Son dos de las emociones básicas, que además suelen imaginarse como complementarias, como en las máscaras del teatro griego clásico, una alegre y sonriente –la comedia– y otra triste –la tragedia–. Pero no se trata de dos caras de una misma moneda, sino que son el resultado evolutivo de dos estrategias emocionales muy distintas, surgidas ambas para guiar nuestro comportamiento e informar al entorno de ello.
Las llamadas emociones básicas, que compartimos con el resto de mamíferos –y es probable que con más animales–, están ahí para ofrecer una respuesta rápida y esencialmente automática –que puede perfilarse con el aprendizaje y la memoria– ante determinadas situaciones de la vida. En el repertorio más esencial tenemos las respuestas de miedo, ira, tristeza y alegría. Todas tienen su función evolutiva, y así el miedo nos aleja de ciertos peligros y la ira nos pone en alerta ante una amenaza.
Pero, ¿cuál es la misión de las emociones de tristeza y alegría? Todo indica que la tristeza surge evolutivamente a partir de una reacción de búsqueda de contacto social y que la alegría funciona como un refuerzo de las interacciones sociales. Tras las investigaciones, sobre todo, de Jaak Panksepp, se ha avanzado mucho en la comprensión de los mecanismos neuronales que hay detrás de estas dos emociones, y también tenemos ahora una idea sobre cuáles son los hilos de los que debemos tirar para comprender sus orígenes evolutivos. Resulta que al final del hilo evolutivo de la emoción de alegría está algo tan, en principio, frívolo como el juego físico; y al final del hilo de la tristeza lo que nos encontramos es el pánico o la ansiedad ante la separación.
A las crías de mamíferos y de otros animales no les gusta nada quedarse solas, entran en pánico y se ponen a emitir llamadas de socorro. No es que tengan ganas de incordiar, sino que se trata de un eficaz mecanismo evolutivo que permite incrementar la supervivencia de esos individuos llorones. Pues bien, los trabajos de investigación muestran que los circuitos neuronales que hay detrás de ese comportamiento se mantienen a lo largo del desarrollo y son los mismos que en la edad adulta ponen en marcha la emoción de tristeza –entre las regiones encefálicas implicadas están el núcleo del lecho de la estría terminal, la sustancia gris periacueductal y la amígdala. Tener un modelo animal que permita estudiar la tristeza es de enorme relevancia, ya que el funcionamiento anómalo o exacerbado de estas redes neuronales podría estar detrás de algunas formas de depresión.
La emoción de alegría, por su parte, parece tener su origen en las peleas. Pero no en las de verdad, sino en las que simulan las crías de los mamíferos cuando juegan. No se trata de una actividad baladí, sino que forman parte de un programa intensivo de entrenamiento cognitivo y motor. En las crías humanas –y también, al menos, en los chimpancés y las ratas– este juego físico suele acompañarse de la risa, una curiosa vocalización que sirve en la mayoría de los casos como indicador de felicidad. La idea que ha surgido al explorar el encéfalo y el comportamiento de estos mamíferos es que los circuitos nerviosos que nos impulsan al juego infantil son los mismos que en la edad adulta gestionan la emoción básica de alegría –entre ellos estaría el núcleo parafascicular del tálamo, el núcleo accumbens y, en los primates, la ínsula.
Aunque la alegría y la tristeza no son dos modos opuestos de funcionamiento de un mismo sistema emocional, sino que tienen, por lo que parece, circuitos neuronales y orígenes evolutivos muy distintos, sus funciones en el comportamiento humano terminan por converger en un único fin: favorecer el contacto y la interacción social. Somos una especie hipersocial cuyo éxito evolutivo se debe, en buena parte, a la comedia y a la tragedia.