Tom Wolfe, en El reino del lenguaje, carga contra todo. Contra Darwin, el neodarwinismo y finalmente contra Noam Chomsky (a quien llama Noam carisma). Ha escrito un panfleto mordaz, casi volteriano. Explica como Charles Darwin y sus amigos, gentlemen poderosos, ocultaron la prioridad de Wallace sobre la selección natural, e hicieron lo posible para desprestigiar la autoría de este, que durante estos años se encontraba aislado en una remotas islas de Malasia. Wolfe se pregunta qué hubiera pasado si hubiera sido al revés: si Darwin hubiese sido un humilde recolector de animales exóticos y Wallace un poderoso miembro de la clase científica. Posiblemente ahora hablaríamos de wallacismo. Y es cierto que quizás los amigos de Darwin (Lyell, Hooker y Huxley) hicieran lo posible para beneficiar a su compañero, que llevaba veinte años trabajando en todo aquello y se había encontrado a contrapié con la inesperada carta/escrito de Wallace.
Aún así, Wallace siempre estuvo agradecido a Darwin, e incluso, por si había alguna duda, escribió un grueso libro titulado Darwinismo. Si se hubiera sentido tan robado (o un poquito), nunca lo hubiese titulado así. Pero Wolfe, como buen provocador, magnifica lo que más le interesa y pasa de puntillas sobre lo que podría desautorizar su sátira. Voltaire dedicó un panfleto demoledor al gran matemático Maupertuis (La diatriba del doctor Akakia), lleno a rebosar de exageraciones y ridiculizando muchas de sus elucubraciones científicas. Wolfe hace más o menos lo mismo, y el leitmotiv del libro es el origen del lenguaje: de la misma manera que Darwin fue incapaz de entender cómo este se originó, Wolfe ridiculiza a Chomsky porque, después de más de cincuenta años estudiándolo, llega a la siguiente conclusión: «La evolución de la facultad del lenguaje continúa siendo, en gran parte, un enigma». Antes ha menospreciado muchas de las principales aportaciones de Chomsky a la lingüística (el órgano del lenguaje, la recursividad, la gramática universal…). Incluso lo presenta como un oportunista político, que se aprovecha de la guerra de Vietnam para hacer carrera de intelectual (el nuevo Zola). Es un ataque frontal, sin ninguna concesión, y lo alarga a la secta de chomskyanos (Bolhuis, Nevis, Pesetsky, Fitch…), que presenta como una especie de bulldogs huxleyianos. El «escuadrón de Chomsky», lo llama.
Wolfe propone –siguiendo al lingüista Daniel L. Everett, autor de un famoso artículo sobre el pueblo pirahã que ponía en solfa la doctrina chomskyana– que el lenguaje es un artefacto, y que este se aprende y se construye para su uso inmediato (una «herramienta» cultural). «El habla, y solo el habla, nos ha permitido a las bestias humanas conquistar cada centímetro cuadrado de la tierra del mundo». Esta es la parte más débil del libro, porque a pesar de que pudiera ser un instrumento, un artefacto, algo bien discutible, eso no inhabilita la tesis evolutiva chomskyana de una aptitud innata para adquirir esta capacidad de hablar. Como se da con los pájaros, que a pesar de tener su aptitud para el canto, necesitan escucharlo de sus progenitores para desarrollarlo. El caso más revelador en este sentido es de los cucos, que a pesar de poner los huevos en nidos de otras especies, deben mantenerse muy cerca para enseñar el canto a sus hijos. (Darwin escribió, en El origen del hombre, que el habla humana podría haber nacido como una imitación del canto de los pájaros).
«Tom Wolfe carga contra todo: contra Darwin, el neodarwinismo y contra Noam Chomsky»
Así pues, sorprende un poco tanta animosidad. ¿Qué le ha hecho el serio y estirado Noam Chomsky al enfant terrible de Wolfe? Voltaire se vengó de Maupertuis y de su tropa de amiguitos de la corte de Federico II porque él llegó a Prusia con el deseo de cambiarlo todo y se encontró con una vedette más en aquel gallinero de filósofos, donde mandaba Maupertuis. Puede que el autor de La hoguera de las vanidades no pudiese digerir que hubiese alguien en aquel reino de la palabra más famoso que él. Wolfe es el neoyorquino vanidoso por antonomasia, y en este su último texto se ha desahogado. Y los ataques al lingüista son, en general injustificados y ofensivos: «Chomsky tenía una personalidad y carisma iguales a los de George Cuvier en Francia, a principios del siglo xix. Cuvier orquestaba su beligerancia y pasaba de dar razones dulcemente a espetar estallidos de furia calculados al milímetro y articulados con elegancia».
Este tipo de escritos, gestados desde fuera de la academia y saltándose todas las prevenciones, podrían servir para remover las estancadas aguas de la actividad universitaria. Y quizás Wolfe tiene razón y hay que tomarse más seriamente a Everett y su ensayo No durmáis. Hay serpientes (que es lo que dicen los indios pirahã en lugar de buenas noches). No obstante, desgraciadamente, su libro también ha provocado una reacción antiuniversitaria y anticientífica importante en los Estados Unidos, y ha sido recibido con los brazos abiertos por el movimiento creacionista norteamericano del diseño inteligente, como apunta Steven Poole en un artículo en The Guardian. Y de esta manera, el ateo Wolfe, con su panfleto, da nuevas alas a sus poderosos y fanáticos compatriotas creacionistas. Lo que le faltaba a la América de Donald Trump.