Más allá del calentamiento global
Océanos estresados globalmente en el Antropoceno
La huella de las actividades humanas sobre el planeta es tan profunda que muchos científicos ya sugieren que hemos entrado en una nueva época geológica, el Antropoceno. De entre estas actividades, las que vienen acompañadas de grandes emisiones de dióxido de carbono (CO2) afectan de una manera global a todo el planeta y, sobre todo, a los océanos. Estos, además de calentarse, se vuelven progresivamente más ácidos y menos oxigenados. En este artículo discutimos el alcance de estos estreses globales sobre los océanos después de contextualizar este desorbitado aumento antropogénico de CO2 y de ver cómo se distribuye. Acabamos con una discusión sobre posibilidades de mitigación a través de los propios océanos, recalcando la necesidad imperiosa y urgente de atacar el problema, sobre todo durante esta década que hemos empezado.
Palabras clave: Antropoceno, calentamiento, acidificación, desoxigenación, cambio global.
El aumento desorbitado de CO2 en la atmósfera
Uno de los ejemplos más gráficos y palpables para ayudar a entender la magnitud del problema de las emisiones antropogénicas de CO2 es la comparación de las concentraciones atmosféricas de este gas de efecto invernadero en las últimas décadas con las del pasado. Tenemos datos instrumentales modernos desde que Charles David Keeling, de manera pionera, empezó a tomar medidas, ahora hace más de sesenta años, en Mauna Loa, Hawái, a 3.400 m de altitud, e inició lo que ahora se conoce como la curva de Keeling.
Su primer análisis, en marzo del año 1958, dio 313 ppmv (partes por millón en volumen). Desde entonces, las concentraciones de CO2 en la cima de esta cumbre –elegida para obtener un valor medio de la atmósfera, sin influencia de zonas industriales próximas o de grandes masas de vegetación– han aumentado de manera continua y progresiva, siguiendo pequeños ciclos anuales, y atravesaron la barrera de las 400 ppm en mayo de 2013. La media durante el año 2019 fue de 411 ppm y, en los últimos años, el CO2 atmosférico ha ido aumentando entre 2 y 3 ppm cada año.Para periodos anteriores al inicio de la curva de Keeling, antes del año 1958, disponemos de unos testigos valiosísimos en el hielo que se ha ido acumulando durante centenares de miles de años en la Antártida (Alley, 2014). A medida que este hielo se va compactando, el aire queda atrapado en su interior en forma de pequeñas burbujas, que preservan un registro extraordinario de la composición de la atmósfera en el pasado. En algunas zonas de la Antártida llegamos a encontrar acumulaciones de más de tres kilómetros de hielo. Fue a principios de la década de los ochenta cuando, a través del estudio de estos testigos de hielo, se descubrió que, en la última época glacial, ahora hace aproximadamente 20.000 años, la concentración de CO2 en el aire había sido significativamente inferior a la actual (Delmas, Ascencio y Legrand, 1980). Tras prácticamente treinta años de estudio de nuevos testigos de hielo, se consiguió un registro continuo del CO2 atmosférico para los últimos 800.000 años, que incluía una serie de ciclos glacial/interglacial (Lüthi et al., 2008). Recientemente, se ha conseguido determinar las concentraciones de CO2 a través del análisis de hielo antártico para periodos anteriores, de hasta dos millones de años, pero todavía no disponemos de un registro continuo que abarque tanto tiempo (Yan et al., 2019).
«El CO2 que absorben los océanos interviene en una serie de equilibrios químicos y provoca una progresiva acidificación de sus aguas»
Tal y como se puede observar en la Figura 1, el registro continuo de CO2 atmosférico para los últimos 800.000 años muestra valores que oscilan entre las 180 ppm durante los periodos glaciales, fríos, y las 280 ppm durante los interglaciales, cálidos. En este contexto, los valores actuales, ya superiores a 410 ppm, quedan claramente fuera de escala en la variabilidad natural del CO2 atmosférico, como mínimo, para los últimos 800.000 años. En función de los modelos socioeconómicos del futuro, de las políticas energéticas y del aumento de la población, la concentración de CO2 en la atmósfera tomará diferentes trayectorias, que podrían sobrepasar las 1.000 ppm a finales de siglo según los escenarios más pesimistas, o alcanzar valores inferiores a las 500 ppm según los más optimistas (Fuss et al., 2014).
¿Cómo se distribuye este CO2?
Fundamentalmente, el CO2 que emitimos los humanos a la atmósfera se distribuye en tres grandes compartimentos: atmósfera, continentes y océanos (Figura 2). Durante el periodo 2009-2018, se calcula que el 44 % del CO2 emitido fue a parar a la atmósfera, el 29 % a los continentes a través de su fijación por las plantas terrestres, y el 23 % lo absorbieron los mares y océanos, con un 4 % restante que representa el desajuste que existe actualmente entre el cómputo de las emisiones globales y el de sus sumideros (Friedlingstein et al., 2019). Estos cómputos se hacen de forma independiente y, debido a las incertidumbres que presentan, a menudo emisiones y sumideros no coinciden perfectamente.
