Génesis de un mito de la modernidad
Mientras las viejas potencias del norte combatían en Europa a las hordas francesas y revolucionarias, un monstruo sin nombre abría los ojos en Ingolstadt. Al verse reflejado en sus pupilas amarillas y acuosas, el joven científico Victor Frakenstein huyó abandonando al ser que acababa de crear, llevado de las mejores y más narcisistas intenciones: “Una nueva especie me bendecirá como a su creador, muchos seres felices y maravillosos me deberán su existencia. Ningún padre podrá reclamar tan completamente la gratitud de sus hijos como yo mereceré la de éstos.”
Delirios de la razón paterna. Años después, mientras su criatura se perdía en la oscuridad y la distancia del mar del Norte, Victor Frankenstein cerraba para siempre sus ojos al amargo reproche de un hijo abandonado en el mismo momento de nacer: “Debía ser vuestro Adán, pero soy más bien el ángel caído a quien negáis toda dicha. Doquiera que mire, veo la felicidad de la cual estoy irrevocablemente excluido. Yo era bueno y cariñoso; el sufrimiento me ha envilecido.”
¿Qué fue mal? ¿Qué falló en aquel luminoso sueño de la razón? En el verano gris de 1816, cuando la guerra y la revolución parecían haber pasado, Mary Wollstonecraft Shelley comenzó a escribir su respuesta y creó (inadvertidamente) uno de los mitos más perdurables de la modernidad occidental: Frankenstein, o el moderno Prometeo.
Aquel breve “cuento de fantasmas” no ha dejado desde entonces de producir lo que su autora llamó “mi monstruosa progenie”: preguntas y respuestas parciales y contradictorias, felices e infelices, bellas y horrorosas; algunas sublimes como las películas de John Whale o de Gonzalo Suárez; otras horrendas como la de Kenneth Brannagh. Pero no sólo en el cine, también en la literatura, en la televisión, en las tiras de cómic, en los envoltorios de los chupa-chups y en los debates de sesudos filósofos, críticos literarios, historiadores o científicos, Frankenstein parece inasequible a la fijación definitiva como texto, como mito, como respuesta acabada a la oscura pregunta de “¿Qué fue mal?”.
El monstruo, el científico, la ciencia
Aquí se me ha pedido que escriba sobre el monstruo, el científico y la ciencia. Se podría hablar, claró está, de las relaciones aún más monstruosas si cabe entre aquella empresa aberrante de crear un nuevo ser perfecto y la política de su tiempo, y del nuestro. Sobre la ilustración, la civilización, la barbarie o la revolución. Sobre el maquinismo y la consoladora utopía del buen salvaje pervertido que todos llevamos dentro. Sobre la naturaleza y la maternidad usurpada y vengativa; sobre las mujeres demonizadas o divinizadas y jamás humanizadas; sobre los peligros de imaginar y escribir sobre la anormalidad y la diferencia. Sobre qué dice el monstruo de Frankenstein acerca de la forma en que nuestro yo más íntimo se ve irremediable y monstruosamente ocupado por los ojos, acuosos y amarillos, de aquellos que nos miran y nos definen –y a quienes a su vez miramos con nuestros ojos que creemos normales y transparentes y para ellos son, ya irremediablemente, desvaídos y viscosos.
Es posible hablar de todo ello porque la extraordinaria capacidad de pervivencia del mito Frankenstein reside en la absorción del más intenso y creativo temor de la modernidad: la ya antigua ansiedad acerca de la posibilidad de que las fuerzas conjuradas para servir al proyecto del progreso y de la emancipación se tornen monstruosas, incontrolables e impredecibles, capaces de poner en cuestión el proyecto mismo.
Desde este punto de vista, tanto Victor Frankenstein como su monstruo pertenecen firmemente a una tradición secular de reflexión sobre el origen de la vida, sobre la problemática del conocimiento (entendido también como autoconocimiento) y sobre la implicaciones morales, sociales e individuales del mismo. Sólo desde ese contexto moral e intelectual puede entenderse el carácter plenamente moderno de las lecturas e intereses científicos dramatizados en la novela de Mary Shelley, así como la creación de un monstruo que (a diferencia de la imagen que nos ha transmitido el cine) es incluso más humano que su creador, un hijo de su época que habla, piensa y actúa en un mundo dominado por el lema kantiano de “atrévete a saber” y sufre sus consecuencias.
Precisamente porque las fuentes del terror imaginadas por Mary Shelley surgen decididamente de un mundo racional y moderno –allí donde reina el hombre con su conciencia y con los sueños de su razón– “el monstruo de Frankenstein” ha podido convertirse en un término general referido a la utilización irresponsable de los logros de la revolución científica contemporánea.
