Adicción al juego: ¿mito o realidad?
Evidencias científicas sobre el trastorno de juego
El interés por el trastorno de juego, anteriormente conocido como juego patológico y, en nuestro país, como ludopatía, ha sido creciente tanto en la comunidad clínica como científica. El aumento de evidencia empírica referente al trastorno de juego ha permitido una mejor conceptualización de la patología, así como la identificación de comorbilidades frecuentes y el diseño de posibles opciones terapéuticas efectivas. La presente revisión aborda todas estas temáticas, incluyendo hallazgos recientes en el ámbito de estudio en cuestión.
Palabras clave: trastorno de juego, adicción comportamental, trastorno mental, epidemiología, etiología, tratamiento.
¿Qué es el trastorno de juego?
Apostar implica arriesgar una cantidad de dinero con la expectativa de ganar una cantidad mayor. Algunas formas habituales de juego con apuesta son la lotería, las máquinas recreativas con premio (conocidas como máquinas tragaperras), el póker y las apuestas deportivas. Si bien durante años los bares, los salones recreativos y los casinos eran los lugares donde se llevaba a cabo la conducta de juego en España, durante los últimos años el juego en línea ha ido tomando protagonismo en detrimento del juego presencial. Si en el año 2015, la cantidad jugada en el mercado de juego online en España ascendía a los 8.562,1 millones de euros, los datos de 2020 indican que en dicho año esta cuantía alcanzó los 21.600 millones, lo que significa un aumento muy relevante del juego online (Dirección General de Ordenación del Juego [DGOJ], 2020).
La mayoría de individuos llevan a cabo la conducta de juego sin que llegue a ser problemática. Sin embargo, algunas personas dejan de tener control sobre ella y experimentan interferencia en múltiples áreas de su vida, como la salud, las relaciones personales, las actividades académicas y profesionales y, por supuesto, el ámbito financiero (American Psychiatric Association [APA], 2013).
La última edición del Manual diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales (DSM-5 en sus siglas en inglés; APA, 2013) emplea el término trastorno de juego para referirse a un patrón de juego persistente y recurrente que provoca deterioro y malestar en el sujeto (en ediciones anteriores del DSM denominado juego patológico). Además de la nomenclatura del trastorno, una de las modificaciones más relevantes ha sido su inclusión en la sección de «trastornos relacionados con sustancias y trastornos adictivos», convirtiéndose en la primera adicción comportamental formalmente reconocida. Ello se debe a que la creciente evidencia empírica ha identificado, en el trastorno de juego, características clínicas propias de los trastornos por uso de sustancias, tales como la tolerancia (necesidad progresiva de realizar apuestas más importantes y mayor frecuencia en el juego) y el síndrome de abstinencia (nerviosismo e irritabilidad al interrumpir la conducta de juego). Se trata, por tanto, de una modificación sustancial dado que anteriormente el trastorno de juego se clasificaba dentro de los trastornos del control de los impulsos, junto a la piromanía, la cleptomanía o el trastorno explosivo intermitente (Jiménez-Murcia, Granero, Fernández-Aranda, Sauvaget et al., 2019).
Otro aspecto relevante a la hora de aproximarse al trastorno de juego es la diferenciación entre los tipos de juego. Por un lado, se distinguen aquellos puramente de azar (como la lotería o la ruleta), en los que el jugador mantiene un rol pasivo y debe esperar los resultados, de aquellos que requieren cierta habilidad o estrategia (como el póker, en el que se presupone un cierto conocimiento de las reglas para poder participar). Por otro lado, los tipos de juego se pueden clasificar en función de si el premio es inmediato (por ejemplo, las máquinas recreativas) o demorado (como ocurre en la lotería). Además, los juegos en los que el premio es inmediato, así como aquellos en los que el apostante percibe la habilidad como un aspecto crucial, presentan un potencial adictivo mayor (Blaszczynski y Nower, 2002). Existe también otra forma de clasificar los tipos de juego según el canal: online o presencial (u offline)
Epidemiología
Las cifras de prevalencia del trastorno de juego son muy heterogéneas debido a que la disponibilidad y popularidad de los juegos de azar varía entre países. En el caso específico de España, se ha observado que el 0,9 % de la población desarrolla un trastorno de este tipo a lo largo de la vida y un 4,4 % de los españoles refiere conductas de juego problemáticas (DGOJ, 2015).