«Los océanos y los ecosistemas marinos se ven afectados por múltiples estreses relacionados con las actividades humanas»
Un desajuste positivo, como en este caso, quiere decir que, o las emisiones se están sobrevalorando, o las estimaciones de los sumideros son menores a las reales. Es de agradecer, por lo tanto, que no todo el CO2 que emitimos los humanos a través de la quema de combustibles fósiles quede acumulado en la atmósfera y, en especial, que las plantas terrestres y las aguas de los océanos lo absorban. En caso de que no fuera así, la concentración de CO2 en la atmósfera sería significativamente más alta, y acentuaría, por tanto, el efecto invernadero y el calentamiento global del planeta. Sin embargo, tal y como se comenta más adelante, el CO2 que absorben los océanos interviene en una serie de equilibrios químicos y provoca una progresiva acidificación de sus aguas que condicionan el desarrollo de muchos organismos marinos.
Estreses globales relacionados con el aumento de CO2
Hoy en día, los océanos y los ecosistemas marinos se ven afectados por múltiples estreses relacionados con las actividades humanas, con impactos que se manifiestan tanto a escala local como global. Ejemplos de estas presiones incluyen la sobrepesca, la contaminación, las técnicas de pesca destructivas, la eutrofización (aumento de nutrientes), la destrucción del hábitat, las invasiones de especies y el tráfico marítimo, entre otros. Además de estas presiones, existen tres en especial que tienen una estrecha relación con las emisiones de CO2 y el cambio climático y que se manifiestan, en general, de una forma muy global en todos los mares y océanos: el calentamiento, la acidificación y la desoxigenación (Gruber, 2011).
Océanos más calientes
Sin ningún tipo de duda –y los informes del Grupo Intergubernamental sobre el Cambio Climático (IPCC, en sus siglas en inglés) cada vez son más claros y contundentes al respecto, el aumento desorbitado de CO2 en la atmósfera está provocando el calentamiento global de la Tierra. Se calcula que, desde el inicio de la industrialización, la temperatura global de la superficie de la Tierra ya se ha calentado un grado centígrado, aproximadamente. En el caso de los océanos, buena parte del exceso de calor que experimenta la Tierra a causa del efecto invernadero, alrededor del 90 %, queda retenido en sus aguas, cuya superficie se ha calentado, de media, unos 0,6-0,8 ℃ desde la época preindustrial hasta los años 2010. Dependiendo de los escenarios de emisiones futuras, las temperaturas superficiales marinas podrían aumentar entre 0,7 ℃ y 2,6 ℃ más, de media, a finales del siglo XXI, según los escenarios más optimistas o pesimistas, respectivamente, tal y como recopila un informe específico reciente del IPCC sobre los océanos y la criosfera (IPCC, 2019). En menor proporción, pero ya muy medible instrumentalmente, las aguas profundas de los océanos también están experimentando calentamiento, incluso por debajo de los 4.000 m, especialmente en la zona del océano Austral.
«Buena parte del exceso de calor que experimenta la Tierra a causa del efecto invernadero queda retenido en las aguas de los océanos»
Este calentamiento de las aguas está impactando de manera importante en ecosistemas como los arrecifes de coral tropicales y el coralígeno del Mediterráneo, los bosques marinos, como las praderas de posidonia o los bosques de kelp, y las especies del fitoplancton, entre otros. Las olas de calor marinas, por ejemplo, cada vez más frecuentes, provocan episodios de blanqueamiento de coral y mortalidades masivas de especies sésiles. En la Gran Barrera de Coral, en la costa nororiental de Australia, por ejemplo, la ola de calor marina del 2016 provocó la muerte de una tercera parte de los corales más superficiales (GBRMPA, 2017).
Océanos más ácidos
Además del calentamiento global de las aguas marinas, desde hace aproximadamente quince años se ha estudiado con intensidad otra problemática global que también tiene su raíz en el aumento desorbitado del CO2 atmosférico. A medida que este gas de efecto invernadero se disuelve en el agua de mar, interviene en una serie de reacciones químicas, los equilibrios entre el ácido carbónico y los iones bicarbonato y carbonato, lo cual resulta en un aumento de la concentración de protones, es decir, en un aumento de la acidez o corrosividad de las aguas. Se calcula que el pH del agua superficial de los océanos ha disminuido, de media, unas 0,1 unidades desde la época preindustrial hasta la década de 2010 (Pelejero, Calvo y Hoegh-Guldberg, 2010). Durante las últimas décadas, el pH está disminuyendo a velocidades de entre 0,017 y 0,027 unidades por década y, dependiendo de los escenarios de emisiones futuras, el pH superficial marino podría disminuir entre 0,04 y 0,29 unidades más, de media, a finales del siglo XXI, según los escenarios más optimistas o pesimistas, respectivamente (IPCC, 2019) (Figura 3).
