El simbolismo de los árboles

Un paseo histórico por los valores simbólicos de los árboles

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Los bosques y los árboles que los conforman son uno de los grandes símbolos culturales de la humanidad (Peretó, 2000) y, consecuentemente, la mayor parte de las civilizaciones se los han hecho suyos incorporándolos con cariño, consideración y con respeto al propio imaginario colectivo, buscando, tal vez, la identificación, un referente explicativo y convirtiéndolos en un nuevo espacio al otorgarles cualidades y características que rebasan las propias, sin más freno que el que la propia imaginación desarrolla. Esta apropiación cultural de los árboles oscila desde la exquisita acogida casi maternal en su vertiente más positiva, hasta el lugar pavoroso donde sufrir infortunios. En medio de estos dos extremos, muchos matices, que han llevado a recrear rituales religiosos de características muy diversas a modo de maravillosas iglesias naturales y con conexiones que van de lo sobrenatural al misticismo. Los árboles son protagonistas de rituales iniciáticos como los del paso de infante a la edad adulta o esos momentos en los que la vida de los humanos adquiere dimensiones peculiares que precisan condiciones especiales y únicas. Los bosques también han sido espacio para estancias contemplativas donde aprender y comprender dentro y fuera de uno mismo los porqués de realidades tangibles e intangibles.

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Una rama de olivo y un mochuelo, dos de los atributos de la diosa Atenea, fueron incluidos en las monedas de la antigua Grecia, tal y como se puede ver en la imagen, prueba de la veneración de los griegos por este árbol. / Mètode

A lo largo de este artículo analizaremos el papel de los árboles como símbolo y como imaginario de la sociedad en momentos históricos concretos. Como aperitivo que despierta el deseo de adentrarnos en un mundo fascinante para disfrutar del color y el olor de una de las relaciones más fructíferas, largas, fieles e intensas de la historia de la humanidad: la de las relaciones entre naturaleza y cultura.

Los orígenes: Mesopotamia

El primer árbol simbólico que aparece en todas las religiones que han nacido al calor del Mediterráneo es el Árbol de la Vida y para encontrar la primera referencia es necesario que nos remontemos al poema del héroe Gilgamesh y ahondando en sus orígenes un poco más, hay que retroceder hasta los cuentos sobre Gilgamesh escritos en sumerio, los cuales fueron redactados hace más de 5000 años. Posteriormente, la tradición babilónica elaboró un gran corpus sobre Gilgamesh que recopilaba algunas de estas primitivas narraciones sumerias en doce tablillas.

A pesar de que el texto de la XI tablilla hace referencia a una planta y no a un árbol, es el primer documento en el que se asocia la vida a una especie vegetal y por este motivo creemos que se puede presentar como el claro precedente del Árbol de la Vida. En este episodio Gilgamesh se da cuenta de su gran fragilidad como ser humano y que indefectiblemente está destinado a la muerte. Al alcanzar esta percepción con nitidez, decide ir a buscar a la única persona que sabe que es inmortal: Utanaphisti, personaje que en estos relatos es presentado como «el único ser humano que había sobrevivido al diluvio».

Para encontrarlo, nuestro héroe viaja hasta las montañas gemelas que se sitúan en el límite oriental del mundo habitado y, tras muchos avatares, Gilgamesh finalmente localiza a Utanaphisti y le pregunta cómo ha conseguido obtener la inmortalidad, ya que él también desea alcanzar esta importante condición que entiende que lo eleva por encima de su propia fragilidad y, sobre todo, por encima de la del resto de humanos. Este le explica que se había salvado del diluvio por un mero capricho divino, pues un dios lo había escogido a él y, solo a él se le había otorgado tal privilegio. Ahora bien, le revela la existencia de una planta, situada en el fondo del mar, que no proporciona la vida eterna, pero que posee el poder de rejuvenecer. Leamos el fragmento:

Te voy a revelar, Gilgamesh, un misterio
y decirte una cosa que no saben los humanos:
se trata de una planta, su raíz es como la de la zarza espinosa
su espina es como la de la rosa, pinchará tus manos;
pero si tus manos logran coger esta planta, habrás encontrado la Vida eterna.
(Gilgamesh, 1992, p. 162)

Una vez Gilgamesh se hace conocedor de este secreto, se sumerge en el mar para conseguir encontrar, reconocer y arrancar la planta. Cuando sale del agua, dice al barquero Urshanabi que le acompaña:

Urshanabi,esta planta es un remedio contra la desesperación,
gracias a ella el hombre obtiene su curación.
Quiero llevarla a Uruk, la amurallada, haré que la coman, dividirán la planta entre ellos,
Su nombre será «El viejo rejuvenece».
Yo también comeré de ella y volveré a lo que fui en mi juventud.
(Gilgamesh, 1992, p.163);

E inició el camino de retorno. Ahora bien, antes de llegar en la ciudad de Uruk se decidió a reposar y este reposo le acarreó la siguiente desgracia:

Gilgamesh vio entonces una fuente de frescas aguas,
cuando bajó para bañarse en sus aguas,
una serpiente sintió el olor de la planta,
silenciosamente salió de la tierra y se llevó la planta,
inmediatamente mudó de piel.
(Gilgamesh, 1992, p. 164)

Gilgamesh se tuvo que resignar finalmente a perder cualquier pequeño vestigio de esperanza de recuperar ni tan siquiera un brizna de juventud.

