El conocimiento de las propiedades de la granada fue inicialmente empírico, pero con el desarrollo de la química se lograron establecer vínculos esclarecedores entre las propiedades alimentarias, medicinales, pigmentarias, etc., así como el sustrato bioquímico y biofísico del fruto. Por otra parte, las propiedades peculiares de la granada generaron también metáforas y alegorías que, transformadas en símbolos y mitos, evolucionaron con patrones culturales propios en campos tan diversos como la literatura, la pintura, la escultura y la lengua. De hecho, esta sería una clave del análisis etnobotánico: discernir cuáles de las características de las plantas (de las morfológicas a las químicas) permitirían interpretar sus usos y funciones, tanto medicinales, culinarios, textiles, etc., como sociales (lingüísticos, simbólicos, religiosos, etc.).
En este artículo proponemos una especie de diálogo en torno a la granada y entre campos tan diferentes como la biofísica y la bioquímica de la corteza del fruto, las características organolépticas de las semillas, y un mosaico de hitos culturales de carácter etnobotánico, desde un poema bíblico a un mito griego, o desde un retrato evocador a pinturas y esculturas de carácter religioso. Sin embargo, antes, conviene reflexionar sobre algunas propiedades de la granada, por si pueden servir para aclarar su papel simbólico, tan presente en algunos de nuestros referentes culturales.
Características organolépticas de la granada
La forma, el sabor y el color de la granada han inspirado metáforas en campos tan distintos como la poesía o la emblemática.
La forma y la estructura
La agregación de numerosas semillas encerradas en un cofre especial o balausta justifica que la granada se considere un símbolo de amistad y de fecundidad, pero también de la unidad política imperial como integración de distintos reinos. Un ejemplo de esta idea sería el retrato del emperador del Sacro Imperio Romano Germánico y archiduque de Austria, Maximiliano I de Habsburgo (1459-1519), que lleva una granada en las manos. E idéntica divisa personal usó su nieto, Carlos, cuando aspiraba a ostentar el título imperial (Figura 1).
La Iglesia también ha sido comparada con este fruto por autores como el arzobispo y teólogo medieval Rabanus Maurus (777-856). En De rerum naturis decía que la Iglesia se puede entender como una granada, en la que muchas naciones se congregan, cada una con sus virtudes. Y quizá sea este el significado de la granada abierta que muestra el Niño Jesús en la Virgen de la granada (c. 1426), de Fra Angelico (Figura 2). Entre las interpretaciones que se le han dado destaca la que atribuye una representación simbólica de la deseada unidad de la diversidad de la Iglesia, una cuestión candente en el siglo XV después de siglos de «herejías» (husitas, lolardos) y luchas entre los papados (cisma de Aviñón, 1378-1418) y con la Iglesia ortodoxa oriental.
El sabor
Antes de la llegada a Europa de la naranja dulce en el siglo XVI, la granada era la fruta más jugosa y accesible. Había una amplia diversidad palatal, del agrio al dulce, en función de las proporciones de los monosacáridos glucosa y fructosa, por un lado, y de los ácidos ascórbico, cítrico y málico, por otro. Las variedades que ofrecían un mejor equilibrio entre los extremos eran las más queridas, caras e indicadoras de mayor estatus. De hecho, fueron usadas políticamente para indicar el necesario equilibrio de los monarcas entre imparcialidad y magnanimidad. Esta idea la desarrolló Juan de Borja y Castro (1533-1606) –último hijo de san Francisco de Borja– durante su estancia en Praga como embajador de Felipe II, en su opúsculo Empresas morales (1581). En la versión ampliada de 1680 se dice:
Muy dificultosa cosa es hallar el medio entre lo gustoso y provechoso […]. Esta misma dificultad tienen los que goviernan para hallar el medio, que conviene, para usar de la justicia y de la clemencia, de manera que huyendo de los extremos, que son la crueldad y la remission, y flojedad, alcancen el medio, que es la virtud, para con ella usar de justícia con misericòrdia, y de clemència con justícia: este agrio dulce, dixo Aristophanes, que se hallava en la granada.
