Vida de la luz, luz para la vida

Hay dos cosas en las que se parecen los microbios y las estrellas. La primera es muy evidente: para observarlos, tanto a los diminutos microbios como a las gigantescas estrellas, se necesitan instrumentos basados en las ondas electromagnéticas. Los microbios solamente se pueden ver a través de microscopios, bien sea los que utilizan la radiación de la luz visible (microscopios ópticos, con una longitud de onda de entre 400 y 700 nanómetros), o bien los que usan la radiación de los electrones, con unas longitudes de onda mucho más pequeñas. Y aunque a ojo podemos ver solo unos centenares de estrellas, para observar la mayor parte necesitamos telescopios de luz visible y otros tipos de instrumentos que detectan un espectro amplio de radiaciones, desde las más cortas, como los rayos X, a las más largas, como las de radio.

Lo segundo en que se parecen es que tanto los microbios como las estrellas tienen una cantidad de individuos enorme. Solamente en nuestra galaxia, la Vía Láctea, habrá más de 100.000 millones de estrellas. Y seguramente en el universo conocido hay más de 100.000 millones de galaxias. Sin embargo, aunque este número es asombrosamente alto (10 elevado a 22, y seguramente nos quedamos cortos en el cálculo), el número de microbios que hay en la Tierra es superior en muchos órdenes de magnitud, ya que se estima que es de 10 elevado a 30.

Pero esta realidad habría pasado desapercibida, como otro de los hechos que caracterizan nuestro sorprendente universo, si no fuera porque en un planeta no muy grande, que gira alrededor de una estrella mediana, en tamaño y edad, que está dentro de una de las muchas galaxias de su región cósmica, surgió un organismo inteligente capaz de observar, estudiar y maravillarse de esta realidad. La galaxia, ya lo hemos dicho, es la Vía Láctea. La estrella mediana, el Sol. El pequeño planeta, la Tierra. El organismo inteligente, la especie humana.

Las Naciones Unidas han declarado 2015 el Año Internacional de la Luz y de las Tecnologías basadas en la Luz. Es una propuesta que intenta destacar las grandes conquistas que se han hecho sobre el conocimiento y aplicación de la luz y la importancia que tiene este conocimiento científico para el bienestar de la humanidad. Esta celebración cuenta con la colaboración de la UNESCO, de sociedades científicas y de instituciones académicas de muchos países, y también de plataformas tecnológicas y organizaciones del sector privado que desean promover y destacar el significado de la luz y de sus aplicaciones. Como es lógico, las sociedades científicas y actividades diversas desarrolladas durante 2015 están relacionadas con los aspectos físicos de la luz, que es celebrada y estudiada desde el punto de vista físico. Muchos países, entre ellos España y Portugal, han nombrado comités encargados de la celebración, que están integrados principalmente por físicos y tecnólogos.

«Sin la especie humana, nadie se daría cuenta de las maravillas de la naturaleza. Los humanos somos los ojos de Gaia»

Pero la luz puede considerarse desde muchos otros puntos de vista. La luz es esencial para el desarrollo de la vida sobre la Tierra, ha determinado la evolución de los animales y las plantas y, ya en lo referente a nuestra especie, tiene un papel fundamental en muchos aspectos de la cultura y del arte (pintura, fotografía, cine…). Es, por tanto, necesario considerar que el año 2015 es también el de la celebración de lo que podríamos llamar «el Año Internacional de la Luz y de sus efectos sobre la vida». El año 2015 conmemora también varios aniversarios, entre ellos los de la publicación, en 1015, del primer libro de óptica, escrito por el astrónomo y matemático musulmán Ibn Al-Haytham (latinizado como Alhazen; Basora 965 – El Cairo 1040), un texto que tuvo una gran influencia sobre pensadores occidentales posteriores como Roger Bacon o Johannes Kepler.

