La Biblia siempre tiene razón, como sabe todo el mundo, y el día que Yahvé acabó la creación vio que todo era bueno, incluido el hombre que había hecho a última hora, y antes de descansar hizo también la mujer. Se supone que la primera pareja, como eran ya dos y no uno, de alguna manera se tenían que comunicar, además de servirse del tacto y de los ojos. Hablaban, pues, y hablaban la misma lengua que el demonio usó para tentarlos, la misma que Yahvé empleó con voz malhumorada para regañarlos y expulsarlos del paraíso: la lengua original de todos los mitos, aquella Ursprache que los etnólogos alemanes buscaron tanto tiempo sin encontrarla nunca. Pasó el tiempo, los hombres quisieron llegar hasta el cielo haciéndose una extraña torre altísima, y el amo del cielo les desmontó el abominable proyecto: en lo sucesivo, la confusión de las lenguas sería el destino propio de la humanidad. Es decir que, tras Babel, la diversidad empezaba a ser posible, y las culturas y las civilizaciones. El mito se había acabado, la lengua única también, y los humanos debieron experimentar un profundo desconcierto y una profunda alegría: no llegarían al cielo (al menos no en la vida mortal, quizás en la otra sí, no se sabe nunca), pero ocuparían la tierra entera. Habían perdido la lengua divina, la lengua de Adam, la lengua primera, pero ya podían inventar todas las lenguas del mundo.
Podían, por lo tanto, dar nombre a todas las cosas y movimientos y fenómenos de la naturaleza que iban descubriendo y que, ciertamente, en el paraíso terrenal no existían y por lo tanto no había palabras para decirlas: a las diversas formas de la nieve y del hielo, a los colores del desierto, a los terremotos, a los dolores del alma y del cuerpo, a los desengaños y a la nostalgia, a los odios y a los amores. Y todo esto de las más variadas formas, de formas infinitas, impensables antes de ser pensadas, y sobre todo antes de ser pensadas con palabras, que seguramente es la única manera que tenemos los humanos de pensar, y quizás la única manera de emocionarnos y sentir. Por eso es tan triste comprobar que los idiomas se pierden (idíoma¸ en griego, quiere decir carácter propio, cosa propia), que las once lenguas de los pueblos sami del extremo norte de Europa desaparecen implacablemente, y con ellas los centenares de formas de hablar de la nieve y del hielo, de los efectos del frío, de los grandes rebaños de renos y de los sentimientos de los pastores boreales. Ser humano significa sentir y pensar con palabras, ver el mundo con el idioma, la cosa propia: y cuantas menos “cosas propias” nos quedan, menos formas tenemos de ser humanos. No quiero imaginar el día que quedemos reducidos a una sola lengua universal, y que todas las culturas del mundo, todas las literaturas, para ser comprensibles tengan que ser traducidas a esta única lengua. Quienes de vez en cuando traducimos literatura, sabemos lo empobrecedora que resulta la mejor traducción: cómo perdemos, a cada paso, gran parte de aquello que Dante quiso expresar en cada verso. Cuando olvidemos todas las lenguas, cuando todos hablemos igual, no será un regreso al paraíso dichoso, será un infierno tristísimo.