Una mirada estética del mundo

Hace unas décadas John David Barrow (1952-2020), en su libro The artful universe: The cosmic source of human creativity (1995), defendía que la ciencia y el arte son ambas teorías acerca del mundo y, por tanto, inequívocamente humanas, aunque nacen de una misma fuente: la cuidadosa observación de las cosas, a lo que habría que añadir el deseo de ver más allá de lo visible aderezado con complejas visiones objetivas y subjetivas del mundo. En este marco, las apreciaciones sobre la belleza y la naturaleza forman en sí mismas la esencia de la siguiente cuestión: ¿de qué manera la estructura del universo influye en nuestra forma de pensar y de sentir? ¿Qué aspectos influyen en nuestra apreciación artística del paisaje y, por ende, de la naturaleza? ¿La belleza existe de forma objetiva en lo natural o como categoría estética es subjetiva y sujeta a la percepción humana y, en consecuencia, es una construcción cultural?

En La mirada neandertal (2020), el catedrático Valentín Villaverde reflexiona sobre aspectos relacionales como la definición y el origen del arte y en qué medida los procesos creativos están estrechamente ligados a la naturaleza humana como medios de transmisión de la información, pero también del pensamiento simbólico y conceptual, así como de la apreciación y comprensión del mundo que conformaba su entorno vital. En cierta manera, Villaverde pone el acento en el hecho fundamental de que la evolución biológica ha ido acompañada de la evolución cultural a través del desarrollo del hecho artístico y de los procesos creativos, hasta el punto de considerar que el desarrollo cerebral es fruto de una «evolución genética-cultural».

Desde hace milenios, las diferentes culturas han intentado comprender la esencia de la naturaleza y del universo. La belleza asociada a la armonía y a la esencia hallada en los principios geométricos, rítmicos y repetitivos (lo que en arte denominamos con frecuencia como canon, módulo o sección áurea) constituye una de las primeras instancias del pensamiento humano en el intento de comprender la esencia «verdadera» del mundo y, por tanto, apreciar los patrones fundamentales que se ocultaban tras el aparente caos de lo natural. Este es el caso de las tradiciones védicas antiguas y clásicas, que se asientan sobre la comprensión del mundo que descansa sobre el trascendente principio de la armonía, tal y como recoge William K. Mahony en su reciente obra El universo como una obra de arte (2022). Este mismo principio forma parte esencial del pensamiento pitagórico, al entender la belleza como armonía. Los pitagóricos son considerados en la filosofía occidental como los responsables de elaborar la primera gran teoría sobre la belleza, que es identificada con la proporción y la medida, estrechamente asociada a su construcción matemática del mundo.

De manera diferente, la armonía está presente en el pensamiento oriental. En la antigua China, el Libro de los cambios, o I Ching o Yijing, sentó las bases de una nueva manera de entender el mundo, frente a la cultura anterior, y sus principios básicos fueron compartidos por taoístas, confucianos o budistas. Esta nueva cosmovisión se asienta sobre los principios complementarios del yin y el yang, esencias en permanente movimiento y dialéctica en búsqueda de su equilibrio perfecto. Un proceso dinámico y en transformación que plasma la compleja combinación de los opuestos y la idea de la dualidad complementaria. Así, la contemplación de la belleza de la naturaleza expresada a través del arte se articula, en pintores como Huang Gongwang o Shen Zhou, a través de la dialéctica entre dos principios básicos: sólido y líquido, lleno y vacío, la forma y su ausencia; principios ordenadores de la naturaleza y de su dinamismo inherente implícito.

La filosofía clásica griega, como heredera de la pitagórica, centró su argumento en la belleza como concepto o idea inamovible y objetiva; es decir, que existe por sí misma en el objeto. Platón establecía en el Filebo la diferenciación entre la belleza absoluta y la belleza relativa; la belleza de las formas geométricas y la belleza de las formas sensibles. La primera es entendida como idea inmóvil solo alcanzable a través de la inteligencia –estas formas son bellas siempre y por sí mismas–, mientras que en la segunda, el concepto de belleza va ligado a lo superficial de las formas y, por tanto, esta es cambiante y está basada en la percepción humana.

Frente a este concepto heredado por la literatura y el arte, en el siglo XVIII, desde el neoplatonismo y el humanismo idealista, surgirán nuevos conceptos estéticos ligados a la belleza, entre los que destaca la idea de lo sublime de Immanuel Kant, quien en su Crítica del juicio (1790) abordaría la concepción del gusto en la estética de Baumgarten, cimentada en la perfección del conocimiento sensible, y el concepto de la belleza hegeliana. Edmund Burke en A philosophical enquiry into the origin of our ideas of the sublime and beautiful (1757) establecía una explicación empirista sobre lo bello y lo sublime. De esta manera, distingue entre el placer positivo y el deleite penoso; el primero sería característico de la belleza y el segundo, de lo sublime u «horror delicioso». Desde estos nuevos planteamientos, Kant establecía que lo pintoresco y lo sublime son dos actitudes del ser humano frente a la realidad, especialmente asociadas al concepto de lo metafísico y lo suprasensible; es decir, a aquellas nociones que la razón pura no puede explicar: ideas como alma, Dios, infinito, universo, etc., que provocan inquietud, sobrecogimiento y, por tanto, propician la voluntad de conocer. Estas teorías tendrían una gran influencia sobre la pintura, especialmente en el siglo XIX, centuria por antonomasia del paisajismo pictórico. Entre las muchas teorías sobre lo bello, lo natural y el paisaje, el Ideal de la humanidad para la vida de Krause (1860) ejerció una notable influencia en los planteamientos regeneracionistas y, especialmente, de la española Institución Libre de Enseñanza, que convirtió la montaña en todo un emblema estético no solo de la belleza natural sino de la regeneración del espíritu humano.

Una visión estética del paisaje de la que, a pesar del tiempo transcurrido, somos sin duda herederos y herederas. Es el actual un nuevo tiempo de la subjetividad y el individualismo, en el que el paisaje y la naturaleza forman parte de la construcción estética de nuestra nueva manera de comunicarnos a través de la imagen. ¿Es esta nueva visualidad la génesis de una nueva forma de indagar sobre lo natural y lo bello, o, por el contrario, anclados en el posmodernismo, debemos hablar de un posromanticismo estético?

Recientemente, el arqueólogo Tonio Hölscher (El nadador de Paestum, juventud, eros y el mar en la Antigua Grecia, 2022) planteaba que la pintura del nadador representada en una antigua tumba de Posidonia no era una metáfora del más allá o de la vida, o la representación mistérica de un ritual, sino una representación de un katapontismos (un joven lanzándose al mar desde las alturas). A través de esta pintura se puede observar la importancia de la belleza, dice el autor, no solo asociada al mundo exterior, sino también a la calidad social.

Pero en la pintura no solo se representa un acto social; también el mar y la atalaya rocosa del acantilado. Una forma estética de ver el mundo y mostrarnos en él que no difiere de nuestra actual necesidad estética de mostrar, comunicar y conocer. E incluso que no es lejana a aquella mirada creativa proyectada sobre el mundo con la que los primeros sapiens se enfrentaban a su realidad, su medio natural, e intentaban no solo comprenderlo, sino disfrutar de él.

© Mètode 2022 - 115. Belleza y naturaleza - Volumen 4 (2022)
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Profesora titular de Historia del Arte y Vicerrectora de Cultura y Sociedad de la Universitat de València.