¿Es la belleza un criterio de verdad?

Calidad genética o criterios estéticos, motores de la selección sexual en animales 

https://doi.org/10.7203/metode.13.24722

¿Perciben la belleza de las flores la abeja o el colibrí que se acercan para quedarse con su néctar? Es decir, ¿pueden los animales no humanos apreciarla? ¿Existe una verdad universal sobre la belleza? ¿O no es más que un atributo útil, un indicador de un rasgo valioso? Como ocurre con tantos otros fenómenos naturales, no hay una respuesta simple a estas preguntas. En el siguiente artículo analizamos diferentes aspectos sobre la selección sexual y su relación, o no, con los criterios estéticos y con el llamado principio del hándicap.

Palabras clave: selección sexual, belleza, biología evolutiva, evolución.

Anchiornis huxleyi es un dinosaurio del tamaño de un cuervo cuyos restos fósiles permitieron caracterizar su plumaje. Era predominantemente gris, con un moño castaño como una cresta de mohawk y plumas blancas largas con lentejuelas negras en las extremidades. Las plumas, anchas y planas, no eran buenas para volar.

Los primeros plumones habrían ayudado a Anchiornis a aislarse del exterior –del frío, la humedad o el calor– y mantener así la temperatura corporal dentro de unos límites confortables. Pero una cosa son los plumones y otra las plumas, sobre todo si son grandes y tienen, además, colores vistosos. Richard Prum, el líder del equipo investigador que publicó el hallazgo de los restos de plumas de colores, cree que la razón de ser de esas plumas es, lisa y llanamente, la belleza. Según él, eran así porque eran hermosas, susceptibles de ser admiradas por los miembros del otro sexo de esa misma especie. Esa sería la presión selectiva que ha impulsado la gran explosión estética de los reptiles aviares tras su aparición, así como, en menor medida, en otros grupos animales (Li et al., 2010).

De la belleza

Unos 155 millones de años después, los machos de miles de especies de aves, herederos de aquellos primeros dinosaurios emplumados, exhiben sus ornamentos ante las hembras para convencerlas de que se apareen con ellos. Además de resultarnos bellas, las plumas de las aves, junto con otros rasgos anatómicos y fisiológicos, habrían conferido a sus poseedores, después, la facultad de volar. Estética y utilidad habrían confluido, por tanto, en el plumaje de las aves.

En la misma época en que Anchiornis mostraba ufano su plumaje al mundo, hace unos 150 millones de años, muchas plantas dependían del viento para esparcir el polen que producían y así reproducirse. Pero ciertos insectos comenzaron a alimentarse de esos granos de polen ricos en proteínas y los transportaron de forma accidental de una planta a otra. La fecundación resultó ser mucho más eficiente por esa vía que por el movimiento del aire. Las plantas más ricas en polen fueron especialmente exitosas. Del mismo modo, los insectos más hábiles para encontrar polen también lo fueron.

A través de un proceso de coevolución, algunas plantas comenzaron a modificar sus hojas y surgieron las flores: estructuras que llamaban la atención de los polinizadores y los atraían. Las formas y colores llamativos las ayudaron a destacar sobre el fondo verde. Los aromas y la emisión de luz en una gama muy amplia de frecuencias –llegando al ultravioleta– generaron una respuesta acorde por parte de los polinizadores. El néctar proporcionó un incentivo en forma de aporte energético adicional. Los insectos, las aves y los mamíferos comenzaron a competir por el acceso a este, y desarrollaron alas, lenguas y encéfalos más adecuados para la búsqueda del sustento floral. Conforme se intensificaba la presión de ambas partes, las plantas y sus polinizadores establecieron relaciones cada vez más específicas, se lanzaron mutuamente hacia extremos estéticos y adaptativos: un pájaro diminuto, que zumba y revolotea como un insecto, o una orquídea que imita la apariencia y el olor de una abeja hembra.

Millones de años después, las flores nos fascinan. Nos cautivan sus colores, formas y aromas. ¿Por qué nos gustan? ¿Son, de la misma forma, hermosas para la abeja o el colibrí que se acercan para quedarse con su néctar? ¿Alguna de sus características ejerce un efecto semejante en la abeja, el colibrí o cualquiera de nosotros? Y de forma más general, ¿cuál es la esencia de la belleza? ¿Pueden los animales no humanos apreciarla? ¿Existe una verdad universal sobre ella?

