En la cultura occidental, la tradición de los médicos escritores la inaugura el evangelista Lucas. El autor de uno de los sinópticos y –sobre todo– el autor de los Hechos de los apóstoles –a pesar de que, en origen, el opus lucanum configuraba una sola obra dividida en dos partes–. Desde entonces, se mantiene una fascinante correlación entre literatura y medicina. Un estrecho vínculo que tiene en nómina algunos apellidos insignes: Avicena, Maimónides, Arnau de Vilanova, François Rabelais, John Keats, Pío Baroja o L. F. Céline, pequeña síntesis de un listado inacabable. Ciertamente, un fenómeno de orden cultural que pide un estudio a fondo y que culmina, a mi parecer, en la figura de Anton Chéjov.
Porque, al final, en la obra de Chéjov encontramos aquel impromptu humanista que –tan solo en parte– explica la tendencia a mezclar el oficio de escribir con la ciencia médica. Si bien, si el contacto íntimo con el ciclo de la vida –nacimiento, existencia, dolencia y muerte– hace del médico un observador privilegiado –y por tanto proclive a la escritura–, es en la persona de Chéjov donde semejante virtud se combina con su devoción hipocrática por las condiciones del hombre. Una manera de mirar el mundo que reunifica el espíritu científico con una lectura socialmente comprometida de la realidad.
La experiencia única de asistir al estreno de una obra de Chéjov me recuerda que el teatro tiene también capacidad catártica; a saber, de curación colectiva y moral. Chéjov, que conoce esta cualidad, busca consuelo en la palabra, y en esta un apoyo indispensable para captar mejor la psicología humana. No en vano, la palabra es terapéutica a la vez que es el canal de comunicación indispensable entre médico y paciente. El autor ruso se enriquece del trato con los enfermos y a menudo esto se refleja en el conjunto de su producción. No hay más que leer cuentos como Aniuta o bien la penetrante novela corta Campesinos, donde nos relata –trágicamente– las insalubres condiciones del campo ruso de aquella época.
A diferencia de Keats –otro médico prominente, joven y tuberculoso–, Chéjov escribe para poder pagarse los estudios. «Escribo –afirmaría más tarde– para ganar dinero y para no aburrirme». En este sentido, se podría decir que el aburrimiento es una forma de melancolía contra la cual lucha enconadamente el joven escritor. Una melancolía que se traduce en añoranza y que recorre una parte del elenco de personajes de su dramaturgia. «¡O sabemos para qué vivimos o todo es tontería!», opina Mascha, una de Las tres hermanas. El miedo de no saber –la añoranza– como síntoma de dolencia social. Chéjov, claro, también escribe para curarse.
Chéjov –sempiterno enfermo–, como médico, escora hacia formas de empatía literaria. El don de la escritura agudiza sus facultades de observación clínica: es la suya una prosa que se hunde en el misterio de la vida e indaga el enigma del dolor. El dolor de sus pacientes, que transmuta en empatía. Un mirarse en el prójimo que se convertirá en la perdición de nuestro hombre, a la vez que en la fuente de su creatividad.
«En la obra de Chéjov encontramos aquel impromptu humanista que explica la tendencia a mezclar el oficio de escribir con la ciencia médica»
Chéjov, tan humano como era, se preguntaba: «¿Cómo he visto todo lo que he visto?» Y por eso, él no es ni un médico escritor –como Céline y su alter ego, el doctor Bardamu– ni tampoco un escritor médico –como la aproximación de Camus al doctor Rieux–, sino que en Chéjov se fusionan literatura y medicina; es decir, ética y ciencia en esta investigación imposible para resolver los secretos de la existencia.
Y aun así, el humor –y la ironía– conectan a Chéjov con Rabelais –tal vez el más grande entre los médicos literatos. Al final, Chéjov cree que reír –inevitablemente ahora pienso en Fuster– es un remedio para la melancolía. Tolstoi, que no reía nunca, se desternillaba con sus cuentos. Y Susanna Olga Ulianova describe los cuentos humorísticos del autor ruso –hasta el año 1886– como «llenos de verdades amargas de apariencias alegres». Aquella dulce amargura que nos llena el ánimo al salir del teatro tras una representación de El jardín de los cerezos. El médico y el escritor se entrega en cuerpo y alma a sus criaturas y pacientes. El amor a la ciencia –a la medicina– es el amor del dramaturgo por la humana condición.