«La recreación intelectual es un hecho que necesitamos para nuestra salud», escribe un profesor de matemáticas, muy aburrido y victoriano, que sabía muy bien lo que decía, ya que lo sufría en carne propia. En cierta medida, este personaje llevaba una doble vida. Aún hoy en la actualidad, como en su época, encontramos lectores que se sorprenden al descubrir que detrás de Lewis Carroll se escondía Charles Lutwidge Dodgson. Según parece, eso le pasó a la reina Victoria y a otros ciudadanos de no tan alto linaje. La recreación del alter ego fue una bendición para él, ya que fue una manera de poder catalizar la imaginación exuberante que llevaba dentro. Este docente de Oxford, inventor de mil y un objetos, fotógrafo, escritor de todo tipo de papeles –entre los que hay algunos sobre trigonometría–, fue el tercer hijo de un reverendo muy severo en una familia de once hermanos. Muy pronto los progresos en matemáticas y en los clásicos le proporcionaron una beca en el Christ Church College, donde finalizó los estudios y pasó a ser tutor. Ordenado diácono el año 1861, renunció a ser sacerdote por considerarse no apto para aquella tarea. Seguro que detrás estaba su enfermiza timidez, el tartamudeo que le venía a la boca cuando hablaba en público y, sin ningún tipo de duda, otra circunstancia: el padre era uno de los más célebres oradores de la iglesia de la Inglaterra de la época.
Aquel profesor insulso, cuando coge la pluma para escribir historias, en principio para un público joven, se transforma y se libra de la rigidez congénita tanto personal como social que arrastra como una losa. La metamorfosis es radical. No olvidemos que Stevenson en 1886 había sacado a la luz El extraño caso del doctor Jeckyll y mister Hyde. A él le pasa igual. La mutación que se produce parece la cara y la cruz de una moneda. Cuando publica bajo el seudónimo de Carroll, aquellos papeles los domina el gusto por el absurdo, el lenguaje es, ahora, como un juego que tiene muchas más posibilidades que las puramente comunicativas y donde el humor se llena de una ironía punzante. Y no sólo hablo de los divertidos poemas o narraciones, sino de los escritos de lógica. Pensemos en Un cuento enmarañado, la paradoja de los tres peluqueros, los dos relojes o el diálogo entre Aquiles y la tortuga.
A partir de la paradoja de Zenón de Elea en la que el guerrero Aquiles, símbolo de la rapidez, nunca podrá ganar la carrera a la parsimoniosa tortuga. El guerrero corre diez veces más ligero que la tortuga y le da diez metros de ventaja. Entonces Aquiles corre estos diez metros, mientras la tortuga corre un centímetro; Aquiles corre este centímetro, la tortuga un milímetro; Aquiles el milímetro, la tortuga una décima de milímetro, y de esta manera hasta el infinito, el guerrero corre para siempre sin poder atrapar el animalillo. Idea basada en la infinita divisibilidad del espacio y del tiempo. Después han venido las refutaciones. Más de dos mil años de argumentaciones en contra. Pensemos en ejemplos excelsos como Aristóteles, Mill, Bergson, Hobbes o Russell. Nuestro diácono juega y reformula este problema en un momento determinado que Aquiles cree haber ganado y se sienta encima de la tortuga. «¿Así que usted ha llegado al final de la carrera? –dijo la tortuga– Y eso a pesar de que la carrera consistía en una serie infinita de distancias. Tenía entendido que un sabelotodo había probado que eso era imposible.» «He ganado –dijo Aquiles–. Puede no ser verdad, pero es un hecho. Solvitur ambulando. ¿No ve que las distancias menguan constantemente?» «Sin embargo, ¿y si hubiesen aumentado constantemente? –interrumpió la Tortuga– ¿Qué habría pasado?» «Entonces yo no estaría aquí –dijo Aquiles con modestia–. Y usted a estas alturas habría dado unas cuantas vueltas al mundo.»
Al final del surrealista diálogo encontramos una maniobra que aprovecha la semejanza fonética entre tortoise y taught-us, por una parte, y entre Achilles y akill-ease, por la otra. La Tortuga tiene la pretensión de rebautizar a Aquiles con un nombre que parece igual a Tortuga, y Aquiles pretende hacer lo mismo con uno que suena igual a Aquiles.
Además, la segunda tortuga que el profesor hace aparecer, la Falsa Tortuga no es otra que el llorón quelonio que sale en el capítulo IX del libro que lo ha hecho universalmente famoso. Carroll logra introducir el nonsense en la lógica. Crea una lógica demente. Lástima que no se atrevió nunca a vivir como le dictaba su escritura.
Catedrático del Departamento de Didáctica de la Lengua y la Literatura de la Universitat de València (España). En la actualidad preside la Sociedad Española de Didáctica de la Lengua y la Literatura (SEDLL).
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