Según el físico David Deutsch (2011), tal verdad existe: «Las flores nos gustan porque son bellas». No porque nos lo parezcan, sino porque lo son. A su juicio, además del componente subjetivo, que depende de diferentes circunstancias que afectan al observador, hay un componente objetivo en la belleza, de manera que, según él, no sería del todo cierto el conocido adagio «beauty is in the eye of the beholder» 1 («la belleza está en el ojo del observador»). Y el hecho de que las flores nos gusten a los seres humanos sería la prueba de que su belleza es un rasgo objetivo, dado que nos sentimos atraídos hacia ellas aunque no saquemos un provecho equivalente al que obtienen los polinizadores. Sostiene Deutsch que el recurso a estándares objetivos de belleza es la mejor forma de dificultar que puedan falsificarse las señales que utilizan en su comunicación los seres vivos (flores e insectos polinizadores en el caso que nos ocupa). La belleza de las flores no sería un efecto secundario accidental, porque los genes que se replican en mayor medida serían aquellos que incorporan la belleza objetiva. En una entrevista de K. Sainani (2015), para la revista Nature, llega a afirmar que hay verdades estéticas tan objetivas como las leyes de la física.

De la percepción de la belleza

Como en tantos otros casos, Charles Darwin ya se ocupó de esta cuestión, y lo hizo, además, en la que fue su segunda gran contribución a la historia del pensamiento humano, El origen del hombre. Sobre la belleza, afirma lo siguiente:

Sentido de la belleza. Se ha declarado que este sentido es peculiar del hombre. Me refiero aquí únicamente al placer que proporcionan determinados colores, formas y sonidos, y que pueden calificarse ciertamente de un sentido de lo bello; en los hombres cultos, sin embargo, dichas sensaciones se hallan íntimamente asociadas a ideas complejas y a series de pensamientos. Cuando contemplamos a un ave macho exhibiendo de manera compleja sus elegantes plumas o sus espléndidos colores ante la hembra, mientras que otras aves, que no están decoradas de esta forma, no efectúan esta exhibición, es imposible dudar de que la hembra admire la belleza de su pareja masculina. […] Si las hembras de aves hubieran sido incapaces de apreciar los hermosos colores, los adornos y la voz de sus compañeros masculinos, todos los esfuerzos y ansiedad que exhiben estos a la hora de mostrar sus encantos a las hembras se habrían desperdiciado, y esto es absolutamente imposible de admitir (Darwin,1877). 2

¿Percibe de igual manera la belleza de una flor el colibrí que se acerca a recolectar su néctar que un ser humano que la contempla?/ Foto: Chris Charles

En ese párrafo, y en numerosos otros pasajes de El origen del hombre, deja clara su opinión de que algunos animales tienen sentido de la estética y de que, por tanto, no existe un abismo entre la nuestra y las demás especies animales, sino que el continuo que existe en la naturaleza también se manifiesta en el sentido de la estética. Al expresarse en esos términos, Darwin estaba antropomorfizando; esto es, atribuía a otras especies rasgos genuinamente humanos, simplemente porque así se lo dictaba la apariencia de su comportamiento. De esta opinión es, por ejemplo, el filósofo Anthony O’Hear (citado en Buskes, 2006). Ahora bien, en un asunto como el que nos ocupa, ¿es posible evitar el antropomorfismo?

Cuando interactuamos con otra persona, no tenemos la seguridad de que nuestras percepciones y las suyas, ante los mismos estímulos sensoriales, sean las mismas. Dado que pertenecemos a la misma especie, lo normal es pensar que, ante un determinado estímulo, nuestros receptores responderán de forma muy similar. Pero una cosa es la recepción y otra la percepción. En esta intervienen la experiencia, la memoria, la cultura y hasta el estado anímico o emocional en que se encuentra el sujeto en el momento en que percibe un estímulo. Lo hace de formas diversas, desde el filtrado que realiza a través de un control eferente (top-down) por los centros de procesamiento encefálicos sobre los sistemas de filtrado sensorial en los propios receptores, hasta la elaboración central de percepciones en la que intervienen diferentes subsistemas o circuitos. La percepción convierte los estímulos sensoriales en estados mentales, genera imágenes, sonidos, olores… y mucho más, de un modo que es muy dependiente de la información contenida en el encéfalo con anterioridad (Kandel, 2016).3

Si, en vez de tratarse de individuos pertenecientes a la misma especie, son de dos especies diferentes, las cosas diferirán en mayor medida, de manera que cabría preguntarse, incluso, si las experiencias perceptivas son de alguna forma similares o, al menos, equivalentes. En este caso, además, no nos es dado ponernos en el lugar del otro individuo. A esta imposibilidad o dificultad es a la que ya hace casi medio siglo se refirió el filósofo Thomas Nagel cuando se preguntó, en un artículo que se ha convertido en pieza de culto, cómo es ser un murciélago (Nagel, 1974).