La electricidad y el origen de la vida
En una lectura superficial, sin embargo, la “nueva ciencia” que aparece en Frankenstein puede ser considerada poco más que un collage narrativamente afortunado de la vieja magia, la alquimia y los experimentos de electrificación de Cornelio Agripa y de Paracelso. En los últimos años, sin embargo, el análisis más detallado del contexto filosófico y científico de Frankenstein ha demostrado que la alquimia y la magia sirven exactamente para contraponer el viejo (y bello) mundo precientífico con las nuevas promesas de la filosofía y la ciencia materialista, monista y newtoniana. Mary Shelley compartió con su marido, y con los intelectuales más avanzados de su época, la capacidad de cruzar constantemente las fronteras entre el arte y la ciencia, de vivir como una única aventura la creación literaria y la especulación filosófica, política y científica.
Por ello, la creación del hombre artificial –el tema en torno al cual se organiza Frankenstein– responde menos a viejas leyendas que a un problema científico y filosófico particularmente vivo en su momento. Aquel que aunaba el debate sensacionalista, tal y como lo establecieron Locke y Condillac1, con la psicología química de Sir H. Davy, la biología evolucionista de Erasmus Darwin y el debate científico de la época en torno al carácter y los efectos de la electricidad, especialmente a partir de la obra de J. Priestley. Un debate incipiente en el que todavía era posible argumentar, de acuerdo con los conocimientos del momento y sin abandonar los métodos estrictamente científicos, que en la electricidad se encontraba el origen de la vida.2
Un aspecto que no ha sido suficientemente valorado por lo que se refiere a la crítica implícita de Frankenstein al uso irresponsable de la nueva ciencia, se refiere precisamente a la posibilidad de que la nueva “ilusión materialista” se convierta en una suerte de fascinación, de nueva creencia mágica que contiene también, en sí misma, proyecciones de tipo irracional. En relación con esta cuestión, el problema filosófico dramatizado en la novela es el de la incapacidad de sus personajes (con la excepción del ciego y anciano De Lacy) para indentificar a la nueva criatura como humana, diferente y, sin embargo, comparable a ellos mismos.
Aquello que fue francamente mal en las relaciones entre Victor Frankenstein y su criatura –y, desde entonces, entre esta última y el resto del mundo– fue precisamente la incapacidad de su creador para conocer/encontrar al hombre (al semejante) en la nueva criatura producto de su ilusión científica.
La empresa de Victor Frankenstein, tal y como él la planteó originalmente, se justificaba en función de un “supuesto interés general” en el que la perfección individual, la reforma social y los logros científicos estaban estrechamente relacionados. Frente a las interpretaciones que consideran que la obra de Mary Shelley contiene una crítica tradicional a los procedimientos y los proyectos de la nueva ciencia –en el sentido religioso y/o reaccionario que se ha perpetuado hasta ahora– creo que se puede argumentar exactamente lo contrario. Es una crítica mucho más moderna y más inquietante por certera: de lo que se trata es de desvelar la traición del científico a los criterios de interés de la humanidad cuando esa humanidad se concreta de sus imperfectas e impredecibles singularidades individuales. De cómo la humanidad en su conjunto se convierte en la excusa para masacrar, marginar o ignorar a los individuos (más) particulares ignorando, de paso, el carácter convencional de nuestras definiciones de lo monstruoso.
De hecho, no es la creación del monstruo en cuanto tal lo que convierte las operaciones científicas de Frankenstein en cuestionables: es su incapacidad para hacerse cargo de lo que ha creado y para sentir su creación como un Otro legítimo. Victor Frankenstein cometió con su criatura el mismo crimen por el que Rousseau era conocido en toda Europa: abandonar a sus hijos por una idea, por una abstracción nunca del todo materializada, cumplida, perfecta, suficientemente bella. Como Rousseau, Frankenstein se traicionó a sí mismo y a su empresa al ser incapaz de reconocer en su criatura a la humanidad que pretendía salvar y en nombre de la cual había iniciado su creación. Fue incapaz, de hecho, de estar a la altura de la filosofía materialista que decía profesar y se reveló prisionero, como la humanidad que quería reformar, de los más viejos y arraigados prejuicios. No fue ninguno de sus rasgos de carácter (naturalmente buenos y humanos), sino su fealdad (una máscara, una representación) lo que convirtió a la criatura de Victor Frankenstein en monstruosa a los ojos de su creador. En este sentido, y tan sólo en éste, es absolutamente cierto que la utopía científica de Victor Frankenstein, el “sueño de su razón”, creó un monstruo.
El hecho de que, a lo largo de casi ya dos siglos, nos haya resultado más fácil ver en la obra de Mary Shelley un aviso de navegantes sobre los efectos perversos de la ciencia (en general), nos limita la culpa y nos hace amar (odiando) a nuestros científicos, tan locos e inocentes. Nos hace, sin embargo, más ciegos ante la triste belleza de aquel breve cuento de fantasmas que sigue siendo Frankenstein.