Este cambio en la química de las aguas comporta muchas repercusiones para los organismos marinos, sobre todo para los que construyen estructuras de carbonato cálcico, como los corales, bivalvos, gasterópodos, crustáceos y las algas cocolitoforales. En condiciones de mayor acidez estos organismos suelen tener más dificultad para construir sus caparazones, estructuras y esqueletos que, a su vez, son también más propensos a deteriorarse y disolverse. La acidificación es un estrés global adicional al del calentamiento y, a menudo, los dos interaccionan de manera sinérgica en las afectaciones de los organismos marinos. Los corales tropicales, por ejemplo, que ya se ven afectados de forma muy significativa por el calentamiento global, cuando además añadimos la acidificación, que hace que sus estructuras sean más frágiles y vulnerables, tienen menos opciones de recuperarse, por ejemplo, tras un acontecimiento de blanqueamiento (Figura 4).
Océanos menos oxigenados
Más recientemente, entre los últimos cinco y diez años, un tercer estrés global que está centrando también mucha atención de la comunidad científica marina es la progresiva desoxigenación de las aguas.
«Algunos trabajos apuntan que, durante las últimas cinco décadas, el contenido de oxígeno de los océanos ha disminuido en un 2 %»
Este fenómeno también está estrechamente relacionado con el aumento de CO2 en la atmósfera y el cambio climático. En parte, es debido al calentamiento de las aguas. Cuanto más caliente está el agua, menos solubles son los gases disueltos en ella. En condiciones de más temperatura, el oxígeno gas tiene más tendencia a salir del agua hacia el aire. A diferencia del calentamiento y la acidificación, que se manifiestan de forma más intensa en la superficie de los océanos, la problemática de la desoxigenación global, a mar abierto, es más importante en zonas profundas; las capas más superficiales suelen estar muy oxigenadas. También hay una dependencia de la cuenca oceánica. El océano Atlántico, por ejemplo, está mejor ventilado y, por tanto, mejor oxigenado que el océano Índico o el Pacífico, que es el que muestra unos niveles más bajos de oxígeno, sobre todo en las capas intermedias. Los niveles de oxígeno en el océano Pacífico ecuatorial, entre unos 200 y 1.000 m de profundidad, son especialmente bajos.
En cuanto a los animales marinos, en estas regiones pobres en oxígeno únicamente encontramos especies adaptadas a vivir en estas condiciones químicas, como por ejemplo determinadas especies de peces demersales, o algunos cefalópodos como el calamar gigante. El calentamiento de las aguas también resulta en una mayor estratificación de la columna de agua y menor ventilación, lo que contribuye también a la progresiva desoxigenación. Además, unas condiciones más calientes intensifican el metabolismo de los organismos marinos, con el consiguiente incremento de la demanda de oxígeno para la respiración. En algunas zonas costeras, la producción excesiva de materia orgánica debida a procesos de eutrofización también puede dar lugar, localmente, a zonas con niveles bajos de oxígeno. Algunos trabajos apuntan que, durante las últimas cinco décadas, el contenido de oxígeno de los océanos ha disminuido en un 2 % (Schmidtko, Stramma y Visbeck, 2017). Dependiendo de los escenarios de emisiones futuras, las concentraciones de oxígeno disuelto en la columna de agua de los océanos podrían disminuir entre un 1,8 % y un 3,5 % más, de media, a finales del siglo XXI, según los escenarios más optimistas o pesimistas, respectivamente (IPCC, 2019) (Figura 5).
Cómo atacar el problema: acuerdos internacionales
En la Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático celebrada en 2015 en París, se llegó a un importante acuerdo internacional para reducir las emisiones de CO2, que entró en vigor a finales del año 2016. Este acuerdo pretendía que los países desarrollados se comprometieran a reducir progresivamente las emisiones con el objetivo de mantener el aumento de la temperatura media mundial por debajo de 2 ℃ respecto a los valores preindustriales, teniendo en cuenta que, actualmente, el incremento es ya de 1 ℃. Sin embargo, los compromisos adoptados hasta el momento por los diferentes países nos dejan todavía lejos del objetivo de París. Con posterioridad, un informe especial (IPCC, 2018) alertó de que este calentamiento de 2 ℃, a pesar de ser un objetivo ambicioso, no era suficiente para evitar el desencadenamiento de cambios irreversibles. En especial, y en relación con los océanos, era vital limitar el calentamiento a 1,5 ℃ para reducir los riesgos para la biodiversidad marina, la pesca y los ecosistemas marinos, así como sus funciones y los servicios ecosistémicos que nos proporcionan a los humanos.