La conducta de juego suele empezar durante la adolescencia y cumple habitualmente una función de socialización. Si bien el trastorno es más prevalente en población joven, un número importante de personas de edad avanzada muestran también problemas con el juego (Menchon et al., 2018).
El trastorno de juego afecta a más hombres que mujeres. Diversos estudios epidemiológicos, tanto en población general como en población clínica, apuntan a que los hombres presentan probabilidades entre dos y tres veces mayores de desarrollar un trastorno de este tipo, en comparación con las mujeres. Sin embargo, debido al mayor estigma social derivado de los problemas de juego en mujeres, estas tenderían a ocultar las conductas problemáticas con mayor frecuencia, por lo que podrían estar infrarrepresentadas en los estudios de prevalencia (Kaufman et al., 2017).
También se observan diferencias de género respecto al tipo de juego: las mujeres son más proclives a participar en juegos no estratégicos (como las máquinas recreativas con premio o el bingo) y a utilizar el juego como forma de regular estados emocionales negativos (Hing et al., 2016). Asimismo, se ha descrito un patrón temporal distinto en cuanto a la evolución de este trastorno. Mientras que los hombres suelen iniciarse en el juego a edades más tempranas y transcurren más años hasta que desarrollan un juego problemático, en el caso de las mujeres, en cambio, suelen empezar a jugar a edades más tardías. Sin embargo, el tiempo que transcurre entre que empiezan a jugar de forma recreativa hasta que desarrollan una problemática relacionada con el juego es mucho más breve, fenómeno denominado como efecto telescopio (Grant et al., 2012). También se han descrito perfiles y características específicas de los jugadores en función de si prefieren el canal online o presencial. Los jugadores online son más jóvenes, con un mayor nivel de estudios y nivel adquisitivo, y presentan un patrón de apuestas de mayor cuantía en comparación con los jugadores presenciales (Jiménez-Murcia, Granero, Fernández-Aranda, Stinchfield et al., 2019).
Factores de riesgo y protección
Se han identificado una variedad de factores que podrían incrementar la posibilidad de desarrollar problemas relacionados con el juego.
Factores individuales
Dowling et al. (2017) realizaron una revisión sistemática en la que se identificaron una serie de factores de riesgo individuales, entre los que destacan la frecuencia de consumo de alcohol y tabaco, el uso de drogas ilegales, conductas antisociales, depresión, género masculino, número de juegos problemáticos, gravedad del trastorno, violencia y déficits de regulación emocional.
A pesar de que tradicionalmente se ha considerado que los jóvenes presentan mayor riesgo de desarrollar una conducta problemática de juego, más recientemente el interés de los investigadores se ha orientado al estudio de la población de edad avanzada. En este sentido, una motivación destacada para recurrir al juego es el acceso limitado a otras actividades reforzadoras. Estos factores, junto con disponer de ingresos estables y perspectivas limitadas de ganancias futuras, convierten a los adultos de mayor edad en un grupo extremadamente vulnerable (Granero, Jiménez-Murcia et al., 2020). En cuanto a factores de protección, se han identificado determinadas características individuales como el estatus socioeconómico y el nivel de estudios.
Determinados rasgos de personalidad podrían considerarse también factores de riesgo para el desarrollo o mantenimiento del trastorno de juego. En concreto, una elevada evitación del daño (o neuroticismo), junto a bajos niveles de autodirección, dificultades en la toma de decisiones y la planificación, así como elevada impulsividad y búsqueda de sensaciones (Jiménez-Murcia et al., 2015).
De hecho, la literatura sugiere que este trastorno es una condición heterogénea. Sin embargo, dimensiones de impulsividad relacionadas con la inhibición motora, las alteraciones a nivel atencional o la impulsividad de elección parecen ser características clínicas habituales en esta patología (Ioannidis et al., 2019). Por tanto, la impulsividad sería interpretada como una función cognitiva independiente que se vería alterada en el trastorno de juego y correspondería a diferentes sustratos biológicos dentro del circuito fronto-estriatal (Ioannidis et al., 2019). Otra interpretación sería la impulsividad a nivel fenotípico latente, es decir, la tendencia generalizada a llevar a cabo acciones apresuradas, inapropiadas y prematuras que podrían predisponer al sujeto a desarrollar este trastorno (Ioannidis et al., 2019).