Hay que decir que la antigua Mesopotamia la formaban un grupo de valles frondosos entre desiertos. Aquí, entre árboles, ríos y desiertos nacieron las primeras ciudades. Este hecho, el contacto directo con bosques y el agua de los ríos, desarrolló, según Barberà (2007) el principio de una estrecha relación entre árboles y sociedad, la cual, con todas las variantes y formulaciones imaginables, ha llegado hasta nuestros días. No se trata, ni se trataba, solo de regar y podar los árboles, sino que también se tejieron unos lazos culturales y emocionales que generaron el simbolismo y protagonismo que conocemos en textos religiosos, folclóricos y literarios.

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Según la mitología griega, el olivo (Olea europaea) tiene un origen divino. Fue la diosa Atenea quien creó el árbol para la ciudad de Atenas. Este es el motivo por el que la ciudad lleva su nombre. / José Plumed

Los árboles y los bosques en la mitología grecolatina

Cuidados, venerados y protegidos por los griegos y los romanos, los bosques y los árboles son los primeros lugares de culto (Gros de Beler, Marmiroli y Renouf, 2009) y el símbolo que une los valores de la vida natural con la humana.

Consideremos el valor mitológico de algunos de los principales árboles mediterráneos. Lo haremos agrupándolos según cuál sea su origen mitológico. Desde este punto de vista nos aparecen dos grandes grupos claramente organizados.

El primer grupo es el formado por los árboles consagrados a los dioses del Olimpo y el segundo lo conforman los árboles que son el resultado de la metamorfosis de personas, siempre producto de la intervención de los dioses.

«Los dioses del Olimpo decidieron llamar Atenas a la ciudad y en el recinto de la Acrópolis plantaron el olivo de Atenea. Desde entonces este árbol se extendió por los campos de toda Grecia honrando a la dios»

Vemos que el olivo (Olea europaea) incorporó la sacralización que todavía mantiene por su origen divino. Según la mitología griega (Graves, 1985), el primer rey de Atenas dudaba de qué nombre poner a la ciudad. Los dioses Atenea y Poseidón litigaban para que fuera su nombre el escogido y… ninguno de los dos cedía. Siendo así, los dioses del Olimpo decidieron que quien ofreciese un mejor presente para la humanidad ganaría. Poseidón creó el caballo y Atenea, el olivo. Los dioses del Olimpo decidieron a favor de Atenea: la ciudad se llamó Atenas y en el recinto de la Acrópolis, donde se encuentra el Partenón, plantaron el olivo de Atenea. Desde entonces este árbol se fue extendiendo por los campos de toda Grecia honrando a la diosa. Otra muestra de la veneración de los griegos por el olivo es que una rama de olivo y un mochuelo, dos de los atributos de Atenea, se incluyeron en las monedas de la antigua Grecia. Otro hecho relacionado con la consideración de que gozaba el olivo como árbol sagrado era que el aceite de oliva se utilizaba para ungir a reyes y atletas y, a la vez, las ramas frondosas de los olivos eran símbolo de abundancia, gloria y paz; en consecuencia se utilizaban para coronar a los vencedores de los juegos y las guerras, que lo recibían como un honor extraordinario.

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Detalle de la escultura en mármol Apolo y Dafne (1622-1625) de Bernini, que se encuentra en la Galleria Borghese en Roma, y que representa el momento de la transformación de la ninfa. / Mètode

Las narraciones mitológicas son una explosión de muchos de los deseos, pasiones, envidias y luchas que acompañan a los humanos, pero las protagonizan unos dioses que a menudo litigan por conseguir reconocimientos que, vistos con los ojos de los humanos contemporáneos, pueden hacernos sonreír.

