En la ya longeva cultura humana ha habido un puñado de ideas especialmente trascendentes. Son ideas que dividen la historia en dos partes. Muchas de estas pocas grandes ideas han emergido más de una vez y de forma independiente. Por ejemplo, es difícil creer que todos lo que han usado el fuego durante los últimos 400.000 años procedan de un único hipotético genio de Homo erectus. Debieron ser muchos individuos, en diferentes partes del mundo y en diferentes épocas, los que se interesaron primero quizá por un incendio forestal y que se pusieron luego a investigar. En otros casos la idea tiene nombre y apellido. Charles Darwin tardó mucho en aparecer a pesar de todos los predecesores que también hablaron de evolución y de Wallace, que se llevó solo un pellizco de la gloria. La primera edición de su libro se agotó en un día y ya nada volvió a ser igual. Yo diría que cualquier científico envidia sana y secretamente a Darwin. Una idea, que cabe en una sola frase, le da la vuelta a toda la cosmogonía humana como si fuera un calcetín. ¿Hubiera cambiado la historia de la condición humana si no hubiera nacido Darwin, Newton o el genio que inventó el alfabeto? Seguramente otros genios igualmente enormes y trascendentes saltarían un puesto en el escalafón. Pero, ¿cómo nace y cómo se abre paso una de estas grandes ideas de choque?
Acaba de publicarse un trabajo espléndido del egiptólogo Josep Cervelló Autuori en cuyas páginas he encontrado respuestas a viejas preguntas y, sobre todo, nuevas preguntas: Escrituras, lengua y cultura en el antiguo Egipto (Ediciones UAB). Lo que siempre me ha intrigado es que todos los alfabetos en uso hoy en día tengan el mismo origen (lo que claramente no ocurre con el concepto de escritura en general). ¿Cuál es el cómo, dónde, quién, cuándo, por qué y para qué de tan colosal genialidad? Las tablas de la ley reveladas por Dios a Moisés en el Sinaí se podrían haber escrito quizá con jeroglíficos de colores, pero las religiones del libro se hubieran quedado sin libro y la filosofía, la literatura y la ciencia a merced de una frágil tradición oral o de una escritura de interpretación ambigua. La idea de alfabeto que finalmente trascendió procede de los mineros semitas que trabajaban en los yacimientos de turquesas de Serabit el-Khadim, en el Sinaí, durante la dinastía xii (entre 1990 y 1790 aC). Es el llamado alfabeto protosinaítico inventado probablemente durante el reinado de Amenemhat III. Primera sorpresa: el alfabeto no fue inventado para escribir cosas más complejas y sofisticadas. Todo lo contrario. El alfabeto fue un recurso simplificador para escribir nombres propios en las estelas votivas o nombres de divinidades adorables por personas de una cultura ¡iletrada! (si se me permite la licencia). La genialidad consiste en asignar un símbolo a cada uno de los veinte sonidos que suele tener cualquier lengua, por ejemplo, tomando como referencia el sonido que encabeza la pronunciación de un concepto. O sea: ¡P de Palencia! Basta seleccionar unos veinte signos jeroglíficos (de los miles existentes) y estilizarlos según una cursiva monocolor. Segunda sorpresa: los egipcios ya habían inventado un alfabeto con esta misma idea desde casi el principio de su cultura, pero no trascendió porque lo usaron siempre en combinación con muchos otros tipos de signos. Era más eficiente pero ¿para qué querían ser eficientes? En el mundo egipcio solo existía lo egipcio y en él cada término podía encontrar su jeroglífico. Por ello el austero alfabeto monoconsonántico nunca llegó a desplazar al sofisticado jeroglífico. Los egipcios tuvieron la idea pero la usaron en el seno de un sistema de signos más amplio y complejo, los semitas tuvieron la idea y la usaron como forma única de escritura, pero no se dieron cuenta de su trascendencia hasta que los fenicios la tomaron para algo más que para grabar lápidas.
¿Pero existió realmente un inventor? La egiptóloga israelí Orly Goldwasser cree saber incluso de quien se trata. Hubo un jefe coordinador de mineros que era algo más culto que los demás. También era semita, seguro, porque en una de las estelas aparece montado en un burro (cosa que jamás haría un egipcio). Anótenlo: se llamaba Khebeded y probablemente fue el inventor del alfabeto moderno. Poca broma.