El conocido modelo de subtipos o pathways de Blaszczynski y Nower (2002) sugiere que existirían tres grupos distintos de individuos con predisposición para tener problemas de juego: los condicionados conductualmente, los emocionalmente vulnerables y los impulsivos antisociales. Las motivaciones relacionadas con el juego pueden diferir entre estos grupos; por ejemplo, los condicionados conductualmente jugarían debido a los efectos de las distorsiones en la probabilidad de ganar y a malas decisiones; los individuos emocionalmente vulnerables utilizarían la conducta de juego como refuerzo negativo, para escapar de estados de ánimo negativos, y aquellos individuos con un perfil impulsivo-antisocial emplearían el juego como una herramienta de refuerzo positivo. Estudios posteriores realizados con poblaciones clínicas y comunitarias han confirmado la utilidad de este modelo explicativo (Jiménez-Murcia, Granero, Fernández-Aranda, Stinchfield, et al., 2019).
Factores socioambientales
Se han identificado, por un lado, factores de riesgo relacionales como el comportamiento antisocial entre pares, y, por otro, comunitarios como el bajo rendimiento académico. La supervisión de los padres, las creencias religiosas y la espiritualidad estarían consideradas factores de protección (Dowling et al., 2017).
Contrario a lo esperado, los problemas en las relaciones sociales también se han identificado como factor protector en el desarrollo posterior del problema de juego, lo que sugiere que los jóvenes que tienen facilidad en establecer relaciones sociales corren un mayor riesgo de jugar de forma problemática (Yücel et al., 2015) ya que socializar puede resultar una vía de desarrollo del problema de juego.
Factores neurobiológicos
La relativa escasez de estudios en el ámbito de la neuroimagen y la genética, así como la falta de investigaciones traslacionales en modelos animales y humanos, dificultan la comprensión de la neurobiología del trastorno de juego.
Sin embargo, el modelo de «interacción persona-afecto-cognición-ejecución» (I-PACE; Brand et al., 2019) proporciona un marco teórico integral para comprender e investigar el desarrollo y mantenimiento de las conductas adictivas considerando que son el resultado de interacciones entre los individuos, es decir, sus características concretas (relacionadas con la personalidad, genética, psicopatología, motivaciones específicas, etc.) y las reacciones específicas ante determinados aspectos situacionales, como las respuestas afectivas y cognitivas frente a situaciones y las señales relacionadas con el comportamiento. Desde este punto de vista, algunos autores han sugerido una disfunción de las regiones relacionadas con el control ejecutivo, la recompensa, la tendencia a realizar una acción y la red de hábitos en situaciones en que está presente una reacción ante un estímulo y un control inhibitorio en diferentes tipos de adicciones comportamentales sin sustancia (Antons et al., 2020).
Los estudios que han investigado la participación de los neurotransmisores en el desarrollo y mantenimiento de este tipo de adicciones sugieren posibles contribuciones de la serotonina, los opioides y el sistema dopaminérgico; este último implicado en mayor grado en adicciones comportamentales sin sustancia en personas con enfermedad de Parkinson. Aun así, las interacciones complejas entre los sistemas de neurotransmisores y las redes neuronales pueden participar de manera diferente en las etapas de los procesos adictivos (Antons et al., 2020).
Además, se ha sugerido que determinados factores genéticos podrían estar implicados en el trastorno de juego, especialmente al observar elevadas tasas de transmisión familiar y la eficacia de los opioides antagonistas y agonistas parciales en su tratamiento y en el de los trastornos por uso de sustancias. Asimismo, se han hallado similitudes entre el trastorno por uso de sustancias y de juego en lo que se refiere a vulnerabilidades genéticas, marcadores biológicos y déficits cognitivos (Rash et al., 2016), lo que ha puesto de manifiesto la existencia de un sustrato neurobiológico compartido entre ambos trastornos. Por otro lado, la ínsula estaría también implicada en las ganas de jugar y ha sido propuesta como un objetivo neurobiológico en las intervenciones para el trastorno de juego (Limbrick-Oldfield et al., 2017).
