Entrevista a Carolyn Steel
«Nuestra forma de comer está destruyendo el mundo»
Arquitecta y autora de Sitopía
La profesora e investigadora británica Carolyn Steel (Londres, 1959) se formó en la Universidad de Cambridge como arquitecta y por ello dice que adora la realidad tangible. No solo eso, sino que valora también todos aquellos conceptos y teorías que tienen presente la materia. Tal vez, este es el motivo por el que Steel ha convertido los alimentos en la lente de aumento gracias a la cual se puede observar y estudiar con precisión la historia y la vida humana. Afirma con convicción que la comida lo conecta todo, por lo que la sitúa en el centro de su pensamiento. Por ejemplo, la alimentación es la perspectiva que le permite aproximarse a la compleja relación entre el campo y la ciudad en la obra Ciudades hambrientas: Cómo el alimento moldea nuestras vidas (Capitán Swing, 2020), libro que le valió el Premio Jerwood de literatura de no ficción de la Royal Society. A lo largo de su trayectoria ha estudiado la historia de la ciudad de Roma y los hábitos cotidianos de sus ciudadanos. Ha dirigido estudios de diseño en la London School of Economics, en la London Metropolitan University y en la Universidad de Cambridge. Y en cuanto a sus aportaciones científicas, hace diez años que acuñó el término sitopía, una palabra formada por dos raíces griegas que designa ‘el mundo moldeado por la alimentación’. Al contrario que la utopía, es decir, de esa realidad que no existe –pero que sería estimable–, la sitopía sí es una realidad existente, y está conformada por nuestros valores a propósito de la comida. Según explica Steel, si actualmente no disfrutamos de una buena sitopía es porque hemos construido una supuesta buena vida a partir de la comida barata y procesada. Sin embargo, la estudiosa advierte: si resolviéramos el problema de la comida, los demás problemas –el cambio climático, la desigualdad social… – quedarían también resueltos. Después de años de investigación sobre esta temática, Steel presenta ahora un libro realmente transformador: Sitopía: Cómo pueden salvar el mundo los alimentos (Capitán Swing, 2022).
En Sitopía cuenta una anécdota personal: el momento de toda su vida en el que más ha disfrutado comiendo fue en lo alto de una montaña degustando una barrita de chocolate. Se trata de un ejemplo para explicar que, indudablemente, los alimentos se saborean más cuando se tiene mucha hambre. Así pues, ¿podríamos decir que como humanidad hemos cometido un grave error construyendo todo este mundo de abundancia?
La pregunta sobre cómo debemos comer es muy antigua y es una gran pregunta. Como especie hemos evolucionado en parte intentando resolver esta cuestión y, literalmente, durante cientos de miles de años, las herramientas y tecnologías que hemos inventado o descubierto nos han ayudado a alimentarnos: primero las flechas, las herramientas para cortar, el fuego… Luego, la agricultura, sin la cual no se hubieran construido las grandes ciudades; más tarde, los combustibles fósiles, que permiten generar una gran cantidad de energía para producir alimentos, y, finalmente, los fertilizantes químicos que nutren artificialmente las plantas. Y también los pesticidas químicos, los herbicidas… Ahora bien, siempre ha existido la creencia y el deseo persistente de que si hacemos que la naturaleza produzca muchos más alimentos, mejor será nuestro mundo. Por lo tanto, hay una especie de objetivo tácito que responde a la pregunta de cómo comer y que dice que cuanto más barata sea esta comida, mejor. Pero ahora nos encontramos con que en algún punto de toda esta trayectoria evolutiva y en toda esta serie de suposiciones hay muchas cosas que no encajan.
«La comida lo modela todo, tanto lo que es evidente, como nuestros cuerpos, como lo que no lo es: la economía, la política…»
Ya hace tiempo que conocemos los efectos de los combustibles fósiles, por ejemplo. ¿Qué es lo que provoca que no lo hayamos solucionado todavía?
Quemar combustibles fósiles nos va bien, pero desemboca en el cambio climático; usar abonos químicos es altamente productivo, pero provoca el agotamiento del suelo; el uso de herbicidas nos va de maravilla, pero resulta que hace desaparecer un buen número de plantas; utilizar pesticidas nos va fantásticamente bien, pero está comportando la sexta extinción masiva, porque estamos matando a todos los insectos y la vida de los pájaros, y, además, estamos empobreciendo enormemente la diversidad de nuestra dieta, que está quedando reducida solo a once elementos clave: el 85 % de las calorías consumidas mundialmente provienen de solo cuatro cereales y de cinco animales. En realidad, la naturaleza no funciona de esa manera. Somos los humanos quienes hemos creado alimentos totalmente procesados para que puedan durar más tiempo y para gastar menos, y para que sea más fácil de alimentar a las ciudades, pero ahora nos encontramos con que nuestro cuerpo no los digiere bien. Vemos claramente que aquella creencia de que aparentemente habíamos construido una vida de calidad y habíamos resuelto el problema de cómo alimentarnos en realidad es del todo falsa, y que nuestra forma de comer está destruyendo el planeta y nos está destruyendo a nosotros mismos. Algunos de estos aspectos los conocemos desde hace más de sesenta años. Rachel Carson, por ejemplo, en 1962 escribió el libro Primavera silenciosa sobre la muerte de los pájaros a causa de los pesticidas. Por lo tanto, hace mucho tiempo que lo sabemos, pero, sin embargo, no lo cambiamos. ¿Por qué no? Porque hemos heredado del pasado ese ideal de buena vida, de vida de calidad, que ahora nos hemos dado cuenta de que está construido sobre asunciones que no son ciertas. Aquí es donde estamos ahora y es un momento extraordinario en la historia de nuestra evolución.