Visto así resulta fácil entender que el rey castellano Enrique IV Trastámara eligiese como divisa unas granadas enramadas con el lema agro dulce (Figura 3).
El color
Aunque la gama cromática del interior de la granada va del rosa pálido al rojo más intenso, es esta tonalidad la más representativa en el imaginario colectivo, hasta el punto de ser el origen del adjetivo granate. De hecho, al abrirse, la granada deja ver un interior generalmente rojo, sanguíneo pero no sangriento, como el de una herida mortal que curiosamente no sangra. Un color debido a los acuosos rubíes (del latín rubeus, que significa ‘rojo’) comprimidos en el interior del fruto o balausta. Este color ha servido de metáfora para el rubor que adorna los labios y mejillas de las mujeres afectadas por la pasión carnal, sexual, erótica. El ejemplo más conocido de poema «granadil» es el inspirado Cántico de los cánticos (4:3), en el que el amante le dice a su amada: «Como una cinta carmesí son tus labios / tu boca es un encanto / dos mitades de granada son las mejillas / detrás de tu velo».
La oferta de compartir el mosto de la granada (¡qué figura literaria tan preciosa!) la haría suya siglos más tarde san Juan de la Cruz en su Canto espiritual (versos 184–185): «y allí nos estaremos / y el mosto de granadas gustaremos». Sí, granada gustosa; y, también, como veremos, incorruptible.
Biofísica y bioquímica en ayuda del mito
Los antiguos observaron desde muy pronto que la granada era el fruto que menos larvas de insecto solía tener, a la vez que su piel servía para expulsar los gusanos intestinales (platelmintos y nematodos).
En el imaginario popular, la analogía sirvió de método explicativo: como la granada no se agusanaba y expulsaba las lombrices intestinales, el fruto representó una suerte de garantía frente a la degradación corporal asociada a la muerte. Sin embargo, la causa podemos encontrarla en la biofísica y la bioquímica. La piel de la granada es especialmente coriácea y muy rica en los astringentes e indigeribles taninos, y difícil de penetrar por las larvas que atacan a la fruta. Y en cuanto a la propiedad tan elogiada por Dioscórides de expulsar a los parásitos intestinales, el responsable sería otro producto químico, la peletierina, un alcaloide antihelmíntico, vermífugo, capaz de expulsar las tenias y los nematodos intestinales; una sustancia abundante en la corteza del tronco y la raíz del granado, aunque también en la piel y las membranas interiores de la misma granada.
Entre la analogía y el símbolo hay una distancia muy corta, y si la granada impide el acceso o expulsa las lombrices asociadas a la muerte, podría representar la no muerte, la perdurabilidad, así como un símbolo de la pervivencia corporal en «el otro mundo». En este sentido, sería esperable que en varias mitologías hubiera granados en el paraíso o en el Hades, es decir, allí donde pueden ir los humanos después de muertos.
El viaje de Core y el regreso de Perséfone
En el mito de Perséfone encontramos un fruto, la granada que no se corrompe, en torno a la cual girará el desenlace de la historia. Según esta, Hades, el sombrío dios del inframundo, fue herido por la flecha lanzada por Eros –dios del amor–, y en un arrebato pasional raptó a la hija de Deméter y Zeus, la jovial Core.
Hades emergió de una sima con el casco que le ofrecía invisibilidad (en griego antiguo, Hadēs significa ‘lo invisible’) –unos dicen que montado en un carro– y lo hizo tan repentinamente que Core no se enteró, absorta como estaba en recoger, contemplar e inhalar el perfume de unas flores, quién sabe si los embriagantes narcisos (Figura 4). Emparejada con el dios de las tinieblas, se transformó en Perséfone. Su tío y marido, poseedor de las incalculables riquezas del subsuelo, a donde se la llevó, la colmó de regalos: zafiros, ópalos, esmeraldas, amatistas, lapislázulis, turquesas, diamantes y mil gemas más, incluyendo los granates, que abundaban a los pies de los granados del Hades.