Nagel señala que si trata de imaginar en qué consiste para un murciélago ser un murciélago, él se ve limitado a los recursos de su propia mente, y esos recursos «son inadecuados para la tarea». Esto es, puede haber hechos para los que los seres humanos carezcamos de los conceptos que nos permitirían representarlos o comprenderlos. Es más, puede haber hechos que, incluso si viviésemos eternamente, nunca llegaríamos a representar o comprender, simplemente porque nuestra estructura no nos permite operar con los conceptos necesarios para ello. Abundando en la paradoja, se pregunta qué se puede entender por el carácter objetivo de una experiencia a la que no tenemos acceso. «¿Qué quedaría de lo que es ser un murciélago si se eliminase el punto de vista del murciélago?», se pregunta. De la misma forma que no es posible acceder a la experiencia perceptiva del murciélago, tampoco estamos en condiciones de atribuir a seres de otras especies sentientes la facultad de experimentar percepciones similares a las humanas. A estos efectos resulta muy útil la noción del umwelt (‘ambiente’ o ‘entorno’, en alemán). Hace referencia al mundo subjetivo de la percepción. Como dice Antonio José Osuna (2017), hay un umwelt para cada especie o para cada organismo; los umwelten son los distintos mundos perceptivos en los que viven las especies. El umwelt representa el modelo del mundo de un organismo; cada uno de sus componentes funcionales, que corresponden aproximadamente a características perceptuales, tiene un significado para el organismo. De hecho, Nagel se refiere, sin recurrir al término, al umwelt del murciélago por contraposición al humano.

Llegados a este punto, tenemos dos alternativas. Una es renunciar a proseguir con el análisis. La otra es indagar acerca del carácter de la percepción por parte de otras especies de aquello que los seres humanos juzgamos bello. Y a tal efecto, lo más operativo consiste en valorar, partiendo de su definición, si lo que perciben seres cuyos umwelten son tan diferentes de los nuestros es equivalente a la percepción que experimentamos nosotros. Esto es, no se trata de atribuir a, por ejemplo, un murciélago, una experiencia perceptiva como la nuestra, sino de indagar acerca de su procesamiento por el sistema nervioso central y sus implicaciones. Porque si los circuitos implicados en esa percepción realizan tareas equivalentes a las de los nuestros, estaríamos autorizados a pensar que quizás respondan de forma similar.

Según la Wikipedia, «la belleza se describe comúnmente como una cualidad de los objetos que hace que estos sean placenteros de percibir», y la RAE define lo bello como aquello «que, por la perfección de sus formas, complace a la vista o al oído y, por extensión, al espíritu». El Diccionario Oxford en línea, por su parte, define belleza como «la característica que resulta muy placentera o satisfactoria para la mente». Y en un contexto más formal, Chatterjee et al. (2022) señalan que «la estética comprende las interacciones con entidades o eventos que evocan sentimientos y emociones intensas, característicamente vinculadas al placer, incluyendo el arte, pero sin limitarse a ello». En todos los casos se hace referencia a la satisfacción que produce lo bello. Nos introducen así en la neurofisiología del placer y la motivación. Pues bien, en ese terreno, tenemos constancia de que los circuitos de recompensa se activan en animales no humanos en respuesta a la recepción de señales –visuales, auditivas u olfativas– emitidas por otros miembros de su misma especie para expresar preferencias y formar pareja reproductora (DeAngelis y Hofmann, 2020; Hoke et al., 2004). De lo anterior se sigue que, si cabe hablar de percepción de belleza por otras especies animales, no ha de limitarse a la de tipo visual o auditivo, sino que abarcaría a todas las formas posibles de recepción sensorial.

En esta línea y refiriéndose de forma explícita a los orígenes de la apreciación estética, Nadal y Cela-Conde (2022) afirman que «compartimos con muchos otros animales, primates y otros, muchos de los sistemas neurales que median los procesos cognitivos y afectivos implicados en la apreciación estética». Además, señalan:

Gran parte de la maquinaria neural que nos permite experimentar la belleza existía millones de años antes de los orígenes del linaje humano: es parte del kit cognitivo básico que faculta a los mamíferos –quizás incluso aves y reptiles– a estimar el valor de actuales o posibles objetos y situaciones significativas a la luz de la experiencia pasada y del estado actual. Lo que considerábamos «la capacidad humana para producir y apreciar la belleza» la vemos ahora como una entre muchas variaciones sobre el tema de un sistema de valoración hedónica; esto es, un sistema de regiones encefálicas compartidas por muchas especies que informa al organismo acerca de cuánto quiere o le gusta algo (Nadal y Cela-Conde, 2022).

