Confluencia entre naturaleza y cultura, a veces armoniosa, a menudo tensa, el paisaje es el fruto de una mirada estética más allá, pero también más acá, del individuo. Las culturas «paisajeras» han considerado el entorno, el territorio como espacio de evasión y al mismo tiempo motivo artístico; han creado a partir de éste un imaginario y, de paso, una identidad.
Eso no significa, sin embargo, que la gestión y protección del paisaje implique la momificación o musealización para consumo turístico. El paisaje, los paisajes, resultan en su esencia de transformaciones constantes, animados por unas dinámicas inherentes a la propia actividad humana y a los usos que ésta hace del territorio. Cuando estas mutaciones superan en intensidad y magnitud unos límites, el paisaje –igual que el territorio– se desmiembra, se fractura y pierde su sentido. La legibilidad se torna entonces difícil, si no imposible: idénticos, homogéneos, banales… Los paisajes sin identidad ganan el territorio, cubriéndolo sin remedio, sepultando su dimensión simbólica. Al fin y al cabo, la relación profunda que liga un pueblo a su entorno y, por extensión, el ser humano a la Tierra.
Monográfico coordinado por Eliseu T. Climent.