¿En qué momento la humanidad elige ese camino equivocado del que habla por lo que respecta a la alimentación?
Podemos poner el ejemplo de la llegada del ferrocarril al Medio Oeste norteamericano a mediados del siglo XIX. Aquella zona tenía uno de los suelos más ricos del mundo y, por lo tanto, fue posible durante bastante tiempo plantar cereales cada año, extraer grandísimas cosechas… El aumento de la producción hizo que se empezara a alimentar a los animales con cereales en lugar de hierba y aquí es donde se inicia la industria de carne barata. Ahora bien, no podemos olvidar que, al cabo de unas décadas, de esta explotación del suelo llegó el Dust Bowl, la catástrofe ecológica y humanitaria de principios del siglo XX. Ahora cumplirá cien años.
En el libro habla de un experimento con ratones en el que se demuestra que los individuos sobrealimentados son menos conscientes del peligro. ¿Hasta qué punto cree que el poder económico está interesado en mantener una población sobrealimentada?
Nunca puede hablarse de comida sin tener presente la política y la economía. La comida lo moldea y lo acaba conformando todo, tanto lo que es evidente, nuestros cuerpos, por ejemplo, como lo que no lo es: la economía, la política… No vemos que la comida modifica el clima, pero sabemos seguro que lo hace. Es muy interesante darse cuenta de que la evolución de la relación humana con la tecnología ha ido aparejada en la evolución de las políticas económicas, de los valores, de la cultura y sobre todo de la noción de lo que es una buena vida. En este sentido, si miramos cómo han sido alimentadas históricamente las ciudades, vemos que han necesitado a alguien externo que las alimentara y eso pronto se convirtió en un problema político y económico: ¿quién debe encargarse de esta alimentación? ¿Cómo debe organizarse? Durante los primeros miles de años de existencia urbana, este fue el problema político clave: cualquier líder político debía preocuparse de la alimentación de la población. Ahora bien, con la llegada del ferrocarril, surge también la industria alimentaria y entonces pasan a ser las empresas las que se ocupan de nutrir a la población. Es en este momento cuando, de repente, surge esta aparente abundancia. Bueno, sí que era abundancia, simplemente la llamo «aparente», porque entonces todavía no se veía su cara oscura. Entonces los políticos suspiran y dicen: «Gracias a Dios, nunca más tendré que preocuparme de este problema» y conceden ese poder a la industria alimentaria. Si pensamos bien, el control del sistema alimentario es simplemente esto: poder. Y no hay mayor poder. Actualmente, tres únicas multinacionales controlan el 90 % del grano que se comercializa mundialmente. En Ucrania, por ejemplo, el grano no pertenece mayoritariamente a los agricultores ni al gobierno; es de las grandes multinacionales. Esto apenas se ve, pero es muy importante.
Ahora que habla de las grandes compañías, en su obra dice que hemos terminado en un mundo que es una especie de aldea global de Amazon y de Google…
Sí, de hecho, fíjese en que estas dos compañías están entrando en el negocio de la alimentación.
¿Deberíamos releer a Marshall McLuhan, pues?
Yo leo constantemente, y los libros que me resultan más interesantes fueron escritos a mediados del siglo XX, como las obras de McLuhan. ¿Por qué? Por un lado, porque se concibieron antes de la aparición de Internet, pero sobre todo porque era un momento en el que la población todavía podía ser consciente del tipo de estructuras que se desarrollaban a su alrededor. Actualmente, la población se encuentra ante muchos problemas frente a los cuales se siente sin capacidad ni poder. Por ejemplo, la compañía telefónica te desconecta el teléfono y en modo alguno puedes hablar con un ser humano, debes hablar a la fuerza con un robot y el robot no te ayuda y, además, no hay ningún edificio físico de la compañía en toda la ciudad… Es decir, las estructuras físicas de poder que antes eran visibles ahora se han vuelto invisibles. En todo este contexto, la comida es una de las cosas más valiosas de la vida, y es material. Sigue siendo un bien con presencia, y es visible. Y eso me encanta, porque podemos percibirlo, sentir y controlar. Es por eso que propongo que revaloricemos la comida, es decir, que basemos en ella nuestra economía, y para conseguirlo lo único que hay que hacer es grabarla con impuestos o bien añadir a los precios una cantidad de tal manera que lo que pagamos por un alimento refleje lo máximo posible el coste que tiene en el medio ambiente. Si lo hiciéramos, deberíamos llevarlo a cabo, evidentemente, de manera global. Entonces todo cambiaría, todo se transformaría. Porque el valor real proviene de la comida y de su origen. Debemos encontrar formas más justas de compartir recursos, y la comida es la forma perfecta para hacerlo, porque todos tenemos que comer y comprendemos el valor de la alimentación. Por este motivo tiene mucho sentido situarlo en el centro de todo.
