Siempre que vuelvo a la figura de Goethe tengo muy claro que la suya es una de las grandes aventuras intelectuales de la historia de la humanidad. Un itinerario con luz y sombras donde la desmesura por el saber lo llevó a una extraña síntesis entre ciencia y literatura. De hecho, sin la ciencia no se entiende una parte de la grandeza de su poesía. Hasta el punto de que el propio Goethe creía firmemente que si de posteridad se trataba, esta le vendría de la mano de sus descubrimientos. Y es así que su anhelo de conocer en todo su alcance el mundo y sus misterios recorre el conjunto de su obra literaria. No en vano, en el Fausto –ese fabuloso alegato contra la razón–, condensado en una sola línea, podemos leer la inquietante razón de ser de su autor, la voluntad de saber «lo que mantiene íntimamente unida a la naturaleza».
Según Nietzsche, parafraseo de memoria, Goethe era un hombre que solo tenía fe en la totalidad. Aristóteles está presente con el «todo es más grande que la suma de las partes». También, la lectura atenta de Spinoza y la influencia de Schelling y su Naturphilosophie; así pues, Goethe es heredero del ideal kantiano de construir una concepción orgánica de la ciencia donde el hombre retiene todavía un papel fundamental en la construcción del mundo. Ahora diríamos una visión holística. Goethe busca salvar a la humanidad del ser en una suerte de subjetividad trascendental. Por eso fía sus intuiciones científicas a su argumentario, esto es, a la poesía, y cuestiona abiertamente la matematización de los fenómenos de la naturaleza que llevan a la alienación de la belleza y la vida.
El amor que sentía por la ciencia empujó a Goethe a interesarse por todas las posibles disciplinas del saber científico. Como coordinador de la red de estaciones meteorológicas se le conocía como responsable del «servicio de nubes» de la ciudad de Weimar. Se atrevió a retar a Newton en el campo de la óptica hasta el punto de redactar la célebre Teoría de los colores o Farbenlehre –«el color en sí mismo es un grado de oscuridad», escribió–. También le fueron familiares la geología, la anatomía y la osteología. Pero fue en el campo de la botánica donde Goethe bordó el arte de maridar literatura y ciencia. Y no solo porque el innovador en la época La metamorfosis de las plantas es un admirable ejemplo de prosa científica en género epigramático. Sino que también lo fue por la versión divulgativa de su nueva teoría en forma de poema dedicado a su amada, Christiane Vulpius: «Así indica el corazón una ley oculta, / un sagrado enigma. ¡Oh, si yo pudiera, estimada amiga, / transmitirte al instante la feliz palabra que lo desvela!».
En estos versos encontramos el concepto de «sagrado enigma», una analogía de la idea de totalidad, ese rasgo tan germánico de ir al corazón de la esencia absoluta de las cosas. Resulta inevitable pensar en la arkhé como principio –de Tales a Heráclito–, la causa primigenia de la vida, en una clara muestra de la impronta presocrática en la filosofía alemana. Al final, a Goethe le interesa más encontrar «lo que mantiene íntimamente unida la naturaleza», la causa común, el todo que explique cada parte, el «sagrado enigma» que caracteriza a todos los seres. Una verdad eterna e inmutable. No en vano, en Las afinidades electivas –verdadera declaración de principios donde las pasiones se ven sometidas al escrutinio de las leyes de la química– Édouard muestra su enojo por el hecho de «que ahora no se pueda aprender nada para toda la vida».
«El amor que sentía por la ciencia empujó a Goethe a interesarse por todas las posibles disciplinas del saber científico»
Para Goethe era capital la interrelación entre los fenómenos que tenía que mostrar cualquier experimento. A su manera, el autor del Fausto rechazaba el método del escrutinio empírico –el aislamiento experimental– que habían postulado figuras del talante de Galileo o Kepler. Creo no errar si afirmo que Goethe pensaba la ciencia con alma de poeta. Y que cuando la ciencia llegaba a aquel punto de la dimensión inefable de las cosas donde especular es tan peligroso como inevitable, su anhelo era encontrar «la eternidad del Ser» y evitar como fuera el desgarramiento en infinitas partes de la naturaleza. Una perspectiva que busca la armonía –¿tal vez imposible?– entre humanidad y ciencia desde la convicción poética –y ética– de que hay que crear una identidad común que fusione el espíritu humano con la naturaleza.