Los alpinistas avanzan entre la nieve hacia la cumbre y un hilo de algodón rojo los une como un rastro de sangre, una herida abierta por los piolets, ahora alfileres. Las grietas de las montañas aparecen cosidas por el mismo hilo, creador de cicatrices, en un intento vano de curar la montaña. Es el sino de la especie, herir el planeta y suturarlo después, sin acabar de curarlo; pero estos hombrecillos todavía no lo saben.
«La fascinación por el ascenso se convierte en otro exceso, una muestra de que el cuerpo agredido del planeta necesita curas mucho más intensivas que cuatro puntos de sutura»
Las fotografías de Sella (1881) y de los hermanos Bisson (1861) se cuentan entre los primeros intentos de captar, mediante la fotografía, la voluntad de ir más arriba, en la investigación todavía de lo sublime. Como Ruskin, que había hecho pocos años antes los primeros daguerrotipos de los Alpes.
Tal como explica Sebastià Carratalà en A l’ombra del temps, Ruskin ve en la nueva técnica una «herramienta para documentar los cambios de los paisajes alpinos, sobre todo de los glaciares, y para elaborar el inventario de la naturaleza muy codiciado», si bien considera todavía que los dibujos hechos a mano son «una forma de conocimiento y presentan unos valores analíticos superiores».
La operación que hacen Anna Moner y Sebastià Carratalà con las fotografías de Sella y Bisson es analítica en este sentido. La aguada sobre papel da otra vida a la nieve, que parece que tenga luz propia, como el efecto lacerante que produce en los ojos un paisaje nevado en el que entra el sol. El ascenso de las figuras humanas, insignificantes, se desvela ahora, con los piolets y las cuerdas transformados en hilo rojo y alfileres, agresivo, violento. La fascinación por el ascenso, para alcanzar lo sublime y hacerle frente, se convierte, un siglo y medio después, en otro exceso, en una muestra de que el cuerpo agredido del planeta necesita curas mucho más intensivas que cuatro puntos de sutura.
El trabajo de Moner-Carratalà, al menos desde Los cuerpos agredidos, se esfuerza por conectar el pasado y el presente a partir de la disección de la tradición. Más que el escalpelo del taxidermista, el arte es también el bisturí con el que abrimos el cuerpo del pasado para hacer la autopsia.
Moner-Carratalà van más allá, sin embargo, y lo que encontramos es una voluntad artística y literaria de atrapar dos momentos (o más) en una imagen. En unas obras terriblemente estáticas, las incisiones, los cortes, los agujeros hechos con punzones, con agujas, con radiales, dibujan la lectura actual sobre la imagen antigua.
Como el protagonista de la novela de Anna Moner, La mirada de vidre, que superponía películas fotográficas para hacer aparecer fantasmas; las intervenciones sobre los fotogramas, los cuadros, los dibujos (a la manera de Lucio Fontana) crean un movimiento inquietante, que nos hace interrogarnos sobre lo que vemos, que nos hiere el ojo, más como la navaja de Buñuel que como el centelleo del sol sobre la nieve.
La superposición de instantes es poemática, por lo que tiene de fuerza conmovedora, mediante la eliminación del factor tiempo. La representación de varios gestos en un mismo espacio, por otro lado, da lugar a una profundidad narrativa, cronológica.
Eso es lo que encontramos cuando contemplamos una obra de Moner-Carratalà, como por ejemplo estos alpinistas del siglo XIX que todavía no saben que su gesto épico esconde una profunda violencia banal que se revelará en el futuro. A través del hilo rojo que cose la montaña, la ilustración, epifánicamente diríamos, nos habla más del presente que del pasado.