Entre los efectos del cambio climático y los ecosistemas que corren más riesgo, se mencionaban la reciente y alarmante disminución en la extensión del hielo marino del Ártico y de los ecosistemas asociados a los arrecifes de coral tropicales. El acuerdo de París, por tanto, es un buen acuerdo internacional de partida para atacar la raíz del problema de todos estos cambios globales que hemos comentado, que son las desorbitadas emisiones antropogénicas de CO2 pero, idealmente, se debería ser mucho más drástico con la reducción de emisiones. De hecho, tal y como se denuncia en informes y artículos científicos (véase Höhne et al., 2020; United Nations Environment Programme, 2019), en la última década se ha hecho muy poco en materia de políticas de los países para avanzar en esta dirección.
Posibles soluciones en los propios océanos
De cara a reducir las emisiones de CO2 y otros gases con efecto invernadero, de hecho, en los propios océanos podemos encontrar algunas de las soluciones. Esto es lo que se sugiere, por ejemplo, en un informe reciente que propone una serie de campos de acción con base en los océanos para la mitigación de las emisiones (Hoegh-Guldberg, 2019). Los océanos ofrecen, por ejemplo, un gran potencial en energías renovables, a través del aprovechamiento de la energía asociada con las corrientes marinas, las mareas y las olas, o con la instalación de campos eólicos marinos. Sin embargo, hay que tener en cuenta que muchas de estas están todavía en fase de investigación o piloto y que, por tanto, hay que hacer un gran esfuerzo de investigación y de implementación. Por otro lado, es esencial reducir las emisiones derivadas del transporte marítimo, que hoy en día representan aproximadamente el 2-3 % de todas las emisiones antropogénicas de CO2, y esto se puede conseguir aumentando la eficiencia energética, es decir, disminuyendo la energía necesaria para mover los barcos, o sustituyendo los combustibles fósiles por otros combustibles que no producen emisiones de carbono (por ejemplo, hidrógeno, amoníaco o algunos biocombustibles). En cuanto a la captación de carbono por parte de los océanos, los llamados bosques marinos, que incluyen ecosistemas costeros como los bosques de kelp, praderas de posidonia (Figura 6), humedales o manglares, son muy eficaces como sumideros de carbono (el llamado carbono azul), y capturan, por hectárea, diez veces más de carbono que ecosistemas terrestres como, por ejemplo, los bosques tropicales (Mcleod et al., 2011).
«El cambio en la química de las aguas comporta muchas repercusiones para los organismos marinos, sobre todo para los que construyen estructuras de carbonato cálcico»
La protección de estos ecosistemas, muy degradados por las actividades antrópicas y por el calentamiento global, es clave para contribuir a la reducción de CO2, además del papel importante que tienen estos ecosistemas en la producción de oxígeno y en la protección de la costa frente a temporales marinos, ciclones y tsunamis y a la subida del nivel del mar debida al cambio climático. Relacionado también con organismos marinos, los cultivos de macroalgas presentan gran potencial para sustituir compuestos necesarios derivados del petróleo o, incluso, como posible complemento alimentario para reducir las emisiones de metano de los rumiantes (Machado et al., 2016).
Hay que actuar urgentemente
Esta década que ahora empieza es clave para tratar de revertir el problema o minimizar lo más posible sus efectos. Tal y como se dice en el último informe sobre la brecha de emisiones del programa de la ONU para el medio ambiente (United Nations Environment Programme, 2019), tenemos muy poco margen de maniobra; no nos podemos permitir una nueva década como la última, sin tomar acciones drásticas, o será imposible lograr el objetivo de calentamiento máximo de 1,5 ℃ e, incluso, el de 2,0 ℃ (Höhne et al., 2020). Hacen falta medidas urgentes y concertadas entre todos los países y todos los sectores. Hay que ampliar y fortalecer las políticas actuales en materia de eficiencia energética, fomentar un transporte y movilidad con las mínimas emisiones de CO2, y estimular de manera ambiciosa una transición hacia energías renovables, siendo siempre muy conscientes de la limitación de recursos del planeta, que no se limita solo a los combustibles fósiles. Somos la última generación capaz de evitar cambios irreversibles y catastróficos, y la primera que ya empieza a sufrir sus efectos. Y no tendríamos que perder de vista que la problemática del cambio climático y el cambio global solo se resolverá con una importante transformación social. Todos tendríamos que preguntarnos cuál es el mundo en el que queremos vivir y el mundo que queremos dejar a las futuras generaciones. Es muy importante que tomemos conciencia de todas estas problemáticas ambientales y de las afectaciones que tienen a escala planetaria, y que seamos conscientes de la magnitud de nuestra huella, muy equiparable a los procesos geológicos del pasado.
Referencias
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