Habitar la montaña

Life in the mountains. This concept encompasses a reality that goes beyond a house or group of houses spread around the mountainside. Rather it envelops the spring-water fountain, the dry crops, the grasslands and the woodlands, the fields that surround a dwelling, a common baking oven, the farmyard animals –for work and burden. What is more, one finds small-scale industries: mills, sawmills, looms and spinners or weavers. The farm labourers give shape and life to the landscape of Penyagolosa. A fragile harmony between humans and nature which has survived so far and which can be maintained as a sustainable relationship with the environment. 

Vivir en las tierras altas nunca ha sido cosa fácil. Se vive en la montaña porque se le puede sacar sustancia, un poco de trigo, de patatas, de carne y de lana, de madera. Nada que ver con el símbolo de la Valencia romana, aquel cuerno de la abundancia que ahora descansa en los confines de Mislata. No es ésta una tierra fructífera en exceso. Los excesos, si acaso, van a cuenta de la naturaleza: heladas tardías, nieves tempranas, sequías estivales. Un rosario de durezas que hacen que la vida misma sea una dureza, un ir apegándose a la tierra, confundiéndose con la tierra misma, aceptando el hado de las estaciones que, mira por dónde, rima con generaciones. Generaciones de masoveros que se han fundido en el paisaje, que le han dado forma y sentido.

Foto: E. Roncero

El término masovero (masover) ha llegado a ser, a menudo, sinónimo de aparcero, el labrador que trabaja la tierra de otro y que, a cambio, tiene que entregar al amo una parte de la cosecha.

Hablo del Peñagolosa, y de la vida en los masos. En las tierras más altas del País Valenciano, más allá de los pueblos, el óptimo de la ocupación humana ha sido el mas. Un mas es mucho más que una casa: son los corrales y las cuadras, la era y el pajar. Pero, sobre todo, la fuente y la balsa, la tierra de cultivo y el bosque.

No hay mas sin fuente. La fuente da el agua que llena la gamella donde abrevan los animales y la balsa que riega los huertos. Unos bancales pequeños, rodeando la balsa. Una huerta breve, casi una quimera de donde cosechar unos frutos encogidos por los fríos de primavera y las heladas de otoño. Lechugas, tomates, cebollas: un estallido de hortalizas que alegra las mesas de verano y se alarga, hecho conserva, hasta bien entrado el invierno. Y las frutas de otoño: manzanas ácidas, higos, serbas o la uva de las tierras más bajas, intercambiada por patatas para la siembra.

La gamella (gamelló) es un tronco de árbol de dimensiones generosas, vaciado por dentro para formar un largo abrevadero. Una fuente huérfana de gamella casi no es una fuente. Es un pozo, que es otra forma de tener agua al alcance, a menudo destinada para consumo humano.

La tierra de un mas son los secanos: bancales para el cereal, las legumbres, el pipirigall (pipirigallo) o las patatas (creïlles o pataques). El pipirigallo es un forraje que prospera mejor que la alfalfa en estas tierras. Las patatas de montaña –siempre por encima de los 1.000 metros, a menudo cerca de los 1.500– encuentran un ambiente más parecido al de las tierras andinas originales que en las del litoral, y resisten mucho más la podredumbre si se reservan para sembrar. Son patatas estratégicas para las tierras bajas, y han tenido durante mucho tiempo un papel estelar. Como lo ha tenido el trigo, y otros cereales como la cebada o la avena, que han nutrido tantas generaciones montañesas.

Más allá de los secanos están los pastos y el monte, la tierra no trabajada, ya sean hierbas anuales, matorral o bosque. Las anuales, la hierba fresca, en espacios más o menos abiertos, es el territorio de las rebaños de ovejas, de las vacas o de los bueyes. El bosque, además de pasto para los animales, es una despensa de leña y madera. En algunos tiempos, ha sido también el proveedor de carbón para las tierras litorales.

«En las tierras más altas del País Valenciano, más allá de los pueblos, lo óptimo de la ocupación humana ha sido el mas»

La casa propiamente dicha, aquello que ahora conocemos como un mas, es más un cobijo que un lugar donde estar. No abundan las salas amplias en el interior de las viviendas. Más bien la cocina es la casa: hogar de fuego y comedor y, si acaso, lugar donde estar, alrededor de las ascuas y la claridad, durante las largas noches de invierno.

Se cocinaba con un fuego pobre, consumiendo poca leña, con una olla de barro donde hervían lentamente un puñado de legumbres, unas hojas de acelga, unas patatas, una punta de tocino o unos huesos. Una olla con sustancia, como se puede bien imaginar. Y el cuarto principal, la alcoba, es casi siempre un cuarto contiguo a la cocina, ciega para evitar las pérdidas de calor. Una ventana con cristales, aquí arriba, era un lujo y, sin cristales, más valía no abrir huecos en el muro.

