¿Cómo están sufriendo los ecosistemas de la Antártida el calentamiento del planeta por el efecto invernadero? ¿Qué pasará en el futuro? ¿Qué se puede hacer y qué hay que hacer? Para intentar responder estas preguntas y muchas otras, tres investigadores de la Universitat de València y otro de la de Castilla-La Mancha emprendieron el año pasado la aventura de pasar tres meses en la Antártida, dentro del proyecto internacional Limnopolar, para estudiar las condiciones de vida en los lagos y los ríos de la isla Livingston, en el archipiélago de las Shetland del Sur.
Cargados con el equipo básico, Antonio Camacho y José Antonio Gil-Delgado, profesores de la Unidad de Ecología del Instituto Cavanilles de Biodiversidad y Biología Evolutiva de la Universitat de València, Carlos Rochera, becario predoctoral, y Álvaro Chicote, profesor de la Universidad de Castilla-La Mancha, viajaron hasta la Patagonia chilena, donde el barco Las Palmas de la marina española les llevó en una travesía de cuatro días hasta la península de Byers, uno de los pocos lugares de la Antártida donde el hielo no es eterno y que permite disponer durante el verano austral del elemento básico para la existencia de vida: el agua en estado líquido.
Una visita anterior, en el 2002, les había permitido caracterizar las especies que pueblan estos ecosistemas acuáticos terrestres. Descubrieron virus, bacterias, protozoos, microalgas y microcrustáceos que forman una red trófica –los unos se comen a los otros–. Y ha sido precisamente aquí donde las primeras investigaciones han dado resultados sorprendentes, porque, como explica Antonio Camacho, «hasta ahora cualquier biólogo de la Antártida pensaba que las interacciones entre organismos tenían poca importancia en el funcionamiento de estos ecosistemas marcados por las condiciones de luz, temperatura y disponibilidad de agua». Pero resulta que si aumenta la temperatura (y se calcula que durante las últimas décadas la media se ha incrementado en dos grados y medio) se alarga la estación productiva. El deshielo se produce antes, los ríos y los lagos se enriquecen con más nutrientes, hay más biomasa y se activa el sistema biológico.
Quién se come a quién
En concreto, los investigadores han descubierto una «cascada trófica» producida por el aumento de temperatura. Los crustáceos, que se encuentran en lo alto de la cadena y que se supone que deberían consumir algas, encuentran más cantidad de protozoos y se los comen. Los protozoos abundan porque, a su vez, encuentran gran cantidad de bacterias para alimentarse. Pero al final, como los crustáceos comen tantos protozoos, éstos acaban escaseando y son las poblaciones de bacterias las que aumentan, sin tantos depredadores que les amenacen. Las bacterias heterótrofas, por su parte, gozan de las aportaciones orgánicas de los tapices microbianos situados en las cuencas lacustres, y eso puede explicar, junto a la razón anterior, la abundancia relativamente alta que presentan.
En definitiva es un efecto directo de la disminución de la dureza de las condiciones ambientales, que, aparte de alterar las interacciones entre unas especies que han evolucionado y se han adaptado aisladas del resto del mundo durante los últimos veinte millones de años, pueden producir la invasión de especies foráneas. Estas últimas, que no se podrían establecer en la Antártida si la temperatura no hubiese subido, pueden incluso adaptarse mejor a las nuevas condiciones y acabar desplazando a las autóctonas.
Camacho explica que varias investigaciones marinas han demostrado que especies de pingüinos de más al norte han invadido territorios meridionales y han desplazado a otros pingüinos. En el caso de especies terrestres, eso ha ocurrido también en las Islas Georgia del Sur, donde un escarabajo depredador llevado posiblemente de manera accidental por los visitantes ha eliminado algunos de los crustáceos de los estanques.
Porque, al cambio climático, hay que sumar la presencia humana. «Durante los últimos dos siglos los humanos hemos ido mucho a la Antártida», recuerda Camacho, refiriéndose a las diversas expediciones que han viajado a un continente que siempre estuvo deshabitado. Cualquier organismo llevado por el hombre y que se adaptara podría provocar un desastre tratándose de ecosistemas aislados y, por tanto, muy frágiles.
¿Hay que hacer algo ante el cambio climático?
Aunque hay que esperar a hacer investigaciones más completas, se constata que el cambio climático afecta a la vida, incluso en las condiciones más extremas. El siguiente paso es establecer modelos para saber cómo se producirán estos cambios en los ecosistemas si la temperatura continúa subiendo, como muchos estudios prevén si no se paran las emisiones de gases de efecto invernadero.