Mientras, la nutricia Deméter, diosa de la naturaleza cultivada, al no encontrar a su hija, vagaba desconsolada por la Tierra. Enterada de la perversa fechoría de su hermano Hades y dolida por la complicidad del otro hermano –y padre de Perséfone, Zeus–, decidió retirar su protección de los campos y esperar a que los humanos murieran de inanición. Zeus, reacio a liberar a Perséfone por miedo a enojar a Hades, y al mismo tiempo deseoso de recibir los homenajes de unos humanos abocados al hambre por la firmeza de Deméter, aceptó finalmente exigir la liberación de la cautiva.
Hades, astuto como era, impuso una condición antes de firmar el pacto ante las Parcas, las hilanderas del destino: que, al volver a la superficie, Perséfone no llevara nada del mundo subterráneo so pena de tener que volver periódicamente.
Antes de la despedida, Hades invitó a Perséfone a un paseo reconciliador por los cuidados jardines de su reino. Además de las hileras de cipreses y de álamos que separaban los mundos de los desgraciados y de los bienaventurados, se encontraban los Campos Elíseos, donde, además de serbales (Sorbus) y manzanos (Malus) que abundaban, una granada lucía su rojo flamígero al lado del alto trono del dios, tanto en los sépalos y pétalos de las flores como en los granos cerrados dentro de los incorruptibles frutos. Mientras acompañaba a su sobrina y mujer, el divino tenebroso arrancó una granada y le ofreció unos granos. Desconocedora del pacto, Perséfone tomó unos cuantos y se los puso en la boca.
El pacto había sido infringido y Deméter contó a su hija las consecuencias de haber tragado los granos de granada: unos meses al año debería volver con su marido mientras el mundo fuese mundo y los humanos mortales. Eso sí, contenta por el regreso de Perséfone –pese a conocer el triste destino del próximo año–, la diosa de la agricultura, Deméter, permitió que los frutos volvieran a crecer vigorosamente mientras el borde del camino se adornaba con flores de todo tipo y los árboles se cubrían de un follaje anunciador de una floración y fructificación que alimentarían a la humanidad. Eso sí, como Perséfone había adquirido el compromiso de volver cada año al Hades durante unos meses, Deméter decidió que durante esta época la naturaleza permanecería muerta, que sería la estación del mal tiempo, hibernum tempus, el invierno.
¿Ciclo agrícola o estacional?
La versión agrícola
En algunos casos, el mito de Perséfone se interpreta como una alegoría del ciclo de las plantas cultivadas (soterramiento de la semilla, germinación, crecimiento y producción de nuevas semillas que deben ser enterradas). Esta sería, probablemente, la función mitológica del dios Rimmon, de Canaán, el dios de las granadas. El culto a Rimmon fue absorbido por el de Jehová, que se apoderó de sus títulos y emblemas. Una aculturación que puede comprobarse en la inclusión del fruto en los capiteles de las columnas del templo de Jerusalén. También en las pequeñas granadas que adornaban, alternando con campanillas doradas, los bordes inferiores del ropaje del sumo sacerdote judío. Una ornamentación que encontramos recogida, por ejemplo, en uno de los cuadros que hay en la iglesia parroquial de la Virgen de la Asunción de la población de Biar (Alt Vinalopó, Comunidad Valenciana) (Figura 5).
La versión estacional
Las versiones literarias referidas al mito de Perséfone se inclinan más por una alegoría del ciclo de las estaciones; hasta el punto de que, a Deméter, la persistente madre que consigue la vuelta de su hija, se le aplica el apelativo de horephóros (‘quien lleva las estaciones’).