Pero la vida se ha hecho siempre fuera de la casa, trabajando los campos, guardando el rebaño, por el bosque. Los campos consumen muchas horas. La preparación del bancal y la siembra del trigo y los otros cereales se hace por el mes de noviembre, dejando que las nevadas invernales vayan preparando la tierra para que la hierba se renueve en primavera; y la siega se empieza bien entrado el verano, cuando las espigas granadas llegan a su punto de maduración. Tras la siega, es el tiempo de trillar; antes de la introducción de las grandes máquinas de cosechar, las eras se llenaban de vida, con las caballerías haciendo girar el trillo y la gente aventando la paja. Sólo faltaba acarrear el grano hasta el molino y volver al mas con la harina nueva, encender el horno y amasar cócs (tortas) y hogazas. Una celebración que daba sentido a todo un año de trabajo.

En las tierras más altas del País Valenciano, más allá de los pueblos, el óptimo de ocupación humana ha sido el mas. Un mas es mucho más que una casa: son los corrales y las cuadras, la era y el pajar. / M. Domínguez, E. Roncero

Vivir en los masos

El concepto de “mas” abarca una realidad mucho más amplia que una casa o un conjunto de casas dispersas en la montaña. El mas es la fuente, la gamella, los secanos, la hierba y el bosque, los campos que rodean la unidad de vida, el horno comunal, los animales de corral, los de labor y los de carga. Y en el mas también está la pequeña industria: telares, molinos y batanes o tejares. Los masoveros dieron forma y vida al paisaje del Peñagolosa. Una frágil harmonía entre humanos y naturaleza que ha llegado hasta nuestros días y que tenemos que mantener como relación sostenible con el medio.

Pero en el mas había muchos otros animales. En el corral había gallinas y conejos, pavos y patos. Una fuente directa de proteínas, por la carne y por los huevos. La distancia a los grandes mercados hacía difícil venderlos en la ciudad, así que conejos y aves de corral venían a enriquecer, de vez en cuando, la dieta montañesa. Los cerdos eran otro mundo: era la carne cotidiana. La matanza de los cerdos se hacía en invierno, y su aroma se prolongaba largos meses. Se preparaba la carne para que durara, y así, por la mesa, iban desfilando embutidos, tocinos, jamones y lomos, cortezas y olletes de caldo sustancioso.

«Guardar el rebaño ha sido durante generaciones la escuela masovera. Los niños, nada más cumplir los seis años, se dedicaban a guardar»

Estaban también los animales de labor: machos, sobre todo, pero también bueyes y vacas. Para preparar la tierra de los bancales más grandes, una pareja de bueyes o de vacas mueve con ligereza el arado más pesado y adelanta mucho trabajo. Los machos o mulos se han empleado para los bancales más pequeños o más alejados del mas y, en muchas casas, han sido los únicos animales de trabajo. La hierba para el pasto de estos animales no suele faltar en las tierras del Peñagolosa, y siempre se puede reforzar con la paja de cereales y con algún bancal de pipirigallo, golosina suprema para los animales de basto. Porque los machos son animales para todo: tanto labran un bancal como acarrean unos cántaros de agua desde el pozo hasta el mas. Cuando estas tierras estaban habitadas, las caballerías acompañando a los masoveros eran una imagen cotidiana.

Subiendo a por leña al bosque, transportando las cosechas de la huerta, yendo o volviendo al mercado del pueblo. Así como los caminantes de ahora hemos hecho un gesto mecánico de cargar la mochila a la espalda, los masoveros aparejaban el macho siempre que tenían que salir de casa. Y los grandes movimientos de la economía de montaña, transportando mercancías desde las tierras altas hasta la llanura, hacían transitar, arriba y abajo, arrieros con largas recuas de caballerías.

De los tiempo en que los animales de carga y labor eran los amos y señores de los caminos de montaña, ha quedado un amplio repertorio de herramientas esparcido por los masos: sillas, serones, bastos, cinchas, albardas, acarreadores, horcajos o arados guardados en cuadras y corrales o, peor todavía, convertidos en objeto de rapiña por parte de gentes poco escrupulosas tocadas por la manía de decorarse el chalé.

Fueron los masoveros quienes dieron forma al paisaje que ahora se puede ver: una alternancia entre bosques y tierras de cultivo que dibuja una quimera, una frágil armonía entre humanos y naturaleza que ha llegado hasta nuestros días. / E. Roncero

En la vida masovera había más animales, todos aquellos que no se dejaban adiestrar. De éstos, algunos eran odiados, como las serpientes, que han padecido siempre una maldición bíblica. Otros se presentían como competidores por el mismo espacio. Si había gallinas, sobraban águilas y zorros. Si había ovejas, sobraban los lobos. Las escopetas eliminaron los lobos, casi lo consiguieron con las águilas, pero no pudieron hacer mucho con la astucia de los zorros. De lo que ha quedado, perdices, codornices, liebres y conejos han sido el objetivo habitual de las escopetas. Bien mirado, la caza era una actividad tradicional del mas, rito iniciático para los jóvenes, ocupación para los días de invierno y complemento de proteínas para la dieta. Ahora, sin masoveros ni guardias civiles, pocas armas de fuego han quedado en la montaña, despoblada incluso de escopetas. Y las que vienen, suben de las ciudades nada más levantarse la veda.