Por lo que respecta al segundo grupo de árboles, lo que tienen en común es que son resultado de la metamorfosis, es decir, de la transformación de personas en árboles. Tomemos como ejemplo el laurel (Laurus nobilis), el árbol consagrado a Apolo. Según explica Ovidio en las Metamorfosis, el primer amor de Apolo fue Dafne, una ninfa de los árboles. Eros, taimado como era, disparó dos flechas, una rechazaba el amor y la otra lo hacía nacer. Así, la primera acosó a Dafne y la segunda, a Apolo y el conflicto estaba servido. Apolo, perdidamente enamorado, persiguió a Dafne y ella imploró ayuda al dios del río Peneo, que, compadecido, la convirtió en laurel. Cuando Apolo alargó las manos para cogerla, abrazó, ante su desolación, la madera del laurel. Fue así que Apolo proclamó que el laurel, por siempre jamás, sería su árbol y así, las coronas de laurel ceñían la frente de los poetas inspirados, de los vencedores, de los destacados…

La veneración de los árboles en los pueblos indígenas

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Ejemplar de laurel en el templo de Apolo de Delfos. / José Plumed

En el libro del antropólogo escocés Sir James George Frazer (1854-1941), La rama dorada: Magia y religión, publicado en 1890 y traducido a numerosas lenguas (Frazer, 1951), nos aparecen una gran cantidad de ejemplos de veneración y culto a los árboles repartidos por todo el mundo. Veamos algunos ejemplos. Los indígenas de la isla de Siau, en Indonesia, creían que los espíritus de los árboles podían salir y pasearse por los poblados. Para evitar que generasen maldades a sus habitantes les ofrendaban lo más preciado que tenían, sobre todo, alimentos. En África, algunas tribus creían que cada árbol tenía su espíritu. Por ejemplo, el cocotero (Cocos nucifera) era visto como la madre nutricia y el hecho de abatirlo se vivía como un matricidio. Hay que precisar que el cocotero es una palmera de porte arbóreo, pero que técnicamente no es un árbol. Frazer explica otros casos de veneración a los árboles, como hacerles ofrendas ornamentales ciñéndoles un cinturón de hojas de palmera en el tronco, dejar aves sacrificadas al pie…

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Para la mitología germánica, el fresno (Fraxinus excelsior) era el Árbol Cósmico. Se consideraba como el más grande y mejor de los árboles, por su singularidad, grandeza y fortaleza. / Jean-Pol Grandmont

El psicoanalista y estudioso de las relaciones entre la botánica y la religión Jacques Brosse (1922-2008) publicó en 1968 Mythologie des arbres, donde también aparecen numerosos ejemplos del papel de los árboles en la mitología de muchas culturas (Brosse, 1989). Tomemos el fresno (Fraxinus excelsior) de Yggdrasill. Era el Árbol Cósmico de la mitología germánica. Este árbol lo describe un texto del siglo XII en el que se consideró el mayor y el mejor de todos los árboles por su singularidad, grandeza y fortaleza. Decía que sus robustas raíces tenían la doble misión de mantenerlo erguido y comunicarlo con el mundo subterráneo. El tronco lo elevaba más allá de la tierra y sus frondosas ramas cubrían medio mundo. Al pie nacía una fuente que le permitiría vivir siempre. Y de esta, un curso fluvial que abastecía a toda la tierra. Entre sus raíces, tronco y ramas vivía un conjunto de animales mitológicos maravillosos, como la serpiente de Nioggrh, el águila real que la vigilaba, la cabra Heidhrun, que con su leche nutría a los guerreros de Odín…

El jardín del Edén

Desplacémonos a dar una ojeada a la simbología de los árboles del Génesis. Observaremos que en este libro de la Biblia aparecen dos tipos de relatos de la creación. El primero es el de la escuela sacerdotal que narra la creación en siete días. El segundo es el de la escuela jahvista, que explica la creación del ser humano y lo sitúa en el paraíso o jardín del Edén. En el primer relato el árbol nace como parte de la vegetación y, básicamente, como productor de frutos: «Produzca la tierra vegetación: hierbas que den semillas y árboles frutales que den fruto, de su especie, con su semilla dentro, sobre la tierra» (Gn 1,11). Del Génesis nace una visión antropocéntrica del mundo (Gordi, 2011) y de la naturaleza, ya que todos los animales y plantas se ponen a disposición del ser humano: «Ved que os he dado toda hierba de semilla que existe sobre el haz de toda la tierra, así como todo árbol que lleva fruto de semilla: para vosotros será de alimento» (Gn 1,29). Según este primer relato, toda la creación es buena y bella. Dios coloca al ser humano en la cima de la creación con un gran poder sobre esta, ya que se utilizan los términos: «dominad y someted». En el segundo relato se sitúa la creación del ser humano dentro del jardín del Edén, donde Dios «hizo brotar del suelo toda clase de árboles deleitosos a la vista y buenos para comer, y en medio del jardín, el Árbol de la Vida y el Árbol de la Ciencia del Bien y del Mal» (Gn 2,9). En este párrafo nos aparecen, respecto del primer relato, diferencias importantes: la primera es que habla de árboles agradables a la vista, es decir, al situarse la acción en el jardín la función estética también se hace presente. La segunda es que se mencionan dos árboles simbólicos: el Árbol de la Vida y el Árbol del Conocimiento del Bien y del Mal.

