Inéditos

El llanto, sobre el difunto 

Un tema que recorre la historia de la literatura, desde Maquiavelo a Stieg Larsson, pasando por Emily Dickin­son y Franz Kafka, es el descubrimiento de manuscritos después de la muerte del autor, su publicación póstuma y el consiguiente reconocimiento popular. Quizás por afán de perfeccionismo, por dificultades en su entorno o por una confianza injustificada en la propia longevidad, muchos autores poco valorados en vida han dejado obra inédita que les ha dado fama póstuma.

¿Hay una situación equivalente en la literatura científica? ¿Hay obras maestras en el cajón, esperando el momento de salir a la luz? ¿Alguien se ha llevado a la tumba descubrimientos revolucionarios que hemos conocido después?

El primer ejemplo que se me ocurre es Copérnico, que publicó su De revolutionibus cuando ya tenía un pie y medio en el otro barrio. El magnífico libro de Owen Gingerich The book nobody read no aclara si fue una estrategia para ahorrarse un choque con la jerarquía eclesiástica o si solo fue atrasando el punto final hasta que coincidió con el suyo.

Una variante perversa de la obra publicada, en cierta manera, póstumamente es el trabajo de Newton sobre óptica, que permaneció inédito durante treintaidós años hasta la muerte de Robert Hooke, a quien Newton odiaba intensamente y con quien quería evitar mantener un debate. La apuesta le salió bien en una época en que cualquier mal menor podía llegar a ser mortal en un periquete. Fermat se llevó la demostración de su teorema a la tumba, probablemente sin malicia.

En la carrera por publicar que es la norma desde hace décadas en la academia, sería impensable esperar a la muerte de un competidor para ahorrarse que la lotería de la revisión por pares le hiciese llegar nuestro trabajo. Los trabajos póstumos que conozco son fruto del mismo azar que nos afecta por mucho que intentemos ignorarlo: la gente muere en cualquier momento, y no hay manera de negociar una prórroga para finiquitar una publicación científica. Carl Sagan publicó un artículo en 2001, cinco años después de morir, y no es extraño que durante la preparación de un artículo alguno de los autores muera. Accidentes aparte, mucha gente muere al pie del cañón: Francis Crick estuvo corrigiendo galeradas de un artículo hasta unas horas antes de morir.

La asignación de autoría a personas fallecidas no es un tema trivial y, hasta donde yo sé, no está resuelto de manera generalmente aceptada. Parte de la dificultad tiene que ver con la responsabilidad compartida de la veracidad del contenido del trabajo, y es que los entornos altamente cooperativos de la actividad científica moderna no se prestan a la figura del lobo solitario que deja una novela inédita para la posteridad. No es cuestión de cargarle al muerto los defectos del artículo que no llegó a leer acabado.

Referencias

Gingerich, O. (2004). The book nobody read. Walker & Co. 

Teixeira da Silva, J., & Dobránszki, J. (2015). The authorship of deceased scientists and their posthumous responsibilities. Science Editor, 38(3/4), 98–100. https://www.csescienceeditor.org/article/the-authorship-of-deceased-scientists-and-their-posthumous-responsibilities/

© Mètode 2022 - 115. Belleza y naturaleza - Volumen 4 (2022)
Biólogo y escritor (Barcelona).