Y Brown (2022) propone que el sistema estético del encéfalo evolucionó originalmente para valorar objetos de importancia biológica –sobre todo fuentes de alimento y parejas potenciales– y más adelante fue reclutado para la apreciación de obras arte, tales como pinturas y música.

Por tanto, si especies tan alejadas entre sí como la humana y, por ejemplo, la rana túngara, procesan en circuitos funcionalmente equivalentes estímulos que nosotros consideramos placenteros, podemos pensar que en ambas especies pueden dar lugar a un comportamiento de atracción similar y de ese comportamiento podría emerger algo equivalente a la percepción de la belleza. Recordemos, no obstante, la cautela de O’Hear (citado en Buskes, 2006): el hecho de que la valoración cualitativa de los estímulos sensoriales se produzca en sustratos neurológicos equivalentes desde el punto de vista funcional no indica nada sobre las experiencias mentales en sí, por lo que el enfoque reduccionista no podría explicar el sentido de la belleza.

De la utilidad de la belleza

En El origen del hombre, Darwin no solamente trató el origen de la especie humana, sino que también elaboró sus observaciones relativas al mecanismo mediante el que los animales adquieren caracteres sexuales secundarios; ornamentos, principalmente. Denominó a este mecanismo selección sexual. En sus palabras:

Hay otras muchas estructuras e instintos que deben haberse desarrollado mediante selección sexual; tales son: las armas ofensivas y los medios de defensa de los machos para luchar con sus rivales y expulsarlos; su valentía y belicosidad; sus diversos adornos; sus dispositivos para producir música vocal o instrumental; y sus glándulas para emitir olores. La mayoría de estas últimas estructuras solo sirven para atraer o excitar a la hembra. Es claro que estos caracteres son el resultado de la selección sexual y no de la selección ordinaria, puesto que los machos desarmados, no ataviados o poco atractivos tendrían el mismo éxito en la batalla por la vida y en dejar una prole numerosa si no fuera por la presencia de machos mejor dotados. (Darwin, 1877).4

La selección sexual comprende, por tanto, dos mecanismos diferentes y potencialmente contrapuestos. El primero, al que Darwin denominó la ley del combate, era la lucha entre individuos del mismo sexo –machos, normalmente– para controlar sexualmente a los del otro sexo. El segundo, que él denominó el gusto por lo bello, hacía referencia al proceso mediante el que los miembros de un sexo –hembras, normalmente– escogen sus parejas sobre la base de preferencias innatas. Los rasgos ornamentales por los que se guían las hembras como criterio de atracción incluyen desde cantos, plumajes coloridos y despliegues de aves, hasta la cara y los cuartos traseros azulados del mandril Mandrillus sphinx.

En el marco de la selección sexual, los miembros de un sexo –hembras, normalmente– escogen sus parejas sobre la base de preferencias innatas. En el caso del mandril (Mandrillus sphinx), los rasgos ornamentales que determinan estas preferencias son la cara y los cuartos traseros azulados./ Foto: Meg Jerrad

Con la selección sexual, Darwin halló una explicación para rasgos a los que no les encontraba sentido en el marco de la selección natural. Tal y como escribió al botánico Asa Gray el 3 de abril de 1860: «¡La simple vista de una pluma en la cola del pavo real me pone enfermo cada vez que la veo!» (Darwin, 1860). No entendía cómo se habían seleccionado rasgos muy llamativos, que podían incluso comprometer la supervivencia de su poseedor, si no reportaban ventaja alguna para la supervivencia. Hasta que se dio cuenta de que la clave estaba en la reproducción: los machos que se reproducían dejaban descendencia, de manera que era la elección de las hembras la que condicionaba todo el proceso.