Gran parte de los alimentos que consumimos están empaquetados en plásticos, lo cual tiene un gran impacto en el medio ambiente. ¿Habría que grabar también con impuestos esta práctica de la industria alimentaria?
Sí, exacto. Esto está en la línea de lo que yo propongo. Es necesario que seamos conscientes del coste real que tienen los productos que consumimos. Lo que la humanidad deberá pagar por los alimentos que va consumiendo es extraordinariamente caro porque estamos destruyendo el planeta. Es un coste que no podemos asumir. Por lo tanto, la única manera de resolver el problema es con intervención política y deberá ser con una intervención política global. Es fácil darse cuenta de que ahora mismo el mundo está en una situación muy enrocada; hay un escenario político muy difícil, con muchos matices en cada lugar: el ascenso del populismo, del autoritarismo y de la extrema derecha tiene que ver con que mucha gente se ha visto privada de esa supuesta vida de calidad en la que había creído con tantas expectativas. Los jóvenes no pueden pagar un hogar, no hay pensiones, hay gran inseguridad en el mundo laboral… La vieja creencia en el sueño americano –que dice que, si trabajas con mucho esfuerzo, puedes llegar a ser presidente del país– ya se ha esfumado. Lo que ocurre es que todavía no hemos asumido que todo este paradigma ha terminado. Para mí, la comida ofrece una forma alternativa de aproximarnos a las cosas sobre las que los representantes políticos deberían estar discutiendo. Lo que ocurre es que la política actualmente ha pasado a ser muy vacía ideológicamente, se gritan lemas y consignas vacías. Pero si, en cambio, dices que una buena sociedad es aquella en la que todo el mundo puede comer bien, entonces todo acaba cayendo por su propio peso.
Muestra un gran aprecio por Epicuro, a lo largo de todo el libro lo menciona varias veces. Actualmente, existe un movimiento llamado minimalismo que está muy conectado a los planteamientos de Epicuro y que me parece una reacción interesante a la sobreabundancia de la que hablábamos…
La razón por la que me fascina Epicuro es, por un lado, porque ha sido muy mal comprendido e incluso se le ha tergiversado, y, por otro, porque lo que realmente dice es tremendamente interesante. Él considera que el ser humano está hecho para el placer: el cuerpo te recompensa si le das lo que necesita y comer es, cómo no, la necesidad más obvia de todas. Así pues, ¿por qué no construimos nuestra vida en torno a este hecho? Creo que es una idea muy sencilla y muy bonita. Básicamente, si necesitas comida, disfruta comiendo. Cultiva tu propia comida, siéntate a la mesa con tus amigos y entabla conversaciones con ellos. Cuando los adolescentes se pasan el día entero enganchados al teléfono hablando con un amigo suyo, es tan solo una experiencia que sustituye al hecho de estar juntos. Nada, salvo quizá el sexo, es tan placentero como compartir una mesa y charlar. Es una experiencia muy sencilla que, de alguna manera, se encuentra completamente opuesta al viaje tecnológico del que hablaba al principio. Se ha llegado al convencimiento de que en la era digital es muy raro preocuparse por algo tan simple como la comida, y que, por el contrario, debemos emplear la inteligencia y la tecnología para no tenernos que preocuparnos por este problema, para que cada uno se dedique a lo que realmente le interesa a la vida. Pero yo me pregunto: ¿qué es más interesante que la comida? Para mí no hay nada más interesante, nada que tenga más sentido o sea más gratificante.
Por último, en el libro explica que esta experiencia de compartir las comidas con los amigos va asociada a un incremento de la oxitocina. ¿Por qué?
De hecho, la oxitocina es la misma hormona que entra en juego cuando las madres amamantan a su bebé. Sabemos que estamos bien cuando estamos en la mesa con los amigos; por eso hacemos celebraciones. No hay ninguna gran fiesta que no incluya un banquete y es por un motivo: se replican las condiciones en las que evolucionamos, ya que desde su origen convivíamos con un grupo de veinte o treinta personas a las que conocíamos mucho bien y con las que compartíamos la comida y el fuego. Cuando se comparte una comida, se está reforzando el sentido de pertenencia al grupo, el sentido de unión, la identidad común. Es literalmente un sitio feliz. Y, claro, ¿cómo nos podemos imaginar una buena vida, una vida realmente de calidad, que no incluya precisamente eso? Pues esto es principalmente lo que niega cada vez más el modelo de alimentación rápida, barata y procesada.