Escribo estas líneas en medio de la polémica sobre el consumo excesivo de la carne roja; una de esas controversias que acomodan ciencia y política como muy pocas. Seguramente cuando ustedes lean estas líneas la polémica ya no tenga el eco mediático que tiene en el momento en que me sitúo ante el teclado, pero continuará teniendo, se lo aseguro, la misma relevancia a la hora de pensar el futuro en este planeta que habitamos y devoramos cada día. La cosa, se lo refresco, ha ido más o menos así: en primer lugar, el ministro de Consumo, Alberto Garzón, lanza un video que, más allá de la cuestionable factura y la idoneidad del canal empleado, dice lo que hace tiempo que dicen los organismos internacionales –IPCC, OMS, etcétera– sobre el consumo de carne roja, si bien lo hace con algunas imprecisiones técnicas y errores conceptuales menores. Lo que dice en el video no es nuevo, ni siquiera para el gobierno del que forma parte: ya se podía leer en el documento España 2050, presentado con pirotecnia y fanfarria solo unas semanas antes. En segundo lugar, pocas horas después, el propio presidente del Gobierno desautoriza a su ministro con una bromita improcedente, evitando apoyarlo en medio de una tormenta de artículos de opinión, editoriales enfurecidos y peticiones de dimisión.
«En el siglo XXI, si queremos garantizarnos el futuro y buscar horizontes de sostenibilidad, tenemos que volver a plantearnos qué comemos»
Es casi imposible resumir el debate que se ha construido alrededor del video del ministro (lo que, quizás, más allá de sus carencias, demuestra la oportunidad de este). Argumentos económicos aparte, comer carne es una cuestión identitaria, vinculada en algunos casos a una masculinidad frágil que se exalta cuando la cuestionan, pero también, en otros muchos, a la cultura y recetario familiar, al propio gusto por la cocina, al paisaje y la memoria compartida. Nadie niega que el marco cultural y socioeconómico sean dos obstáculos fundamentales a la hora de llegar al núcleo de la cuestión. Pero los datos son los que son: la ganadería ocasiona más del 10 % de las emisiones de gases invernadero. El detalle sobre si el dato se acerca al 14,5 % –controvertida cifra que emana de un informe cuestionado de la FAO– o al 8-9 % –como claman algunos ganaderos y empresarios del sector– es, a mi parecer, improcedente, y solo sirve para demorar la toma de decisiones contundentes. Buena parte del calentamiento global proviene del funcionamiento del actual sistema alimentario, de hacernos traspasar el umbral de seguridad marcado por el Acuerdo de París en 2015: 1,5 °C de incremento sobre las temperaturas preindustriales. Es necesario, por tanto, modificarlo cuanto antes mejor. Parte de esta transformación pide disminuir el consumo de carne en los países más desarrollados. De eso no nos escaparemos, nos pongamos como nos pongamos.
Hace unos pocos millones de años, la fisonomía craneal de un antepasado nuestro cambió porque aprendió a emplear herramientas y empezó a comer carne cruda. Eso le permitió disponer de más tiempo, nutrirse mejor y la posibilidad de utilizar la garganta para emitir sonidos más complejos. Esta adaptación al entorno y la explotación de un recurso mediante la tecnología le supusieron una ventaja evolutiva, y el resto de la historia ya lo sabemos. Pero erraríamos, y de qué forma, si pensáramos que este comportamiento incorporado a nuestro linaje hace dos millones de años continúa representando el mismo papel hoy en día. Si nos queremos adaptar de nuevo a un mundo cambiante, persistir en lo que nos dio una ventaja en el pasado puede no ser la mejor estrategia. En el siglo XXI, si queremos garantizarnos el futuro y buscar horizontes de sostenibilidad, tenemos que volver a plantearnos qué comemos. Eso sí, con herramientas diferentes a una lasca de piedra afilada… pero parece que con un cerebro anclado todavía en la prehistoria. ¿Aprenderemos algo de esto?