Desde el momento en que Darwin publicó su teoría de la selección sexual, fue objeto de fuertes críticas. No era fácil que se aceptase que las hembras se guían por criterios estéticos a la hora de elegir pareja reproductora y que esa elección fuese un mecanismo evolutivo por sí mismo. Uno de los oponentes más significados de la teoría fue Alfred Russel Wallace. Era, por un lado, escéptico con la posibilidad de que los animales tuviesen capacidades sensoriales y cognitivas que les permitiesen hacer elecciones de emparejamiento. Por otra parte, creía que el ser humano había sido creado por Dios de manera especial, y dotado con capacidades cognitivas de las que carecen los animales no humanos. Además, estaba convencido de que la única forma en la que se podían explicar los hechos observados era suponiendo que el color y los ornamentos animales estuviesen correlacionados de manera estricta con la salud, el vigor y la aptitud general para sobrevivir.

Ya en el siglo XX, el estadístico y genetista Ronald Fisher propuso que, dada una cierta preferencia por un rasgo ornamental por parte del miembro del sexo que elige a la pareja, esa preferencia conferiría una ventaja reproductiva a los individuos que lo poseyesen. Se desencadenaría así lo que se ha venido en llamar una evolución desbocada (runaway evolution), en virtud de la cual los rasgos seleccionados irían exagerándose generación tras generación, hasta llegar a despliegues tan aparatosos como la cola del pavo real (Pavo cristatus), tan elaborados como las danzas de los manaquines (familia Pipridae) o tan sofisticados como las construcciones de los pájaros pergoleros (familia Ptilonorhynchidae), por citar ejemplos emblemáticos. No obstante, durante el siglo XX hubo una fuerte resistencia a aceptar el modelo de Fisher, basada, en gran medida, en las objeciones de Wallace a la propuesta original de Darwin.

El panorama cambió con la publicación de una propuesta que buscaba hacer compatible la idea de la selección desbocada con la utilidad final de los rasgos fruto de la selección (Zahavi, 1975): el principio del hándicap. De acuerdo con este principio, la selección sexual es efectiva porque mejora la capacidad del sexo que elige para detectar la calidad en el sexo elegido; cuanto más elaborado es un rasgo, mayores son los costes que impone, mayor es el hándicap, más riguroso es el test y, por lo tanto, mejor es la pareja sexual. De hecho, la hembra que se siente atraída por un macho con rasgos tan costosos no respondería a su belleza (en sí misma), sino a lo que tal belleza indica acerca de la capacidad del macho para superar sus costes.

El principio del hándicap no ha cerrado el debate sobre el significado real de los ornamentos masculinos y la selección de pareja por parte de la hembra. Según Prum (2012), el rasgo que seleccionan las hembras es la belleza, en los términos en que fue formulada la selección sexual por Darwin en El origen del hombre. A su juicio, la propuesta de Zahavi (1975) debería ser considerada «neowallaciana» (Prum, 2017). Piensa que, al utilizar términos como belleza, gusto, atractivo, apreciar, admirar y amor, Darwin quiso sugerir que las preferencias de emparejamiento pudieron aparecer sin que tuviesen ninguna utilidad para el individuo que elige, solo valor estético; en otras palabras, que la belleza habría surgido porque es placentera para el observador. Prum, que ha estudiado la gran diversidad y complejidad de las danzas de cortejo de los manaquines macho de las selvas de Mesoamérica, entiende que, si se atribuye a los rasgos desarrollados mediante selección sexual valor diagnóstico de calidad genética, debería atribuirse a cada elemento de esos rasgos y no solo al hecho de que sean complejos y muy elaborados. No es un argumento menor.

Juan Moreno (2013), en un documentado repaso de la selección sexual, sostiene que no es correcto afirmar que Darwin defendiese la selección de pareja de acuerdo con criterios puramente estéticos, ni que hubiera una gran diferencia entre los puntos de vista de Darwin y de Wallace. Recurre a citas textuales en El origen del hombre para concluir afirmando que «para Darwin, la selección sexual no era un caprichoso concurso de modas sino más bien la manifestación de las preferencias femeninas por los pretendientes mejor dotados».

Gerald Borgia, el ornitólogo que quizás mejor conoce el comportamiento y biología de los pergoleros, ha constatado que los machos que son mejores resolviendo problemas también son más atractivos para las hembras. Esto tiene sentido, puesto que la capacidad para resolver problemas refleja el nivel de las habilidades cognitivas y de estas, a su vez, depende la complejidad y grado de elaboración de las pérgolas que construyen. Por ello, las hembras se guían por la pérgola al escoger el macho porque, en última instancia, ese criterio remite a habilidades cognitivas cuyos efectos han de alcanzar también a funciones directamente relacionadas con su aptitud biológica (Keagy et al., 2009; 2011). Y dado que la construcción de la pérgola exige unos recursos y una dedicación que no pueden destinarse a funciones esenciales o, simplemente, importantes, nos encontraríamos ante un ejemplo claro del principio del hándicap en acción. Sin embargo, un metaanálisis posterior de 90 estudios, con un total de 55 especies de diferentes taxones, no proporcionó apoyo al principio del hándicap, aunque sí encontró correlación positiva entre el atractivo del macho elegido y ciertos rasgos de la progenie, como la inmunocompetencia y la condición física (Prokop et al., 2012).

