La historia de la obra teatral «Oxígeno»

Ciencia y literatura, del papel al escenario

Dibujo del siglo xviii (colección privada) del laboratorio «neumático» de Lavoisier realizado por su esposa. En el extremo derecho, la señora Lavoisier y el científico, en el centro. / Istituto di Storia della Scienza, Firenze

¿La «ciencia en ficción» y el teatro pueden servir para presentar de manera verosímil y comprensible los descubrimientos y una idiosincrasia tan tribal como la de los científicos? El ejemplo de la obra teatral Oxígeno demuestra contundentemente que sí.

La relación entre ciencia y literatura es un tema muy vasto, que solo puede tratarse superficialmente dentro de los límites de un artículo breve. Por eso he optado por abordarlo dentro de los límites restringidos de mi propia experiencia: como químico que, tras medio siglo de investigación –reflejada en más de mil artículos científicos–, decidió reinventarse a sí mismo dedicándose a la «verdadera» literatura, que para mi actual propósito significa novela y teatro. Las razones personales que me empujaron a transformarme de científico a novelista y dramaturgo necesitan poca explicación, ya que las he descrito en un libro de memorias (Djerassi, 2001). En su lugar, permítanme reducir aún más el enfoque de este artículo utilizando, en este Año de la Química, mi propia disciplina como la ciencia que se examinará a través de la lente de la literatura.

 La química en la literatura

Sin ninguna prueba cuantitativa, me atrevo a generalizar y decir que la química es, probablemente, la disciplina científica menos representada en la ficción o en el teatro en comparación con la medicina o la física. Del mismo modo, y a pesar de que algunos grandes escritores como Primo Levi o Elias Canetti fuesen también químicos, me da la impresión de que hay muchos menos escritores de ficción con formación química que científicos especializados en medicina. ¿Por qué?

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Portada de la obra Oxigen, publicada por Mètode dentro de su colección de monografías. Esta obra de teatro de Carl Djerassi y Roald Hoffmann se ha traducido a dieciséis idiomas, entre ellos el catalán.

Se debe quizá a que los químicos utilizan muchas más estructuras químicas que palabras y por tanto les cuesta comunicarse, incluso dentro de su propia especialidad –y mucho más con el público en general–, sin recurrir a la pizarra, a diapositivas o a algún otro tipo de pictograma? ¿O es porque los químicos tratan casi exclusivamente con abstracciones a escala molecular, mientras que los médicos se pasan el día escuchando las historias de otros seres humanos? Después de todo, incluso las novelas u obras de teatro de carácter más científico tienen éxito, cuando lo tienen, porque trabajan el aspecto humano. Por último, permítanme añadir otro obstáculo que explica por qué son tan pocos los químicos que han escrito obras de teatro. Desde la época de Galileo, el discurso escrito más formal de los científicos es monologuista o indirecto, mientras que en el teatro domina el diálogo.

¿Que me animó a mí, un científico de una ciencia muy difícil, la química, a pasarme a la ficción para convertirme en un contrabandista intelectual? Un poco tarde en la vida, a mis sesenta y pico, me decidí a ayudar a salvar el abismo cada vez mayor entre ciencia y cultura popular de una manera poco ortodoxa, y a hacerlo a través de un género que yo llamo «ciencia en ficción», que no debe confundirse con la ciencia ficción. Para mí, una novela solo puede ser considerada como «ciencia en ficción» si toda la ciencia o el comportamiento propio de los científicos que describe es real o por lo menos plausible. Ninguna de estas restricciones se aplican a la ciencia ficción. De ninguna manera estoy sugiriendo que no sea legítimo dejar volar la fantasía científica en la ciencia ficción. Pero si uno realmente quiere usar la ficción para introducir de contrabando hechos científicos en la conciencia de un público científicamente analfabeto –y yo creo que ese contrabando es intelectual y socialmente beneficioso–, entonces es fundamental que los hechos se describan con precisión. De lo contrario, ¿cómo puede el lector no formado científicamente saber qué forma parte del entretenimiento y qué se le explica en aras del conocimiento objetivo?