La luz tuvo un papel fundamental en la evolución ya desde las primeras fases de la vida sobre la Tierra. La luz aportó energía a los primeros ecosistemas, mediante el proceso de la fotosíntesis. La luz permite a los organismos fijar C O2 y reducirlo con hidrógeno para convertirlo en alimento, normalmente en carbohidratos. Al principio el hidrógeno procedía de reacciones químicas, principalmente del ácido sulfhídrico (H2 S), muy abundante en la Tierra primitiva, al ser emitido por los numerosos volcanes de la época. La primera fotosíntesis producía alimento, como la actual, pero no desprendía oxígeno, sino azufre, que se depositaba en pequeños gránulos.

Si la vida sobre la Tierra se inició hace aproximadamente unos 3.850 millones de años, ya en los primeros trescientos millones de años se produjo un fenómeno que provocó una gran hecatombe biológica, hasta el punto de provocar la primera gran extinción de los habitantes del planeta. Unas bacterias que hoy conocemos como cianobacterias (o “algas azules”) inventaron un nuevo sistema de fotosíntesis. Un sistema que en lugar de tomar el hidrógeno de la molécula de ácido sulfhídrico y de otras moléculas reducidas presentes en el medio, rompió la aún más abundante agua (H2 O), y la escindió en hidrógeno y oxígeno. El hidrógeno (los protones) entraba en las células y se combinaba con el C O2. Así, estas cianobacterias consiguieron un efecto deseable, una gran facilidad para producir alimento (es decir, carbohidratos, que están compuestos de CO2 más hidrógeno), ya que quedaba plenamente garantizado el suministro de protones. Pero también obtuvieron un efecto indeseable (al principio): la desaparición de la mayor parte de los organismos que vivían en la Tierra en aquella época. ¿Y por qué? Porque, al romper la molécula de agua, se liberó un gas terriblemente tóxico para la vida anaerobia (vida sin oxígeno), que era la única que había entonces en el planeta.

Este gas venenoso era el oxígeno. La mayor parte de los organismos se extinguieron en aquella fase tan inicial de la vida. Fueron quemados por el oxígeno y solamente algunos, los que desarrollaron enzimas para protegerse, sobrevivieron. Y, muy despacio, este gas altamente reactivo fue escapándose a la atmósfera, donde, junto al gas nitrógeno, también producido por bacterias, formó el aire y permitió el desarrollo de la vida aerobia y la gran evolución que estalló a partir de ese momento.

La Tierra es un planeta especial dentro del sistema solar. Es el único que tiene luz propia, y de diferentes orígenes. Ninguno de los otros planetas y cuerpos del sistema solar tienen luz; solamente pueden reflejar la que reciben del Sol. Pero la Tierra «produce» luz: luz que procede de los incendios y de los volcanes, pero también de la iluminación humana y de la que producen varios animales, plantas y hongos que presentan luminiscencia. La Tierra es también especial porque tiene vida. Y a lo largo de la evolución, tras más de 3.850 millones de años sobre la Tierra, la vida ha evolucionado hasta dar unos seres inteligentes, que pueden interpretar y explicar las causas de la evolución y los mecanismos y leyes que regulan el universo donde existimos. Sin nuestra especie, por lo menos y por lo que sabemos, en el sistema solar ningún organismo podría haberse preguntado por su pasado e intentado regular su futuro. Sin la especie humana, la Tierra y el sistema solar existirían, sí, pero nadie los podría interpretar, nadie se daría cuenta de las maravillas de la naturaleza. Nadie vería las fuerzas y la lógica del universo. No en vano, según la frase afortunada de James Lovelock, «los humanos somos los ojos de Gaia».

© Mètode 2015 - 86. Palabra de ciencia - Verano 2015
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Ilustrador, Barcelona.

Catedrático emérito de Microbiología de la Universitat de Barcelona. Miembro del Institut d’Estudis Catalans.

Profesora agregada del Departamento de Biología, Sanidad y Ambiente. Sección de Microbiología, Facultad de Farmacia y Ciencias de la Alimentación de la Universidad de Barcelona.