El cristianismo, heredero de una especie de híbrido cultural judío-helenístico, también recuerda anualmente un mito similar –aunque sin granadas– al alabar la resurrección del hijo de un dios que, según nos recuerda el credo de Nicea, descendió a los infiernos, entre los muertos, y permaneció durante tres días antes de resucitar y volver a la superficie. Se trata de un retorno anual que inaugura la primavera y que en el ámbito cultural cristiano celebramos en Pascua. Una conmemoración que, más allá de las creencias, representa una especie de sortilegio para mantener los vínculos con la naturaleza, aunque sea aparentemente «religiosa». Y lo decimos así porque, en muchos casos, las festividades religiosas se limitaron a suplantarse, a relevarse, a aculturarse, sin apenas alterar las fiestas más antiguas de reconocimiento de nuestra relación con la naturaleza.
Del mito al arte. La Proserpina de Dante Gabriel Rossetti
El rapto de Core (también conocida como Perséfone o Proserpina) fue motivo de inspiración para artistas de diferentes épocas y países –como el poeta latino Ovidio, el escultor barroco Gian Lorenzo Bernini y muchos más– hasta hace siglo y medio, período durante el que la cultura clásica europea (incluida la cristiana) ha sido progresivamente ignorada por las vanguardias artísticas. Solo dos movimientos culturales de finales del siglo XIX y principios del XX mantuvieron el interés por la fusión de cultura clásica, mito, historia, literatura y lenguaje artístico de calidad: el modernismo y el prerrafaelismo.
El mito de Proserpina obtuvo el merecido reconociendo de la mano de uno de los mejores exponentes del movimiento prerrafaelita, Dante Gabriel Rossetti (Figura 6). Gran conocedor de la mitología grecolatina, Rossetti se inspiró en la historia de Proserpina al pintar el cuadro homónimo, y que describió de la siguiente manera: «La figura representa a Proserpina como emperatriz del Hades. La diosa se encuentra en un sombrío corredor de su palacio, con el fruto fatal en su mano. En la pared del fondo se refleja la luz procedente de alguna entrada que, repentinamente abierta, comunica por un momento el inframundo con el mundo superior. Inmersa en sus pensamientos, Proserpina no se da cuenta. El quemador de incienso que aparece [en la esquina inferior izquierda del cuadro] es un atributo divino».
En Proserpina (1874), Rossetti presenta a la cautiva diosa con labios de color carmesí (¿o deberíamos decir «granate»?) y una granada sensualmente abierta y perpendicular a la boca, que algunos han interpretado como un símbolo de los labios vaginales ruborizadamente excitados.
Símbolo de resurrección en el arte cristiano
Según la doctrina cristiana, Jesús sube al cielo «en cuerpo y alma», es decir, sin haberse corrompido durante los tres días que había permanecido bajo tierra. Y lo hace autónomamente, por su propio poder divino, en un acto que recibe el nombre de ascensión. Otro personaje primordial, su madre María, también sube al cielo en cuerpo y alma incorrupta, pero elevada por los poderes celestiales en una asunción.
Visto esto, es legítimo preguntarse si sería esperable que la granada figurara en la iconografía cristiana como símbolo de incorruptibilidad y de renacimiento, de regreso a la vida después de la muerte. Y quizás la respuesta la tengamos en algunos de los cuadros más conocidos de la pintura occidental. Porque no deja de ser curioso que en algunas de las representaciones artísticas de Jesús y de su madre haya una granada como centro de atención (Figura 7); quién sabe si solo como elemento estético, o quizás anunciando simbólicamente las futuras resurrecciones de ambos.