Sintomatología clínica
El trastorno de juego está asociado a una serie de características clínicas muy específicas. Por un lado, los individuos con este trastorno pueden presentar inquietud e irritabilidad al intentar reducir o eliminar la conducta de juego, con repetidos intentos fallidos, preocupación por el juego (reviven experiencias de juego pasadas, planifican la próxima apuesta o piensan en cómo obtener dinero para apostar) y, a menudo, conductas de juego motivadas por la presencia de ansiedad (culpabilidad, indefensión…). Por otro lado, también se ha descrito en los jugadores problemáticos la tendencia a volver a jugar después de haber perdido dinero (para recuperar las pérdidas) y mentir para ocultar el alcance de la participación en el juego, así como poner en riesgo las relaciones laborales, personales o familiares, la dependencia económica de los otros para aliviar una situación financiera desesperada causada por el juego, o la comisión de actos ilegales como consecuencia de esta actividad. A pesar de que esta última característica ya no está contemplada en los criterios diagnósticos del DSM-5 (APA, 2013), los estudios apuntan que un 25 % de los pacientes con este trastorno han cometido actos ilegales como consecuencia de sus problemas con el juego (Mestre-Bach et al., 2018), además de considerarse una característica clínica asociada a la gravedad del trastorno.
Además, el trastorno de juego puede estar asociado a factores psicológicos específicos como las distorsiones cognitivas (Granero, Fernández-Aranda, et al., 2020). Las más habituales serían las creencias erróneas, es decir, pensar que los sucesos pasados afectan a los futuros en lo relativo a actividades aleatorias (falacia del jugador). Otras están relacionadas con percibir las pérdidas como cercanas a una victoria o sentir que uno puede ser capaz de controlar eventos sobre los cuales uno no tiene control (ilusión de control). Un estudio multicéntrico reciente, realizado con 512 pacientes mayores de 18 años vinculados a dispositivos asistenciales públicos o asociaciones de jugadores de todo el país, mostró que las distorsiones cognitivas, tanto en hombres (n = 473) como en mujeres (n = 39), son uno de los factores más estrechamente asociados a la gravedad del trastorno (Jiménez-Murcia et al., 2020).
Los trastornos del estado de ánimo y del uso de sustancias son las comorbilidades más habituales. Aunque con menor prevalencia, también se observan comorbilidades con el trastorno por déficit de atención e hiperactividad y con otras adiciones comportamentales como el uso problemático de videojuegos o la compra compulsiva (Ford y Hakansson, 2020). Además, las personas con trastorno de juego presentan un mayor riesgo de cometer actos suicidas que la población general. Más específicamente, se estima que la mitad de las personas en tratamiento presentan ideación suicida y en torno a un 17 % ha realizado un intento suicida (APA, 2013).
Respuesta al tratamiento
El trastorno de juego puede tratarse con éxito (Jiménez-Murcia, Granero, Fernández-Aranda, Aymamí, et al., 2019) desde distintas opciones terapéuticas. A nivel psicológico, las propuestas que han tenido mayor impacto han sido las terapias cognitivas y la terapia cognitivo-conductual, a veces combinadas con otro tipo de abordajes, como las terapias motivacionales o las terapias de tercera generación, como el mindfulness (Sancho et al., 2018). Por un lado, las terapias cognitivas estarían enfocadas a modificar las distorsiones cognitivas propias del trastorno, especialmente asociadas al concepto de azar (Ledgerwood et al., 2020). Por otro lado, la terapia cognitivo-conductual integraría la terapia cognitiva junto con intervenciones a nivel conductual, a fin de identificar los factores externos que desencadenarían la conducta de juego, y potenciar conductas alternativas para hacer frente a estos (Jiménez-Murcia, Granero, Fernández-Aranda, Aymamí et al., 2019). Finalmente, las intervenciones motivacionales se centrarían en mejorar la participación en el tratamiento de las personas con trastorno de juego y abordar la posible ambivalencia que puedan experimentar.
En cuanto a opciones farmacológicas, se han sugerido tres posibles opciones en función de su acción neurofarmacológica y las características clínicas del paciente: antidepresivos, antagonistas opioides (especialmente la naltrexona) y estabilizadores del estado de ánimo, aunque todavía no se han obtenido resultados concluyentes al respecto (Menchon et al., 2018).
Parece que no todas las opciones terapéuticas tienen la misma eficacia. La terapia cognitivo-conductual habría demostrado un mayor efecto, mientras que la eficacia de la farmacoterapia parece ser menor, sobre todo a largo plazo. Por tanto, se requeriría un mayor estudio de ambos tipos de intervenciones y su posible combinación a fin de disponer de tratamientos adaptados a cada paciente. Además, habría que adaptar los tratamientos teniendo en cuenta la evolución de los distintos tipos de juego, como por ejemplo el incremento notable del juego online.
