Xisco Mensua: Arraigo y exilio

A Cuchifritín, el hermano de Celia, amigo de Paquito y primo de Matonkiki, de la inolvidable saga familiar de Elena Fortún, lo pintó Serny con una camiseta a rayas rojas de cuellecito blanco y unos pantalones cortos negros. Pero lo inolvidable de sus dibujos a dos tintas era su pelo alborotado, y, más que cualquier otra cosa, su mirada perpleja y triste, asombrada ante un mundo cuyas reglas no entendía. Pienso en los dibujos de Serny al ver las andanzas de los muchos niños o figuras aniñadas que deambulan por los lienzos y papeles de Xisco Mensua (Barcelona, 1960).

Xisco Mensua. Serie «Adicciones, 2020. Tinta china y acuarela, 21×29,7 cm.

Y sí, como él, hablo de unas imágenes para tratar de otras. Pues vista en conjunto su dilatada obra, Xisco Mensua lleva a pintura, dibujo y acuarela incluso los títulos de sus libros queridos, también sus cubiertas o fragmentos de textos de su interior. De lo primero, véase su políptico Carta de colores; de lo segundo, su reciente exposición en la Biblioteca del IVAM «48 publicaciones»; lo tercero llega a su apoteosis en ese raro libro de artista, Historias de arte y poesía, donde imágenes del archivo del siglo de las catástrofes se combinan con leyendas que sugieren la dirección de su lectura. Lo afirmó Susan Sontag en su postrer libro: «recordar, es cada vez más, no tanto recordar una historia sino ser capaz de evocar una imagen». O también, cabría parafrasear según la pintura de Mensua, recordar es evocar una historia a partir de algunas imágenes.

El caso es –vuelvo a Cuchifritín– que en esas evocaciones tiene una singular relevancia la latente memoria visual de la infancia. Diríase que la intención de Mensua es pareja a la de W. Benjamin en su Infancia berlinesa hacia mil novecientos, esto es, tratar de «captar las imágenes en las que la experiencia de la gran ciudad se deposita en un niño de clase burguesa». Como el niño concebido por Elena Fortún y dibujado por Serny, estos niños tienen una mirada átona, desvaída, con un deje de tristeza. Su asombro lo es ante la futilidad de un mundo que a duras penas reconocen como suyo, desasosegados frente a la precariedad de todo lo amable. Pero en la pintura de Mensua hay un paso más a partir de esa experiencia, la sospecha de que en la infancia late una verdad que nos acompaña siempre. O mejor, la convicción de que allí laten los goznes que articulan una verdad despojada del manto del tiempo: nacimiento, sexo, muerte y ahora en estos dibujos, ebriedad o manía.

La misma precariedad se expresa en los trazos y manchas dejadas caer sobre un papel cualquiera. Porque hay en la obra de Xisco Mensua una suerte de paradoja: la mayor dignidad no exenta de angustia vive en el retazo, en el jirón o el fragmento ya sea icónico o material. En el caso de su extensa obra sobre papel todo se aprovecha, sus calidades, sus pliegues, desgarros, las manchas fortuitas, la austeridad de los pigmentos… todo conspira para producir la máxima expresión plástica y la mayor densidad significativa. Ese privilegio del fragmento se traduce de otra manera tanto en los collages como en sus grandes polípticos, es el caso de Colliure-Portbou donde da cuenta de los trágicos destinos del poeta y del filósofo en el modo del storyboard de un film.

Estábamos avisados: en uno de los papeles de la serie Poemas y fragmentos –pudo verse en la reciente y extensa exposición «15.600 días» del Centre del Carme–, se leía en un texto convertido en imagen pintada, «lo fragmentario, más que la inestabilidad (la no fijación), promete el desasosiego, el desarreglo». Era una cita de La escritura del desastre de Maurice Blanchot. 

© Mètode 2021 - 109. El secuestro de la voluntad - Volumen 2 (2021)

Profesor titular del Departamento de Metafísica y Teoría del Conocimiento. Universitat de València.