En la intersección entre la cultura popular, la alta cultura y la contingencia, encontramos la joya dramática de «la mangrana de Elche» (con una ene epentética, intercalada, no etimológica). Una granada representativa de la incorruptibilidad en el tránsito al más allá reservado a determinados personajes divinos. En Elche (Baix Vinalopó, País Valenciano) se representa todos los 14 y 15 de agosto «la Festa» o drama de la muerte, asunción en el cielo (en cuerpo y alma) y coronación de la Virgen; una obra teatral, un drama lírico declarado Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad por la Unesco en el 2001 y que se escenifica desde hace unos quinientos años en la Basílica de Santa María. El artefacto que baja del cielo se abre y muestra a un ángel que entona un canto de saludo a la Virgen y que le anuncia que pronto morirá y se reunirá con su hijo. La tramoya para bajar al ángel no tiene un significado mitológico, sino simplemente teatral. El ingenio, construido en la segunda mitad del siglo XVI, recibía el nombre de nube y era originalmente de color azul celeste. Más tarde, el artefacto fue sustituido por otro, el actual, más compacto y fuerte, y de color rojo, lo que propició que se le dijera la mangrana, una curiosa relación entre la imputrescibilidad atribuida del fruto y la creencia mitológica del cuerpo incorrupto de María.
La Cena en Emaús y la granada en mesa
La granada ha sido una fruta inspiradora para las artes plásticas gracias a su peculiar forma que tiene. Y la intersección entre la forma y el mito ha supuesto un escalón más en el ascenso hacia el olimpo cultural. En particular, en naturalezas muertas, sola o acompañada de otros frutos u objetos, y en distintos contextos, como el del relato evangélico.
En la Cena en Emaús, del pintor barroco Caravaggio (1571-1610), se cuenta como en la misma tarde de la Resurrección, Jesús coincidió con dos de sus discípulos que iban de Jerusalén a un pueblo llamado Emaús. Los discípulos no le reconocieron hasta que, mientras cenaban, se dieron cuenta de quién era y tuvieron la reacción que se ve en el cuadro (Figura 8). No abundaremos en la excepcional calidad de la obra, los recursos técnicos o la apologética religiosa del momento. Intentaremos fijarnos en la fruta. El autor ha pintado con gran virtuosismo una cesta de mimbre (Salix sp.), que contiene dos variedades de uva (Vitis vinifera), blanca y negra; dos de manzanas (Malus domestica); un membrillo (Cydonia oblonga, una pera (Pyrus; probablemente la variedad Roma, prácticamente perdida); un higo (Ficus carica); un níspero (Mespilus germanica), y una granada (Punica granatum).
Si el autor hubiera sido de espíritu religioso bien acendrado –como Hieronymus Bosch (1450-1516), el jesuita flamenco Daniel Seghers (1590-1661), Francisco de Zurbarán (1598-1664) o tantos otros–, el valor simbolicosagrado sería casi seguro; ¿pero, Caravaggio?
En la obra los frutos no están pintados como canónicos, ideales o idealizados, sino con las imperfecciones que se podían encontrar: la granada abierta y el higo enclavijado; y la manzana con manchas afectada por la roña o moteado (una enfermedad fúngica que afecta a la piel de estos frutos, causada por el hongo Venturia inaequalis) y que parece ser la primera vez que se mostraba en una pintura. Todo ello en consonancia con la nueva forma de abordar la realidad a la luz de los nuevos conocimientos, cuyos portavoces serían Andreas Vesalius (1514-1564) y Galileo Galilei (1564-1642). Una forma de entender las artes que entraba en colisión con el pensamiento anterior y el marco escolástico platónico, aristotélico, galénico o religioso.
En cualquier caso, no han faltado críticos que han querido descifrar lo que hay sobre la mesa como significantes sagrados. En clave realista existe un aspecto que, de entrada, llama la atención: el anacronismo. Toda la fruta es otoñal y esto contradice al pasaje evangélico, obviamente primaveral, dado que hablamos de la época pascual. También se han querido identificar los elementos que hay en la mesa con símbolos de algún concepto religioso (la eucaristía con el pan y el vino, el bautizo con el agua, el canto anunciador del amanecer con el pollo, etc.). Sin embargo, de todos, el que tiene una tradición pictórica, simbólica y religiosa bien firme, y como símbolo de la muerte, resurrección e ida al «otro mundo», es la granada. Y, ¿no es el momento representado, justamente, el de la espera entre la resurrección y la ascensión al cielo? ¿Y qué mejor fruto para representarlo?