Pero de todas las formas literarias, ¿por qué utilizar la ficción? La mayoría de personas no formadas científicamente tienen miedo a la ciencia. «No entiendo la ciencia», murmuran a menudo mientras corren una cortina mental, en seguida que se dan cuenta de que alguna explicación científica está a punto de caerles encima. Es a este sector del público –el lector acientífico e incluso el anticientífico– al que yo quiero dirigirme. En lugar de empezar con un preámbulo agresivo –«déjenme decirles que mi ciencia…»–, prefiero empezar con otro más inocente: «premitid que os cuente una historia…», y luego incorporar la ciencia real y los científicos de carne y hueso a la trama. Pero antes de describir qué investigan los científicos, prefiero centrarme en ilustrar cómo actúan los científicos. Y es aquí donde un científico reconvertido en autor puede desempeñar un papel especialmente importante, porque los científicos operan dentro de una cultura tribal cuyas normas, costumbres e idiosincrasia, en general, no se comunican a través de conferencias especializadas o libros, sino que se adquieren a través de esa especie de osmosis intelectual que se da en la relación entre maestro y discípulo. Para mí, como miembro de la tribu científica durante más de cinco décadas, es importante que el público no vea a los científicos sobre todo como unos pirados tipo Frankenstein o Strangelove. Y para que la ciencia-ficción se ocupe no solo de la ciencia real, sino, lo que es más importante, de los científicos reales, creo que un miembro del clan puede describir mejor la cultura tribal y el comportamiento de un científico. Como ejemplo de los muchos temas que me sentía animado a tratar mediante la ficción, les remito a la última novela, titulada NO (Djerassi, 2003) de mi tetralogía de ciencia en ficción. La he seleccionado porque muestra la amplia gama de temas relacionados con la ciencia que pueden acoger las páginas de una novela: la química del óxido nítrico, la función biológica que tiene en la erección del pene, la comercialización de esta sustancia a través de la implantación y el funcionamiento de la típica empresa de biotecnología (basado en el estudio de un caso real en Silicon Valley), la lucha de las mujeres en una cultura científica dominada todavía por hombres, la asianizacion cada vez mayor de la ciencia estadounidense, y, finalmente, la reaparición en NO de todos los personajes de las últimas tres novelas. Pero esta aparente chulería también requiere una importante advertencia.

El deseo de usar mis novelas para pasar de contrabando información a la mente de un lector inocente tiene claros motivos didácticos y probablemente se origina en mi arraigado hábito como científico, ya que la escritura científica sirve sobre todo como vehículo de transmisión de la información. Sin embargo, a la palabra didáctica generalmente se le da un sentido peyorativo cuando se emplea en la ficción o el teatro. A pesar de esto, creo que el poeta latino Horacio justificaba convincentemente un uso juicioso en su famosa receta de la Ars Poética: «Lectorem delectando pariterque monendo» (“deleitando a la vez que instruyendo al lector”).

Ciencia en el teatro

Pasemos ahora al teatro para dar el argumento más convincente que explica por qué unas ligeras pinceladas de didactismo intercaladas en el texto no tienen por qué ser mortales. En un reciente libro (Djerassi, 2010), expliqué por qué el uso del diálogo me atrae tanto.

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Imagen del 2001 y de 1777, en el montaje de Oxígeno de la producción de Costa Rica, en el Teatro Nacional de San José./ Colección privada C. Djerassi

Una de las razones tiene que ver con mi propia biografía. En mi anterior encarnación como científico durante más de medio siglo, jamás se me permitió, ni yo me lo permití, usar el lenguaje directo en el discurso escrito. Con muy raras excepciones, los científicos evitan por completo el uso del diálogo escrito desde los tiempos del Renacimiento, cuando, sobre todo en Italia, algunos de sus textos más importantes se escribían en forma de diálogo. Podía ser expositivo, incluso didáctico, o bien coloquial o satírico, pero atraía a lectores y autores por igual. Galileo es un espléndido ejemplo en este sentido. Y no sólo en Italia. Tomemos a Erasmo de Rotterdam: sus coloquios constituyen un ejemplo superlativo de cómo una de las mentes más grandes del Renacimiento logró tratar en forma estrictamente dialógica temas que iban desde «Asuntos militares» (Militaria) o «El deporte» (De lusu) hasta «Cortejos» (Proci et puellae) o «El joven y la ramera» (Adolescentis et scorti). Esta explosión de escritura dialógica propició incluso estudios teórico-literarios. Desde el siglo xvi en adelante los críticos han intentado exaltar, defender, regular o, ¡ay!, abolir este género de escritura, que en ocasiones se ha definido como closet drama, es decir, teatro para ser leído en lugar de interpretado.

