad postindutrial, además de sostenibilista, quizá tendrá que ser topologista. El mapa de la energía, la equidad, los recursos materiales y el control de las externalizaciones retiraría entonces al del metro. El de ahora parece el de la isla del tesoro. En manos de piratas, naturalmente…