«El Edén era un jardín lleno de simbolismo, ya que, en su interior, se situaron los dos grandes árboles simbólicos del cristianismo: el Árbol de la Vida y el Árbol del conocimiento del Bien y del Mal, que contenía la fruta prohibida»

Edén (Serra, 2012) es una palabra hebrea que significa “delicia”. Con posterioridad los griegos la tradujeron como Paradeisos o “huerto cerrado”, que generó el hortus conclusus medieval. Por tanto, de entrada, el jardín del Edén se concibe como el jardín de las delicias o el paraíso.

En segundo lugar, se trata de un jardín creado por Dios para compartirlo felizmente con el hombre y la mujer. Como lugar de convivencia se colma de una gran variedad de árboles, sobre todo de árboles frutales. También era el espacio donde nacía un río que regaba todo el espacio. En consecuencia, los tres principales atributos de este jardín eran: la sombra de los árboles, las frutas y el agua.

Por otro lado, el Edén era un jardín lleno de simbolismo, ya que, en su interior, se situaron, como acabamos de ver, los dos grandes árboles simbólicos del cristianismo: el Árbol de la Vida y el Árbol del Conocimiento del Bien y del Mal, que contenía la fruta prohibida, la cual con el paso del tiempo se asoció con la manzana, quizá porque el género latín es Malus. Ahora bien, en la Biblia no se menciona ninguna fruta concreta. El resultado es que este jardín se convierte en un espacio donde vivir felizmente con el creador, sin embargo, a la vez, es también el lugar del primer gran combate espiritual, ya que Dios pide obediencia y fidelidad y, en consecuencia, vivir resistiendo la tentación de los cantos de la serpiente que quiere tentarles a probar la fruta prohibida.

Una relación milenaria

Los bosques y los árboles siempre han sido una fuente de recursos económicos y de funciones ambientales para la sociedad, pero también un espacio de contacto emocional, cultural y espiritual y, evidentemente, un lugar de inspiración artística. En este artículo hemos intentado evidenciar que los lazos entre los árboles y las personas se remontan a milenios atrás y que se han mantenido en muchas culturas bajo los ritos religiosos, las tradiciones folclóricas o la literatura. Por tanto, los árboles, y los bosques, se han convertido en un imaginario para muchas sociedades, simbolizando en ocasiones el jardín perdido, la naturaleza inalcanzable y primitiva, el refugio del soñador (Calvino, 1990), del bandolero, del perseguido o del enamorado. A pesar de que el bosque fue la primera casa y el primer templo de la especie humana, la sociedad urbana ha ido rompiendo los lazos ancestrales que tenía con la naturaleza, pero las tradiciones y la literatura han mantenido este imaginario forestal como nuestra casa (Paci, 2011).

Referencias
Barberà, G. (2007). Tuttifrutti. Viaggio tra gli alberi da frutto mediterranei fra scienza e lettteratura. Milà: Oscar Mondadori.
Brosse, J. (1989). Mythologie des arbres. París: Édition Plon.
Calvino, I. (1990). El baró rampant. Barcelona: Edicions 62.
Frazer, J. G. (1951). La rama dorada: Magia y religión. Mèxic: Fondo de Cultura Económica.
Gilgamesh (2007). El poema de Gilgamesh segons els manuscrits en llengua accàdia dels mil·lennis II i I a.C. (Ll. Feliu, & A. Millet, Eds. i Trad.). Barcelona: Servei de Publicacions de la UAB i Publicacions de l'Abadia de Montserrat.
Gordi, J. (2011). Els arbres mediterranis. Un recorregut pels seus valors culturals i espirituals. Girona: Documenta Universitària.
Graves, R. (1985). Los mitos griegos. Madrid: Alianza Editorial.
Gros de Beler, A., Marmiroli, B., & Renouf, A. (2009). Jardins et paysages de l'Antiquite. Arles: Ed. Actes – sud.
Paci, M. (2011). Le foreste della mente. Quello che ci insegnano e quello che ci fanno immaginare. Lungavilla: Edizione Altravista.
Peretó, J. (2000). Tan bell i sempre esponerós. Realitat i metàfora de l'arbre de la vida. Discurs de recepció de Juli Peretó com membre numerari de la Secció de Ciències Biològiques llegit el 13 de novembre de 2000. Barcelona: Institut d'Estudis Catalans / Secció de Ciències Biològiques.
Serra, V. (2012). El jardín del Edén, un paraíso en la Tierra. Estudios Franciscanos, 113, 303–317.

© Mètode 2015 - 86. Palabra de ciencia - Verano 2015
Profesor titular del departamento de Geografía. Uni­versitat de Girona.
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