Hoy en día, el uso exclusivo de la expresión directa solo se practica en la escritura teatral, que es una de las razones por las que he optado por el teatro para mi actividad literaria durante los últimos doce años.

La ciencia es intrínsecamente dramática –al menos en la opinión de los científicos– pero esto ¿qué quiere decir? ¿Que los científicos son personajes dramáticos, o que la ciencia puede llegar a ser el argumento del teatro? Para mí una cuestión igualmente importante es si la «ciencia en el teatro» también puede cumplir una función pedagógica efectiva en el escenario o si es que pedagogía y teatro son antitéticos. ¿El impulso de educar representa automáticamente el beso de la muerte cuando se escribe teatro comercial? Didáctico –es de decir, aburrido– suele ser el término más condenatorio que un crítico puede utilizar para ahuyentar a la audiencia potencial de una obra.

Como he dicho en más de una ocasión, muchas personas sin formación científica están tan convencidas de que son incapaces de comprender los conceptos científicos que eso les impide siquiera intentarlo. Para este tipo de audiencia, en lugar de una conferencia sin concesiones, las «historias clínicas» pueden ser más atractivas, así como la manera más persuasiva de superar estos obstáculos. Si una narración de una «historia clínica» que aborda la ciencia o los científicos se interpreta en el escenario y no en el atril o en la página impresa, entonces estaremos hablando de «ciencia en el teatro» (para una visión más amplia, véase Zehelein, 2009).

 Una inmaculada y errónea concepción

Para tantear el terreno, elegí como tema de mi primera obra An Immaculate Misconception, la separación entre sexo (en la cama) y fertilización (bajo el microscopio) que se avecina, ya que considero este uno de los problemas fundamentales que tendrá que afrontar la humanidad durante el próximo siglo. Para el componente científico de mi obra, he elegido la tecnología reproductiva con más carga ética, el procedimiento ICSI (inyección intracitoplasmática de espermatozoides, es decir, la inyección directa de un solo espermatozoide en el óvulo). Sospecho que es poco discutible mi suposición de que todo el mundo tiene una opinión sobre la reproducción y el sexo, y que la mayoría de la gente en edad de ir al teatro están convencidos de conocer los hechos de la vida reproductiva. Pero, ¿realmente es así? Estoy seguro de que pocos de ellos podrían contestar correctamente una pregunta tan simple como esta: aunque solo se necesita un espermatozoide para fecundar un óvulo, ¿cuántos espermatozoides tiene que eyacular un hombre para ser fértil? Respuesta: un hombre fértil eyacula entre 50 y 100 millones de espermatozoides durante la relación sexual, un hombre que eyacule entre 1 y 3 millones de espermatozoides, aunque parezca una cantidad muy elevada, es funcionalmente estéril. Hace menos de veinte años no había esperanza para esos hombres. Pero ahora muchos pueden llegar a ser padres mediante la ICSI. Sin embargo, ¿cuántos de los espectadores potenciales de mi obra han oído hablar de la ICSI? Una vez que hayan visto mi obra, nunca lo olvidarán.

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Laboratorio de la producción en portugués (Esse Espermatozóide e meu!) de An Immaculate Misconception, en el Teatro do Trindade, de Lisboa, de 2004. / Colección privada C. Djerassi

Mi primera obra tuvo un éxito bastante rápido: por ahora se ha traducido a doce idiomas, ha sido retransmitida por la BBC World Service, la NPR (EE UU), la WDR (Alemania) y las emisoras radiofónicas de Suecia y la República Checa y también se ha publicado en forma de libro (Djerassi, 2002). Esta acogida en gran parte puede atribuirse a la oportunidad del tema y a los aspectos intrínsecamente dramáticos de la reproducción humana y que An Immaculate Misconception presenta de manera muy gráfica, como han comentado todos los críticos.

