En latín, polluo o polluere quiere decir “manchar” o “ensuciar”. Así lo recoge mi viejo Diccionario ilustrado latino-español, compañero de aprendizajes en aquel bachillerato que enseñaba latín. Añade una segunda acepción: “profanar”, “deshonrar”. El Diccionari català-valencià-balear de mosén Antoni Alcover, aunque podado por Francesc de Borja Moll del asilvestrado estilo inicial del presbítero mallorquín, asegura que polucionar significa (verbo transitivo) “ensuciar físicamente o moralmente” o bien (verbo intransitivo) “emitir semen sin tener coito”. La primera edición del Diccionari general de la llengua catalana de Pompeu Fabra, tan novecentista, se limitaba al transitivo…
Mi generación, educada en el nacionalcatolicismo, asociaba la polución a los sueños húmedos y a las emisiones no castas de fluidos germinales. El propio Alcover-Moll ilustra el adjetivo poluto, –uta con una declamatoria sentencia de Joan Roís de Corella: «Antes la muerte por mejor aceptaría, que hacer polutos, de su mujer casta, los matrimoniales tálamos.» Existen mejores razones para dejarse matar, pero está claro que el tipo de suciedad asociada al término polución ha tenido entre nosotros un carácter fisiológico muy concreto. Por ello, cuando en los años sesenta empezó a hablarse de polución ambiental, nos inquietamos. Preferíamos el término contaminación, ¿verdad que lo entienden?
«¿Qué es exactamente la contaminación ambiental? Todo el mundo habla de ella, pero a menudo de forma muy inexacta»
Sin embargo, ¿qué es exactamente la contaminación ambiental? Todo el mundo habla de ella, pero a menudo de forma muy inexacta. En efecto, muchas personas etiquetan con términos científicos sus prejuicios precientíficos. Un conocido de casa me decía no hace mucho: «Se me ha inflamado una hormona, la que está al lado de la tiroides». En la misma línea, afirmaba que «el pescado está contaminado porque los ahogados de las pateras, pobres, tienen muchas enfermedades». En el saco de la contaminación acaban todos los miedos, inexactitudes e ignorancias. Para muchos, todo está contaminado y, encima, de forma tan polisémica como absoluta.
Un río cargado de fango después de un chubasco, ¿está contaminado? ¿Contaminamos la comida al salarla? Al fin y al cabo, el agua terrosa no se puede beber y la contaminación salina de los acuíferos sale muy a menudo en los diarios. Es decir: ¿son contaminantes la tierra y la sal? ¿Y el agua añadida al vino por taberneros poco honrados? ¿Qué haríamos sin tierra, agua o sal, cómo es que forman parte de la lista de contaminantes? De hecho, todo es potencialmente contaminador de todo, depende de cómo, de cuándo y en qué concentración.
«Pocos venenos no matan», sentencia el dicho. La concentración es capital, en efecto. Bastante diluido, nada contamina. Para empezar, pues, nos encontramos ante una cuestión cuantitativa. Pero en seguida viene la cualitativa: ¿existen compuestos contaminantes per se? Además, ¿hablamos de contaminación biológica (bacterias fecales, por ejemplo), química (metales pesados, suponemos) o incluso física (radiactividad, pongamos por caso)? La compleja realidad del mundo moderno trabaja con todos estos parámetros combinados de todas las formas posibles. Por eso es tan ambiguo hablar de contaminación, porque los umbrales de lo tolerable o de lo inaceptable varían en cada caso.
Estamos, por tanto, en un terreno propicio a la alarma exagerada o a la coartada irresponsable. Algunos movimientos sociales de militancia exacerbada lo denuncian todo y acaban propiciando la indiferencia. En las antípodas está la indecente voz interesada de ciertos lobbies que intentan relativizarlo todo. Se hace difícil discernir entre tanta turbulencia. Pero hay que intentarlo, porque las contaminaciones deletéreas realmente existen. El Mediterráneo no se muere, pero arrastra patologías considerables (no únicamente por contaminación, por cierto) y el aire de muchas ciudades presenta concentraciones inquietantes de partículas o de óxidos de nitrógeno. Un lío. La polución nocturna estaba más acotada, francamente.