Además de la tierra y los animales, había industria en estas montañas. Las industrias de aquí no se asemejaban nada a la imagen moderna de una fábrica. Eran pequeñas y discretas, pero durante algún tiempo han sido una de las fuentes básicas de llegada de dinero a una economía de subsistencia basada en el intercambio.

Son legendarios los telares de Vistabella, de donde salían piezas de estameña bien elaboradas, y que sacaban buen provecho a la lana de las ovejas del Maestrazgo. Siguiendo el curso de los pocos ríos del Peñagolosa, había molinos y batanes que, en parte, se transformaron en fábricas de electricidad. Los aserraderos han abundado cerca de los bosques, y se manufacturaban los troncos de pino melis, la mobila que después se repartía por las construcciones de las llanuras litorales. Para levantar las casonas, hacían falta piedras, madera, arena, agua y tejas. Piedras, madera, arena y agua, mejores o peores, se encontraban fácilmente. La cal, en cambio, se tenía que conseguir y por todas partes se pueden ver todavía los restos de los antiguos hornos de cal, donde las rocas calcáreas se transmutaban, merced al fuego, en las piedras blanquecinas que tanto servían para encalar las fachadas como para hacer el mortero. También se pueden encontrar los muros medio derrumbados de viejos tejares, de donde salían las cubiertas de tanta casona.

Trazas en el paisaje

Hay otras actividades que han dejado su traza en el paisaje. Los vestigios del comercio de la nieve, los grandes depósitos donde se guardaba la nieve del invierno para bajarla durante el verano hacia las poblaciones del litoral. O la industria del carbón, que tanto alteró los parajes del Peñagolosa hasta los años cincuenta del siglo pasado. El uso del carbón vegetal como combustible en las fábricas y los hogares urbanos supuso la transformación de grandes extensiones boscosas de nuestro país en tierra devastada. Se cortaban las carrascas hasta la cepa para formar la pila de la carbonera, a la cual, una vez cubierta de tierra, se le prendía fuego para conseguir una combustión lenta que transformaba la madera en carbón. Después, el bosque había desaparecido. Ha hecho falta que pasara medio siglo para reencontrar los carrascales raquíticos de la solana del Peñagolosa, donde un corro de pequeños pimpollos de carrasca, rebrotando de los tocones, comparten las mismas raíces.

Fue más adelante, agotados los carrascales, cuando las fábricas cerámicas de L’Alcalatén y La Plana empezaron a utilizar como combustible toda planta susceptible de ser quemada: aliagas, enebros, brotes de carrasca, ramas de pino. Un tráfico intenso de camiones cargados de lo poco que quedaba en las montañas, unos parajes alterados que, todavía ahora, no se han acabado de recuperar y que han quedado inermes ante los incendios forestales.

«El carboneo y el desbroce de monte bajo aportó, poco más o menos, los últimos jornales de estas tierra»

Además, el carboneo y el desbroce de monte bajo aportó, poco más o menos, los últimos jornales de estas tierras. Esto, unido a la supresión por parte de las autoridades franquistas de las escuelas rurales construidas durante la República, significó un incentivo a la emigración masovera, que era, por otra parte, bien recibida en las fábricas litorales, donde hacía falta mano de obra y se pagaban buenos jornales. Entre las décadas de los sesenta y setenta del pasado siglo, se fueron cerrando la mayor parte de los masos. Por esto, hablando del Peñagolosa, confundo adrede pasado y presente. Ya no quedan casi masoveros, y muchos de los que continúan trabajando las tierras o el rebaño hacen la vida en el pueblo vecino, donde, además de compañía, tienen al alcance alguna de las comodidades que caracterizan la vida urbana.

Mientras tanto, se van repoblando de bosque los antiguos bancales, se pierden las fuentes, se caen muros y tejados. Vuelven los zorros a adueñarse de las noches, como las rapaces engalanan el cielo. No pasará demasiado tiempo hasta poder anunciar el retorno de los lobos a unas tierras que fueron tan suyas como de los humanos, por más que de su presencia sólo quedan trazas en la toponimia, en las leyendas y bien poco más. Se ha acabado un ciclo en este país, una forma de vida que se ha prolongado a lo largo de los siglos y que ha hecho suyo el territorio.

Fueron los masoveros quienes dieron forma al paisaje que ahora se puede ver: una alternancia entre bosques y tierras de cultivo que dibuja una quimera, una frágil armonía entre humanos y naturaleza que ha llegado hasta nuestros días. Su belleza reclama un esfuerzo social para mantenerla. Hay formas de preservar esta relación sostenible, incluso sin masoveros.

© Mètode 2002 - 36. Paisajes del olvido - Disponible solo en versión digital. Invierno 2002/03

Escriptor. El seu últim llibre és Al voltant de Penyagolosa (Tandem edicions).