Hace unos días conversaba con un amigo, catedrático de la Universitat de València, a propósito de la datación del universo que los científicos acababan de darnos a conocer. Dudé durante unos momentos sobre la cifra exacta y, por salir del paso, utilicé una expresión que sólo se le aproximaba. El catedrático, que la conocía perfectamente, me dijo: ¡un poeta que se precie tiene que valorar la exactitud! Añado la admiración final para dar cuenta del tono empleado, casi oracular, que, si me gustó por su propia estructura lingüística, no dejó tampoco de provocarme una cierta inquietud: la que ante casos parecidos siempre me hace dudar sobre si formaré parte del grupo –tan numeroso entre personas relacionadas con las humanidades– para quienes toda referencia a la exactitud o a la precisión es síntoma de inaceptables estrecheces del conocimiento. En teoría, no es mi caso. Soy de los que siempre ha sentido una gran admiración y emoción ante exactitudes o precisiones como las que derivan de la generosa actitud de Tycho Brahe –un personaje a quien he admirado siempre, incluso más de la cuenta–, o de la formulación de las leyes de Kepler, el teorema de Gödel o las geometrías no euclídeas. En más de un sentido, cualquiera de estos esfuerzos admirables se asemeja a los que los poetas reconocemos en Ausiàs March, Dante o Sterne. Y esto, tanto por lo que tienen de contribución al desarrollo del conocimiento humano como porque lo hacen de manera que suscitan emociones difícilmente descriptibles. Pero soy también de los que siempre ha maldecido la situación a la que nos ha abocado una especialización del saber que nos condena a ser ignorantes de casi todo y expertos, si es que lo somos, de parcelas absolutamente insignificantes del conocimiento humano. Ahora bien, aducir contra esto la desaparición del conocimiento especializado, como a veces oímos aquí y allá, no es más que un canto a favor de la ignorancia. Haríamos bien de proponer otros correctivos, como por ejemplo, el que nos convencería de todos los esfuerzos posibles para que el conocimiento científico atravesara el umbral de sus propios oficiantes: la única vía, por otra parte, para que los legos pudiéramos participar de ella más allá de las utilidades que posibilita. Y sobre todo, que hiciéramos para que desaparecieran todos los idiots savants y lettrés de los que habla Hans Magnus Enzensberger en Los elixires de la ciencia. Miradas de soslayo en poesía y prosa, un libro especialmente recomendable. Para los idiots savants, el conocimiento se acaba en la parcela que dominan. Para los lettrés, la asunción de la ignorancia parece el grado más alto de conocimiento que son capaces de lograr. De los últimos, Enzensberger pone ejemplos: “El investigador de Shakespeare que nunca ha leído una página de Darwin, el pintor a quien se le nubla la vista cuando se habla de números complejos, el psicoanalista que no sabe nada de los resultados de los investigadores de los insectos y el poeta que no puede escuchar a un neurólogo sin adormecerse: he aquí figuras involuntariamente cómicas, no demasiado alejadas de la variante del embobamiento de la que uno mismo es culpable”. Lo que no dice Enzensberger es que la distinción entre savants y lettrés ha sobrepasado los límites entre las ciencias y las humanidades, que ya proliferan expertos en sinestesias para los que cualquier anacoluto es ya materia de otra disciplina. Si, como decía el amigo catedrático, un poeta que se precie tiene que valorar la exactitud, un matemático –o un neurólogo o físico nuclear– tendría que ser capaz de ver en la poesía lo que realmente es: otra manera de acceder a la realidad o de proponer modelos que la explican desde otros supuestos además de la capacidad de predicción o la validez universal de sus conclusiones. Todos, científicos y poetas, tenemos razones para no olvidar que la realidad es muy compleja y que esta complejidad afecta también a los procedimientos de acceso a todos y cada uno de sus rincones. Proponer sólo uno válido es también reivindicar otra forma de ignorancia. Vicent Alonso. Escritor. Su último libro es Les paraules i els dies (Ed. Bromera). |
Foto: M. Lorenzo |