Al analizar la eficacia de los distintos tratamientos debe tenerse en cuenta que el concepto de respuesta al tratamiento no está correctamente definido, por lo que ha sido evaluado de forma inconsistente. Tampoco se ha llegado a un acuerdo sobre qué implicaría la recuperación del trastorno. Mientras algunos autores abogan por la abstinencia completa de cualquier tipo de juego con apuesta, otros consideran que el objetivo terapéutico central sería conseguir un control sobre la conducta de juego, sin la necesidad de eliminarla totalmente. Esta falta de consenso dificulta llegar a conclusiones claras en esta línea.
Recientemente, Pickering et al. (2018) han publicado una revisión sistemática sobre la respuesta al tratamiento en el trastorno de juego. En ella los autores tienen en cuenta los tres ámbitos esenciales a evaluar. El primero de ellos contemplaría todos aquellos aspectos asociados a la conducta de juego (por ejemplo, su frecuencia y las pérdidas financieras mensuales asociadas). El segundo ámbito contemplaría las consecuencias negativas derivadas de la conducta de juego, especialmente en la salud del propio paciente, sus relaciones interpersonales y posibles consecuencias legales. Finalmente, la evaluación de los procesos de cambio terapéutico contemplaría aspectos como la reducción de las distorsiones cognitivas relacionadas con este trastorno.
Los autores observaron que se ha producido una evolución en el ámbito de la investigación, dado que en los últimos años los estudios están incorporando una amplia gama de dominios, evidenciando que el constructo recuperación es multidimensional. Por tanto, al analizar respuesta al tratamiento, además de tener en cuenta una reducción de la sintomatología, deben analizarse aspectos asociados con el bienestar mental, físico y social de los pacientes.
Sin embargo, la mayoría de los criterios de evaluación de la recuperación de los pacientes se han adaptado del ámbito del uso de sustancias, por lo que casi ningún estudio incluido en la revisión contempló la situación financiera o las deudas asociadas a la conducta de juego como factores de recuperación. Estos aspectos serían cruciales porque evidenciarían el posible deterioro asociado al juego y, además, no desaparecerían con la abstinencia.
Finalmente, habría que tener en cuenta que un número limitado de personas con trastorno de juego buscan tratamiento. De hecho, se hipotetiza que menos del 15 % acaban recibiéndolo. Ello se debe a múltiples factores, como la limitada disponibilidad de servicios o la falta de cobertura de seguros en numerosos países. Sin embargo, esta es una cuestión directamente asociada a las características de los sistemas sanitarios y, en España, por ejemplo, se disponen de unidades especializadas que dependen del sistema nacional de salud, además de múltiples asociaciones de jugadores rehabilitados, la mayoría vinculadas a la Federación Española de Jugadores Rehabilitados (FEJAR). No obstante, se requerirían esfuerzos, desde una perspectiva multidisciplinar, para garantizar a las personas que padecen este trastorno un adecuado acceso a las distintas opciones terapéuticas existentes.
Conclusiones
El trastorno de juego es una patología que está siendo cada vez más estudiada, debido a su creciente prevalencia en todo el mundo, muy relacionada con la aparición de nuevas formas de juego basadas en internet. Asimismo, se trata de una importante actividad económica, para operadores y administraciones que, además, se ha convertido en muy popular entre los jóvenes, especialmente las apuestas deportivas, que gozan de mayor aceptación social y conllevan menor percepción del riesgo. Esta situación preocupa a la sociedad en general y son múltiples los estudios que alertan de esta problemática y de la necesidad de llevar a cabo políticas más estrictas de regulación y de prevención. Sin embargo, dada la heterogeneidad clínica que este trastorno presenta y las diferencias según edad, género y cultura, se necesitan más estudios que ahonden en posibles fenotipos, así como en abordajes terapéuticos efectivos. Pero, por todo lo destacado hasta ahora, de lo que no cabe duda es de que el juego es una actividad que puede convertirse en un trastorno grave, en una adicción comportamental, y que toda la sociedad es responsable de tomar las medidas adecuadas para prevenirla y para minimizar el impacto de sus consecuencias.
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