 Oxígeno: el gas y la obra

Sin embargo, como químico trocado en dramaturgo, me vi obligado a comprobar si la química se puede representar en el escenario de una forma tan convincente como, por ejemplo, el sexo. Tuve la suerte de encontrar un socio, Roald Hoffmann, interesado en unirse a mí en un experimento teatral. En 1981 Hoffmann fue galardonado con el premio Nobel de Química por su contribución a la química teórica. Pero, a diferencia de la mayoría de los químicos, lleva años interesándose por comunicarse con un público más amplio, y lo ha hecho mediante la poesía y obras de no ficción.

Al igual que en mi primera obra de teatro, cuando traté de ocultar mis motivaciones didácticas tras el telón del sexo, en la segunda obra, Oxígeno, Hoffmann y yo elegimos un tema –el premio Nobel– que, al menos para los científicos, también puede ser muy sexy. El 2001, el centenario del premio Nobel, es también el año en el que se sitúa nuestra obra. En Oxígeno, imaginábamos que la Fundación Nobel había decidido celebrar el centenario mediante el establecimiento de un nuevo premio Nobel: el «Nobel retrospectivo», en honor a invenciones o descubrimientos realizados antes de 1901, año en el que se otorgaron los primeros Nobel.

Además de describir de manera teatral la historia del descubrimiento del oxígeno, nuestra obra trata de lidiar con dos preguntas fundamentales: ¿qué significa descubrir para la ciencia y por qué es tan importante para un científico ser el primero? En Oxígeno, nos acercamos a estas cuestiones cuando nuestro imaginario comité Nobel retrospectivo se reúne para seleccionar, en primer lugar, el descubrimiento que merece el honor de ser homenajeado y, a continuación, a qué científico hay que atribuírselo. Veamos una de las primeras escenas, en la que la presidenta del comité, Astrid Rosenqvist, discute la cuestión con sus colegas masculinos:

Astrid Rosenqvist: Voy a resumir los que tenemos hasta ahora: John Dalton, padre de la teoría atómica..; Dimitri Ivanovich Mendeleiev, por la invención de la tabla periódica; August Kekulé, por la estructura del benceno… y, por supuesto, Louis Pasteur. Todos de primera clase… y bien repartidos en el mapa: un inglés, un ruso, un alemán y un francés.
Ulf Svanholm: Y para variar, ¡ningún americano!
Astrid Rosenqvist: Otra ventaja de centrarnos en el siglo xix. Pero también convendréis conmigo en que los cuatro son candidatos más apropiados para un Nobel retrospectivo posterior. El primero debería reconocer el principio de la química moderna.
Sune Kallstenius: En otras palabras… el descubrimiento del oxígeno.
Astrid Rosenqvist: ¿A alguien le apetece inventarse unas sencillas palabras para explicar al público que sin el descubrimiento del oxígeno no hubiera habido revolución química… al menos no la química tal como la conocemos ahora?
Bengt Hjalmarsson: Lo intentaré. Antes que Antoine Lavoisier…
Sune Kallstenius: Querrás decir antes que Carl Wilhelm Scheele…
Ulf Svanholm: ¿Y qué pasa con Joseph Priestley?
Bengt Hjalmarsson: ¡Ya estamos con el dilema de siempre! Demasiados candidatos al Nobel.

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Laboratorio «pneumático» de la producción coreana de Oxígeno, en el KCAF Arts Theatre, Seúl 2006. / Col·lecció privada C. Djerassi

Al llarg de l’obra, mentre el Comitè del Nobel retrospectiu discuteix la selecció, el públic va coneixent els tres principals candidats a través d’un diàleg a tres bandes en què els protagonistes van al·legant els seus mèrits per aconseguir el premi reial. Hi intervenen l’apotecari suec Carl Wilhelm Scheele (el primer a ­aïllar l’oxigen), el clergue anglès reconvertit en químic Joseph Priestley (que va publicar el descobriment per primera vegada), i el químic, recaptador d’impostos, economista i funcionari francès Antoine Laurent Lavoisier (el primer a entendre què era l’oxigen). En el viatge d’anada i tornada entre 2001 i 1777 es presenten els documents històrics i personals que porten el Comitè del Nobel a dictar una resolució.

