
Celebro que se aborde el bienestar animal en un número monográfico de la revista Mètode, porque el tema lo merece. Yo aquí apenas alcanzaré a cuestionar algunas de las razones que utilizamos para justificar el malestar que causamos.
La peor razón que podemos dar para perjudicar a los animales es el haber inventado o heredado una forma de divertirnos que les causa sufrimiento (tauromaquia, peleas, fiestas populares, circos, zoos, acuarios, caza…). Entre lo trivial del propósito, la abundancia de alternativas de ocio y lo fácil que es modificar estas prácticas para minimizar el sufrimiento de los animales, mantenerlas es injustificable.
La segunda peor razón es haber necesitado animales en el pasado para la tracción, el vestido o la defensa, como aún ocurre en algunas zonas pobres e inhóspitas del planeta. Esta razón es inaplicable a los paseos turísticos, la lucrativa industria peletera o la de los animales de compañía exóticos o de diseño, genéticamente seleccionados para querernos y para sufrir.
Por ello, quienes insisten en la necesidad de usar animales se centran en la alimentación y la experimentación. Se supone que los necesitamos para que nos den «salud», y no solo «dinero y amor» (como dice la canción del compositor Rodolfo Sciammarella), que los animales ya nos dan a raudales.
Dado que podemos matar en defensa propia, hacerlo para comer o llevar a cabo experimentos y así alargar nuestras vidas parece justificado. Pero el argumento hace agua. Primero, la defensa propia no permite matar a quienes no nos amenazan. Segundo, en el caso de la comida, este argumento podría justificar que aquellos que lo necesiten por su salud consuman cierta cantidad de ciertos animales producidos con el mínimo malestar animal. Lo que no tiene sentido es apelar a la salud para justificar el consumo de productos que, además de ser especialmente brutales y contaminantes, son justo los que los médicos más desaconsejan: el perverso foie gras, la ecológicamente desastrosa carne roja y los crueles embutidos de producción intensiva (mortadela, salami, chorizo, fuet…). Tercero, respecto a la experimentación, solo una pequeña parte tiene la posibilidad (no la certeza) de mejorar algún día nuestra salud.
En teoría, la experimentación debe cumplir el principio de las tres erres: 1) reemplazar la experimentación animal por otros métodos cuando sea posible; 2) reducir al máximo el número de animales usados, y 3) refinar el procedimiento para que cause el mínimo dolor.
Las restricciones al uso más justificado deberían aplicarse, a fortiori, a los usos menos justificados (ocio, tracción, moda, exóticos, alimentación…). Esto tendría un impacto inmenso. Pero las aplicamos justo al caso en que no pueden tener ese gran impacto: en primer lugar, si la ley obliga a las pruebas en animales, nadie las sustituirá por sus alternativas; en segundo lugar, si hacen falta resultados estadísticos válidos, hay que utilizar cierto número de víctimas, y por último, si hay que hacerles ciertas cosas, difícilmente podrá evitarse el dolor.
Lo que sí podría hacerse es aumentar las erres: 4) restringir la experimentación a auténticos problemas de salud; 5) recompensar a los participantes, como recompensamos a los voluntarios humanos, de modo que ex ante pueda ser de su interés participar; 6) rechazar el «usar y matar» rutinario y reevaluar el matar sistemáticamente animales sanos usados en grupos de control o experimentos que sobrevivieron sin patologías (como tantos estudios de la empatía demostraron que quienes no la tenían eran los experimentadores), y así permitir el retiro (descanso o jubilación) o, en algunos casos, el reempleo.
Por último, no hay que olvidar 7) la reciprocidad, y 8) la redistribución, y no negar los beneficios de los medicamentos ni a los animales que ayudaron a descubrirlos, ni a otros animales que los necesiten. En principio, la redistribución podría incluir animales libres.
Ahora bien, lo que es siempre un beneficio seguro y sin riesgo es dejar de matar animales, como hacemos ahora llenándolo todo de plástico, cambiando el clima y robándoles terreno hasta el punto en que incluso las especies que siempre cohabitaron pacíficamente estén ahora en conflicto, matándose o muriendo de hambre y contaminación.
Cuantas más alternativas existen, menos excusas tenemos y, sin embargo, cada vez generamos más malestar animal. Si seguimos así, no mereceremos ni más salud, ni más dinero ni, desde luego, amor.