«Con la selección sexual, Darwin halló una explicación para rasgos a los que no les encontraba sentido en el marco de la selección natural»

Rosenthal y Ryan (2022) constatan, por último, que la trayectoria que siguen el desarrollo de los sistemas sensoriales, la dieta, el riesgo de ser depredado, la infección por patógenos y la transferencia de hormonas maternas a la progenie, entre otros factores, pueden tener un efecto importante sobre la elección de pareja masculina. Sostienen, por esa y otras razones, que la selección de pareja reproductora es un proceso mucho más complejo de lo que expresó Darwin en su obra y que se ha venido dando por bueno desde entonces.

¿Es la belleza criterio de verdad?

En el debate acerca del carácter y significado de la selección de rasgos bellos resuenan los ecos de los últimos versos del célebre poema de John Keats en su Oda a una urna griega: «Beauty is truth, truth beauty, –that is all/ Ye know on earth, and all ye need to know» 5. En este caso, la «belleza» es la del miembro de la pareja reproductora que es elegido por su capacidad de atracción y la «verdad» hace referencia a la honradez de las señales visuales, olfativas o auditivas con las que trata de convencer al otro miembro para que se aparee con él.

Pues bien, no cabe dar respuesta inequívoca a esa cuestión. Como ocurre con tantos otros fenómenos naturales, no hay base para optar por una de dos categorías extremas. Lo más probable es que haya especies en las que, efectivamente, los rasgos seleccionados lo hayan sido por ser indicadores sinceros de «buenos genes». En otros casos, los sesgos perceptivos a los que se refiere Ryan (2018) han podido condicionar el proceso selectivo. Y en otros, por esa u otras razones, ha podido actuar el criterio «estético» de elección, de manera que un proceso de evolución runaway fisheriana haya conducido a despliegues espectaculares sin que tales despliegues tengan por qué ser, necesariamente, indicadores de calidad genética.

Dos siglos después de que Keats escribiera su oda, seguimos sin saber si, en la materia que nos ocupa, la belleza es o no criterio de verdad. Pero el siglo y medio transcurrido tras la publicación de El origen del hombre no ha pasado en balde: sabemos mucho más; pero la frontera de lo que desconocemos es mucho mayor. 

Notas

1. La sentencia, aunque se atribuye a fuentes varias, está tomada, al parecer, de la novela de Margaret Wolfe Hungerford, Molly Bawn, de 1878, quizás basada en la de Shakespeare, en Love’s labour’s lost (1588; Trabajos de amor perdidos en castellano), «beauty is bought by judgement of the eye» («La hermosura se aquilata por el juicio de los ojos», según la traducción de Luís Astrana). (Volver al texto)

2. Traducción al español de Joandomènec Ros (El origen del hombre, 2009, p. 118. Editorial Crítica) a partir de la última edición de la obra, publicada en 1877. (Volver al texto)

3. Por las razones dadas y a los efectos de lo que aquí nos interesa, la expresión antes citada de Margaret Wolfe Hungerford («beauty is in the eye of the beholder»), debería ser sustituida por la de David Hume: «Beauty in things exists merely in the mind which contemplates them» («la belleza en las cosas existe meramente en la mente que las contempla») (Volver al texto)

4.Traducción al español de Joandomènec Ros (El origen del hombre, 2009, p. 279. Editorial Crítica). (Volver al texto)

5. «La belleza es verdad y la verdad, belleza −nada más se sabe en esta tierra, y nada más hace falta» (Volver al texto)

Referencias

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© Mètode 2022 - 115. Belleza y naturaleza - Volumen 4 (2022)

Catedrático de Fisiología, director de la Cátedra de Cultura Científica de la Universidad del País Vasco (UPV/EHU) y asociado del Donostia International Physics Center (DIPC) (España). Es presidente de Jakiunde, la Academia de las Ciencias, las Artes y las Letras de Vasconia, y del Comité Asesor de The Conversation España. Es autor de Animales ejemplares y coautor, con Joaquín Sevilla, de Los males de la ciencia (ambos publicados por Next Door Publishers en 2020 y 2021, respectivamente).