Scheele: «Aclaremos la cuestión: ¿Quién fue el primero en aislar el aire de fuego?» Esa fue la orden de Su Majestad… y nos la dio a los tres.
Lavoisier: ¿Pero es esta la cuestión real?
Priestley: Por supuesto. Y usted, Monsieur Lavoisier… no fue el primero en aislar el aire… usted mismo lo reconoció ayer sin ir más lejos.
Lavoisier: Yo lo comprendí primero…
Scheele: ¡La comprensión solamente se produce después de la existencia!
Priestley: ¡Pero, mi querido Scheele, la prueba de tal existencia la tenemos que compartir!
[…]
Lavoisier: Pero ciertamente no hace años como ahora alegáis. [Impaciente.] ¿Cuál es el verdadero propósito de esta reunión?
Priestley: ¡Yo fui el primero! En agosto de 1774 aislé aire desflogisticado… Vuestro oxígeno…
Lavoisier: Pero si usted pensaba que había obtenido aire nitroso.
[…]
Priestley: Y usted citó mis experimentos en química neumática más de una vez.
Lavoisier: ¿Eso es motivo para quejarse?
[…]
Priestley: Usted escribe: «Hicimos tal cosa… y descubrimos tal otra.» Su «nosotros», caballero, ¡hace desaparecer mis contribuciones, puf, en el aire! Yo, cuando publico, escribo, «yo he descubierto… he observado…» Yo no me escondo detrás de un «nosotros».
Lavoisier: Basta ya de vaguedades y lugares comunes. ¿Y ahora qué?
Priestley: ¡La cuestión, señor! ¡La cuestión! ¿Quién aisló ese aire por primera vez?
Scheele: Yo lo hice. Yo, Carl Wilhelm Scheele de Köping. Y las generaciones futuras lo reconocerán.
Priestley: Pero, por el amor de Dios, yo también lo hice… Yo, Joseph Priestley, ¡y fui el primero en publicarlo!
Lavoisier: [Al auditorio.] Ellos no sabían lo que habían hecho … adónde nos llevaría el oxígeno.

La ciencia como libro científico

Por ahora, Oxígeno se ha traducido a dieciséis idiomas (incluido el catalán), lo que me lleva a un punto final que se aplica también a las otras seis obras de teatro que he escrito desde entonces. ¿Las obras de teatro contemporáneas solo son adecuadas para representarlas de vez en cuando en el escenario o también son textos que vale la pena leer por sí mismos, como un libro normal? En otras palabras, ¿únicamente sirven para exhibirlas encima de un escenario o también se pueden leer encerradas en las cubiertas de un libro, algo que por lo general solo se da en obras canónicas, las de autores clásicos como Shakespeare, Schiller o Molière? Estoy firmemente convencido de que algunas obras de teatro contemporáneo merecen esta doble exposición, y que Oxígeno, ahora publicada en formato de libro en ocho idiomas (véase, por ejemplo Djerassi y Hoffmann, 2003), entra en esa categoría.

REFERENCIAS

Djerassi, C., 2001. La píldora de este hombre: Reflexiones en torno al 50 aniversario de la píldora. Fondo de Cultura Económica. Mèxic, DF.
Djerassi, C., 2002. Inmaculada concepción furtiva: El sexo en la era de la reproducción mecánica. Fondo de Cultura Económica. Mèxic, DF.
Djerassi, C., 2003. NO. Fondo de Cultura Económica. Mèxic, DF.
Djerassi, C., 2010. Cuatro judíos en el Parnaso—Una Conversación. Capital Intelectual, Buenos Aires.
Djerassi, C., i Hoffmann, R., 2003. Oxígeno. Fondo de Cultura Económica. Mèxic, DF.
Zehelein, E-S., 2009. Science: Dramatic. Science Plays in America and Great Britain, 1990 – 2007. Universitätsverlag Winter. Heidelberg.

© Mètode 2011 - 69. Afinidades electivas - Número 69. Primavera 2011
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Professor emèrit de Química en la Universitat de Stanford.