Corrientes

Ilustración: Hugo Salais

Mi amigo Rafa, que a los dos años ya metía los dedos en el enchufe (entonces a 120 V), me retó, cuando teníamos ocho, a lamer los bornes de una pila. Tras armarme de valor, acerqué la lengua y sentí un cosquilleo molesto y de sabor indefinible. No he vuelto a repetir. Mucho tiempo después descubrí que todo había empezado así, con una controversia (famosa) entre Luigi Galvani, que experimenta con ancas de rana que se contraen, según él, por una electricidad intrínseca del animal, y Alessandro Volta, para quien la rana es un simple conductor de la electricidad que producen los bornes metálicos aplicados. Y es que Volta siente los efectos al apoyar una cuchara de plata y una lámina de estaño –conectadas– sobre su propia lengua (en lugar de la rana). Tras varias pruebas, apila pares de discos de zinc y cobre, alternados con otros embebidos en salmuera (o también un ácido, ¿quién no ha hecho una pila voltaica con un limón?) y verifica que se produce una corriente eléctrica, similar a la que genera un objeto frotado cuando se descarga. Comunica su invento a la Royal Society en 1800 y, convertido en celebridad, imparte unas charlas en París a las que asiste, con gran interés, el primer cónsul Napoleón Bonaparte. Años más tarde, ya autocoronado emperador, encargaría –en parte, dicen, por un pique con los ingleses– 600 pilas que llenaban una gran sala de l’Ecòle Polytechnique. Este objeto, ahora común, que alimenta relojes, radios, teléfonos móviles o vehículos, era entonces un instrumento de tecnología punta que, por primera vez, producía una corriente eléctrica constante. Aunque entonces no se tiene explicación del fenómeno, su difusión es imparable por academias y universidades, y permite una explosión de experimentos de física y química. También de presuntas terapias o de espectáculos macabros, como los de Giovanni Aldini, que pudieron inspirar a Mary W. Shelley al escribir su Frankenstein.

Las experiencias de Hans Christian Oersted de la Universidad de Copenhague han marcado especialmente nuestra historia científica y social. En 1820 constata algo insólito: la aguja de una brújula que apunta al norte y se encuentra paralela a un cable próximo, gira y apunta al oeste cuando circula corriente por el cable. Si esta circula en sentido opuesto, la aguja apunta ahora hacia el este, y vuelve a la posición inicial si no hay corriente. Si la brújula se desvía, debe ser porque la corriente eléctrica produce un efecto magnético. Al conocer estos resultados, académicos franceses como Biot, Savart, Aragó y Ampère se embarcan en una febril actividad experimental y teórica, y sistematizan el nuevo electromagnetismo, y dan nombre a teoremas que ahora estudiamos en los libros de texto. Ampère propone inmediatamente que cualquier fenómeno magnético se debe, en realidad, a corrientes eléctricas. También en el caso de los imanes o materiales como el hierro (eso es que habrá corrientes a nivel atómico).

Hasta entonces, aunque las crónicas recogían historias de brújulas en barcos que, al caer cerca un rayo, invertían su orientación (incluso unos cuchillos, dentro de un cofre, quedaron imanados tras un impacto), se pensaba que entre los fenómenos eléctricos y magnéticos no había relación. Oersted la buscó, imbuido como estaba por la Naturphilosophie de Schelling con ideas de Spinoza y convencido de la unidad de las fuerzas de la naturaleza. Un buen ejemplo del papel que otro tipo de corrientes tiene en la ciencia, las de ideas culturales y filosóficas: exploró una conexión que la crêmeacadémica francesa no había considerado, pese a disponer de pilas voltaicas desde hacía veinte años. Vemos también que el afán por comprender la naturaleza da con vetas de una gran riqueza científica, además de aplicaciones inmediatas no previstas. Pronto aparecerían telégrafos, motores eléctricos o electroimanes (sus versiones más actuales son fundamentales en espectrómetros, aceleradores de partículas o sincrotrones).

En cuanto a mi amigo Rafa, interesado desde la más tierna infancia en experimentar sobre sí mismo con pilas y enchufes, prefirió esto último: estudió ingeniería y dirigió durante años la construcción de centrales de generación eléctrica. En ellas se produce otro tipo de corriente, la alterna, sobre la que pronto hablaremos.

Atrévete:

Necesitas una brújula, una pila (mejor de petaca) y un cable eléctrico de 1 metro aproximadamente (pela los extremos y los enroscas a dos clips metálicos que más tarde conectarás a la pila).

  1. Extiende el cable sin conectar sobre la mesa y coloca la brújula encima, como en la figura. La aguja debe apuntar al norte geográfico (N) y el cable ha de estar alineado con ella. Conecta el extremo del cable próximo al norte al borne negativo (–) de la pila. Toca brevemente el otro extremo del cable al borne + (si lo dejas conectado, descargas rápidamente la pila). La aguja de la brújula se desvía al este y vuelve a la posición inicial al desconectar el cable y que el circuito quede abierto.
  2. Intercambia ahora los bornes de la pila (– es + y viceversa). ¿Qué cambia?
  3. Repite a) o b), pero ahora con el cable sobre la brújula en lugar de debajo. ¿Hay alguna diferencia?

Continúa experimentando con la demo 10 de la Colección de Demostraciones de Física de la Universitat de València.

© Mètode 2023 - 116. Instantes de ciencia - Volumen 1 (2023)
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Directora del Departamento de Física Aplicada y Electromagnetismo de la Universitat de València.