El pasado otoño se conmemoraron algunas de las efemérides meteorológicas más destacadas de la historia del clima de España. Se cumplieron veinticinco años del desmoronamiento de la presa valenciana de Tous —asociado al catastrófico desbordamiento del río Júcar— y de las devastadoras inundaciones en las cuencas de los ríos Cinca y Segre, que afectaron a Aragón, Cataluña y el Principado de Andorra. Pero también fue el cincuenta aniversario de la riada de Valencia, que en octubre de 1957 marcó un antes y un después en la historia de la ciudad, porque la última avenida catastrófica del Turia fue el resorte que movió a las autoridades de la época a modificar el curso del río, desviándolo al sur del área metropolitana para evitar, en teoría, que se pueda repetir algo así.
«No hace mucho tiempo ya sufríamos catástrofes naturales tanto o más graves como las que se producen en el presente»
Aunque estos tres grandes episodios catastróficos son los que más parecemos tener en la memoria en el área mediterránea, no son los únicos. El 25 de septiembre se cumplieron 45 años de las que seguramente fueron las inundaciones más mortíferas del siglo pasado en España, a causa de los extraordinarios desbordamientos de los ríos Llobregat y Besós, que afectaron de lleno a la provincia de Barcelona, en especial a los municipios de Terrasa, Rubí y Sabadell. No hay una cifra oficial de víctimas, pero el número de muertos no parece ser inferior a 700. Estamos hablando de inundaciones cuyo balance de personas fallecidas multiplica por 20 el de algunos de los otros episodios mencionados. Fue el 25 de septiembre de 1962, tiempo suficiente para que nuestra mala memoria climatológica nos haya llevado a olvidar la capacidad destructiva de —en palabras del climatólogo Jorge Olcina— nuestros pequeños monzones, los temporales de lluvias intensas que caracterizan el clima otoñal de la España bañada por el Mediterráneo y que cada año, con mayor o menor intensidad, acuden a su cita con nosotros. Pero es cierto que a pesar de que parezcamos habernos acostumbrado a que en el trimestre septiembre-noviembre asistamos todos los años a algún fenómeno adverso en Cataluña, la Comunitat Valenciana, Baleares, Murcia o Andalucía oriental, cifras de víctimas como la del episodio de 1962 en las riberas del Llobregat y el Besós pueden parecer hoy, a primera vista, acontecimientos de un clima pasado.
¿Ochocientos muertos? ¿De qué forma reaccionaría hoy la sociedad si se repitiera una riada con semejante balance? Éste es uno de los casos adecuados para preguntarnos si las condiciones climáticas actuales son o no más desfavorables que las de hace sólo medio siglo. Estamos inmersos en pleno debate mundial sobre las estrategias para frenar el supuesto calentamiento global inducido por la actividad humana, pero una simple efeméride meteorológica de primer orden, como la de las inundaciones del Llobregat y el Besós en 1962, nos recuerda que no hace mucho tiempo ya sufríamos catástrofes naturales tanto o más graves como las que se producen en el presente.
Al tratarse de hechos más recientes —sólo 25 años— tenemos más presentes en nuestra memoria los acontecimientos relacionados con las inundaciones de otoño de 1982 en la Comunitat Valenciana y Cataluña. La situación meteorológica de los días 19 al 21 de octubre de 1982 se resumen en un dato: según la estimación realizada por el meteorólogo Rafael Armengot, del Instituto Nacional de Meteorología (INM), en el observatorio de la Casa del Barón, situado aguas arriba de la presa de Tous, cayeron en menos de 24 horas —del 19 al 20 de dicho mes— más de 1.000 litros por metro cuadrado, un registro sin precedentes conocidos en España. Lo sucedido horas después, con la rotura de la presa y la terrible inundación de numerosos pueblos situados en ambos márgenes del río Júcar, es este otoño motivo de conmemoraciones y debates científicos y sociales sobre aquel acontecimiento.
En realidad, uno de los aspectos más sobresalientes del otoño de 1982 no fue sólo lo ocurrido en la cuenca del Júcar, sino la confluencia de este episodio con el que se produjo apenas dos semanas más tarde, cuando se desbordaron los ríos Cinca y Segre a causa de las extraordinarias precipitaciones acumuladas en sus cursos superiores. Es difícil saber lo que hubiese ocurrido en las comarcas valencianas de no haberse producido la rotura de la presa de Tous, pero es conocido entre los geógrafos que el comportamiento natural del Júcar durante sus avenidas es menos violento que en otros cauces fluviales, como el del Turia, por ejemplo. O el de los mencionados Cinca y Segre, protagonistas del episodio catastrófico en Aragón, Cataluña y Andorra de los días 6 al 8 de noviembre de 1982. En ríos pirenaicos como ambos, el desnivel es uno de los factores que favorecen crecidas violentas, y la de noviembre de 1982 fue notable en este aspecto, con una punta de caudal que alcanzó los 3.700 metros cúbicos por segundo aguas abajo, durante la mayor cresta de la avenida en el Segre. Esa confluencia de dos episodios excepcionales en muy pocas semanas es la que, como ya he mencionado en alguna ocasión, hizo en 1982 que la meteorología española cambiara de época y diera un paso de gigante hacia la modernización. Los sistemas de vigilancia meteorológica actuales no pueden evitar fenómenos como aquéllos, pero sí informarnos con la suficiente antelación para que las consecuencias sean mucho menores, y esto es algo impagable desde el punto de vista de la prevención de riesgos naturales.
Pero no nos engañemos. Con motivo del cincuenta aniversario de la riada de Valencia, ocurrida el 13 y el 14 de octubre de 1957 a causa del desbordamiento del Turia, la pregunta más frecuente a la que han tenido que responder meteorólogos, geógrafos e ingenieros durante los actos conmemorativos ha sido ésta: ¿puede volver a suceder? Y la respuesta no ha sido nada fácil, porque en teoría, la llamada solución sur, el desvío del río Turia por un cauce de nueva construcción fuera de la ciudad, debe servir para evitarlo, pero este otoño se ha escuchado demasiadas veces la convicción de algunos expertos que sostienen que el agua siempre intenta abrirse paso por donde lo ha hecho siempre. Sin embargo, en mi humilde opinión, lo que peor podría hacer la sociedad actual es intentar convencerse de que no puede ocurrir otra vez. Aunque fuera cierto, la mejor estrategia es estar preparado y si algo resulta evidente es que no lo estamos en absoluto.