¿Hay granados y granadas en el «otro mundo»?
Por otra parte, una cosa es la granada, y otra el granado. ¿Es posible saber si en el pensamiento cristiano del barroco se mantenía, aunque fuera tangencialmente, cierta idea de que en el más allá había granados? Y, si es así, ¿habría quedado reflejado en alguna obra artística? Pues sí, y en Valencia hay una muestra.
Uno de los predicadores de moriscos más notorios fue el teólogo, humanista y escritor valenciano Joan Baptista Anyés (1480-1553), más conocido como el venerable Agnesio. Por encargo del conde de Oliva, el artista, también valenciano, Juan de Juanes –Vicente Juan Macip– pintó un óleo sobre tabla en el que todas las figuras destacan sobre un paisaje idílico de montañas, llanuras y edificios del mundo clásico (Figura 9). A la izquierda, aparece representado Agnesio en el deseado desposorio místico con su venerada santa Inés. En el centro, la Virgen María protege a su hijo, Juan el Bautista y dos de los Santos Inocentes. Y a la derecha están santa Dorotea y el gobernador romano Teófilo.
Según la Legenda aurea –recopilación de relatos hagiográficos realizada por el dominico Santiago de la Vorágine (Iaccopo da Varazze) en el siglo s. XIII–, Dorotea era una cristiana de Asia Menor en época del emperador Diocleciano. El gobernador romano Teófilo la conminó a hacer ofrendas a los dioses romanos, pero su negativa la llevó al cadalso. Cuando iba hacia la degollación, este le dijo en tono burlón: «Adiós, esposa de Cristo. Al llegar al paraíso, envíame flores y frutas». Momentos antes de morir, se le apareció un ángel que llevaba flores y frutos del cielo y Dorotea le remitió a Teófilo con el siguiente mensaje: «Aquí tienes lo que me has pedido del jardín de mi esposo». A continuación, el verdugo le cortaba la cabeza a la santa; y, obviamente, al recibir Teófilo el regalo, se convirtió a la religión cristiana.
Y así, como ya nos explicó Ferran Zurriaga en Mètode, de todas las frutas que podían simbolizar el paraíso, Juan de Juanes eligió a la granada; un ramo de tres como presentes representativos del paraíso al que iría Dorotea.
Quizás en alguna ocasión habremos valorado la belleza de un granado en flor, el rubicundo color de los granos de la granada, o el delicioso mosto recién exprimido. El placer sensitivo puede ser enriquecido con el intelectivo, cuando sabemos que lo mismo ha sido cantado, pintado, esculpido o transformado en mitos; o sacralizado por nuestros antepasados.
A bordo de la granada hemos transitado de la botánica a la biofísica, la bioquímica, la mitología, la geografía, la historia, la religión, la simbología y el arte. Una forma de viajar a través del espacio, el tiempo y las formas de pensar. Con el añadido de que la adecuada interpretación de la presencia de determinadas plantas puede contribuir a un disfrute más provechoso de la obra analizada, sea una fachada modernista, un símbolo identitario, una romería religiosa, una parte del vocabulario médico o un mito clásico. Porque la etnobotánica apuesta por tender puentes interpretativos entre orillas epistemológicas habitualmente distantes, como sería el caso de los conocimientos populares, empíricos, a menudo válidos en sus contextos, y la elevada precisión del análisis científico con pretensiones de universalidad.
En cualquier caso, la etnobotánica no puede reducirse a un catálogo de curiosidades en el que intervienen las plantas, sino también una forma de investigar y hallar, cuando se puede, las causas científicamente comprobables sobre los usos de las plantas. El resultado deseable debería ser un tapiz de sabiduría global, tejido al pasar los hilos interpretativos de la trama entre las cuerdas firmes y tensas de la urdimbre de las disciplinas del conocimiento.