La noción de los límites ha estado presente desde los inicios de la historia de la humanidad. No es una idea nueva, aunque parezca algo radical en pleno siglo XXI. Desde los primeros pasos de Homo sapiens hasta hoy día, resulta evidente que hay limitaciones a los recursos que podemos extraer de la tierra y el agua, y también a la cantidad de residuos que podemos verter. Aun así, es posible que los y las historiadoras del futuro vean los dos últimos milenios –y el último siglo y medio en particular– como un período anómalo, de unos excesos incomprensibles y una pulsión enfermiza por el derroche. Y es que, a pesar de todos los pensadores y escritos que, de una forma u otra han reflexionado al respecto (desde la Grecia antigua a Meadows, de Malthus a Boulding), las sociedades humanas no han mostrado ninguna voluntad de implementar políticas o sistemas que asuman estos límites, si exceptuamos algunas comunidades indígenas que representan un bajísimo porcentaje de la población total.
«Desde los primeros pasos de Homo sapiens hasta hoy día, resulta evidente que hay limitaciones a los recursos que podemos extraer de la tierra»
Desde la tradición judeocristiana, que invita a multiplicarse y a dominar los animales y las plantas de la Tierra, hasta el espejismo de la cornucopia capitalista que todo lo devora, la mayor parte de las sociedades humanas han vivido de espaldas a los límites. Hace cincuenta años y pico que se publicó el informe Los limites del crecimiento, también conocido como Informe Meadows, un documento encargado por el Club de Roma al Massachussets Institute of Technology. Era 1972, poco antes de la crisis del petroleo, y parecía que, por fin, empezaríamos a hablar de límites de una forma informada, seria y también preocupada. No fue así.
A pesar de las repercusiones del informe, los límites no reaparecieron con fuerza hasta 2009, curiosamente también en medio de otra crisis, la financiera. Fue entonces cuando se publicó en la revista Nature un estudio del Stockholm Resilience Center y otras instituciones, lideradas por Johan Rockström, en el que se identificaban nueve procesos que regulaban la estabilidad y la resiliencia del sistema Tierra. Eran la integridad de la biosfera, la contaminación química, la disminución del ozono estratosférico, los aerosoles atmosféricos, la acidificación de los océanos, los flujos biogeoquímicos del nitrógeno y el fósforo, el uso de agua dulce y los usos del suelo. Proponían tres niveles de alerta: verde, por debajo del límite; amarillo, al traspasarlo pero todavía en zona de incertidumbre y riesgo creciente, y rojo, más allá del límite y con riesgo alto. En el momento de la publicación habíamos traspasado dos fronteras: la de la integridad de la biosfera, en la vertiente de pérdida de biodiversidad, y la del ciclo del nitrógeno, que los humanos hemos alterado a escala planetaria por las necesidades de la agricultura.
Las novedades de este estudio –que no estuvo exento de críticas metodológicas y conceptuales– es que se hablaba no solo de límites absolutos a la extracción y al uso de recursos, o al vertido de sustancias nocivas. Era un enfoque ligeramente distinto, ya que lo que se quería resaltar es que hay un umbral para que la humanidad pueda operar con seguridad, y que ultrapasarlo compromete la estabilidad planetaria. Y he aquí una de las claves de la noción moderna de los límites: su condición global.
Como resumió magistralmente el climatólogo ruso Mijaíl Budyko en 1977, citado en la enciclopedia Biosfera, dirigida por Ramon Folch, «Estos últimos años se ha constatado que la actividad económica de los humanos influía sobre procesos naturales de gran alcance, cosa que ha desvelado un interés creciente por los problemas ecológicos globales. Aunque las condiciones naturales sobre una parte importante del planeta hayan ido cambiando desde hace mucho tiempo por efecto de las influencias antropogénicas, hasta un pasado reciente estos cambios no constituían, en el fondo, más que una suma de modificaciones locales, que se extendía gradualmente por vastas superficies a consecuencia de la expansión de la esfera de actividad económica de los humanos. Así, por ejemplo, la destrucción de los bosques en un continente no influía sobre el estado de los de otros continentes, la construcción de presas en un río u otro no afectaba el caudal de otros ríos sin relación con los primeros, etcétera. Pero la situación es totalmente otra desde el momento en que los humanos empiezan a actuar sobre los procesos naturales globales; en este caso, la acción ejercida sobre el medio de una región puede modificar las condiciones naturales en otras regiones muy alejadas».
Así pues, los límites son globales, y ya no podemos conservar la ilusión de ir un poco más lejos, allí donde el clima no se habrá modificado, donde el mar no habrá subido tres palmos, o donde un Niño desbocado no se notará. La escala lo es todo y, en este sentido, las fronteras planetarias nos hacen entender lo insoslayable de nuestro impacto en el tercer planeta del sistema solar. Ya lo dijeron el ecólogo Peter M. Vitousek y colaboradores en la revista Science en 1997, cuando titularon otro artículo fundamental de la ecología «La dominación humana de los ecosistemas de la Tierra».
«El colapso ecológico no es algo rápido, de película de Hollywood, sino un derrumbamiento a cámara lenta. Inexorable si no hacemos nada»
Llegamos a 2023: se publica en Nature una nueva revisión del estudio de Rockström y colaboradores, pero con una modificación sustancial: «Safe and just Earth system boundaries». Es decir: un espacio seguro… y justo. La justicia social, absolutamente necesaria a la hora de abordar los diagnósticos y también las medidas para revertir la situación actual, había sido sistemáticamente olvidada en estos grandes estudios. La naturaleza tiene unos límites y también un umbral a partir del cual estos cambios son profundamente injustos en el aspecto humano. Podemos no exceder el umbral biofísico pero sí el de la desigualdad y el sufrimiento humano, y ese es un añadido fundamental.
El estudio ha permeado la prensa con un titular muy preocupante y similar en todas las cabeceras: «Ya hemos traspasado la mayoría de los límites que hacen de la Tierra un lugar seguro y justo». Siete de nueve límites, para ser exactos, aunque se hayan visto ligeramente modificados desde 2009. ¿Quiere decir eso que hemos empeorado tantísimo en solo unos pocos años? En parte sí, porque es en los últimos quince años cuando hemos acelerado la maquinaria más que nunca, cuando el peso de lo artificial ha superado al de los seres vivos, cuando hemos emitido cantidades impensables de gases con efecto invernadero a la atmosfera. Pero este empeoramiento repentino de nuestra situación respecto a las fronteras planetarias responde también a una mejora en la comprensión de estas, a la investigación que se ha hecho y a la capacidad de cuantificar y modelizar realidades complejas.
Y aun así, no: el mundo no se irá a pique mañana. Mucha gente se ha asustado al leer la noticia: «¡Siete de nueve! ¡Estamos al borde de la catástrofe!». Y, efectivamente, los datos que ofrece el artículo son poco esperanzadores. Pero con los límites, como con todo aquello que tiene que ver con el cambio global, una parte fundamental son los ritmos. Hemos de intentar alejarnos del acantilado que aun no vemos por completo. El colapso ecológico no es algo rápido, de película de Hollywood, sino un derrumbamiento a cámara lenta. Inexorable si no hacemos nada, eso sí.
Pero el primer paso está dado. Con retraso, con una parsimonia exasperante, pero parece que por fin estamos incorporando la noción de los límites al debate sobre el crecimiento (y el decrecimiento), la prosperidad, y nuestra presencia en esta nave espacial que llamamos Tierra. Maravillosamente aprovisionada de víveres, pero no infinitamente. Es hora de aprovecharlos y reconocer una finitud que nos hará más libres.