Camacho califica la situación de «grave», porque, aunque el clima de la Tierra es variable, «los cambios naturales ahora se producen en décadas». Los humanos hemos quemado en forma de CO2 durante los últimos dos siglos buena parte del carbono fosilizado a lo largo de millones de años. El efecto invernadero, que es el que garantiza la vida en la tierra, se ha incrementado y ayuda, según muchos expertos, a llevar a cabo una de las extinciones de especies más masivas de la historia de la Tierra, si no la más relevante. Esta extinción no se refiere principalmente a especies animales, sino sobre todo a microorganismos que ni tan siquiera se conocen. Por tanto, están desapareciendo sin que se haya tenido constancia de que existían. Ante eso se puede actuar sobre las causas o sobre las consecuencias. Antonio Camacho explica que «los humanos podemos adaptarnos a las consecuencias gracias a la tecnología construyendo diques, por ejemplo, para mitigar la subida del nivel del mar». Pero el resto de especies no lo puede hacer y, por tanto, se debe apostar por «reducir los cambios actuando sobre las causas».
El trabajo en condiciones extremas
La Antártida ha vivido hasta hace nada casi aislada del resto del mundo. La corriente marina circumpolar que produce un salto de temperatura entre el agua de las costas de Sudamérica y la que rodea al continente helado incrementa la inaccesibilidad. La península de Byers, con un clima relativamente suave y húmedo, goza de una especial protección ambiental según el Tratado Antártico, que, si bien garantiza el mantenimiento de este territorio en estado virgen, también dificulta el acceso y la estancia durante largos períodos de tiempo. No se pueden instalar grandes campamentos ni se pueden utilizar vehículos de motor ni perros de trineo.
Cuando los investigadores llegaron por primera vez en el 2002 a bordo de una lancha, tuvieron que descargar tres toneladas de material y transportarlas a hombros hasta la zona de acampada. Instalaron dos iglúes de fibra de vidrio que hacen las funciones de cocina y sala de estar, por un lado, y de laboratorio por otro. Para dormir, se tuvieron que conformar con tiendas de campaña. El montaje y el desmontaje del campamento puede ocupar hasta una semana. El resto de material se compone de equipos de investigación para hacer experimentos, radios, un ordenador y equipos de supervivencia. En definitiva, elementos que garanticen la seguridad y el contacto continuo con el exterior. Camacho recuerda que no disponen de médico y que pueden ocurrir accidentes. Durante la última estancia hubo dos roturas de brazos, que fueron tratadas por ellos mismos con asesoramiento médico por radio. Para estas urgencias, y para mantener en funcionamiento el campamento, siempre les acompaña un montañero de élite contratado por el Comité Polar Español. Y mucho mejor si los accidentes no son graves, porque el barco puede tardar hasta una semana en llegar.
El trabajo se lleva a cabo en condiciones muy difíciles. Todo es lento y laborioso. Algunos lagos se encuentran a horas de distancia del campamento y, para navegar por ellos, hay que llevar una barca que pesa 35 kilos. Cuando hay nieve se puede arrastrar con un trineo con tracción humana. Cuando no la hay, se tiene que cargar a pulso.
Aunque la temperatura durante el verano austral no es muy baja, la sensación térmica sí que suele serlo: a cero grados, pero en una zona muy húmeda, de altísima pluviosidad y fuertes vientos, esta sensación térmica puede llegar a los 20 grados bajo cero.
Es entonces cuando, según el investigador, sale lo mejor de cada uno. «Casi todos los que vamos allí somos, en cierta medida, aventureros, y los que repetimos lo somos del todo», relata Camacho. La investigación en estas condiciones se puede hacer gracias a la colaboración de varios equipos de científicos. Según Camacho, «no se da la competición que se produce en otros campos y cuando hay un descubrimiento en seguida se hace público» sin que la plasmación en revistas de prestigio como Nature o Science, aunque común, sea un fin en sí mismo. Y eso se nota a pie de obra. «Si tú ya has acabado tu trabajo, te pones a ayudar a otro o haces la cena para todo el grupo», explica Camacho, para quien «las relaciones humanas son las experiencias que más se recuerdan después, porque son muy intensas». La conclusión es que se impone, quizá por necesidad, la solidaridad. «Al final casi todo el mundo es bueno y allí cada uno saca lo mejor de sí mismo», sentencia el científico.