La cultura, entendida como información transmitida por vía no genética, empieza en el mundo animal con la evolución biológica ya bien madura. Cuervos y chimpancés, por ejemplo, no solo usan herramientas sino que también las fabrican. Es algo que no está en los genes sino que se descubre, se aprende y se transmite. La cultura es un logro de la selección natural y su primer criterio de selección fue sin duda la utilidad (1). Es la propiedad esencial (quizá la única) de un chopper (un canto rodado quebrado por un lado a modo de filo) fabricado por un Homo habilis hace más de dos millones de años.
Pasa mucho tiempo hasta que otro homínido, el Homo erectus,añade una segunda propiedad a sus hachas de piedra: la estética (2). Se trata de un valor añadido hace más de 400.000 años a la utilidad. ¿Por qué habría de ser un hacha obsesivamente simétrica? La simetría no mejora su utilidad. Es una repetición bilateral, una armonía frecuente en la naturaleza: la misma que exhiben los animales respecto de la dirección perpendicular a su movimiento.
Y el tiempo continúa pasando hasta que el Homo sapiens dibuja, pinta y graba en las paredes de piedra. Entonces ya hay algo que no es utilidad ni estética. Unos dicen que es cosa de chamanes, otros que es cosa de magia, otros que es para que lo vean los espíritus… Pero quizá exista una esencia común en todas esas alternativas. Los animales y figuras humanas conservados en las paredes de las grutas tienden a representar la parte de realidad que conviene, la que se desea: fecundidad, animales (cuya carne, grasa, huesos y pieles se necesitan para vivir), celebraciones, ritos, fiestas… Raramente se ven animales dañinos o crónicas de tragedias. Es como si se quisiera influir en la realidad. ¿Cómo? Pues apelando a algo inmaterial capaz de influir sobre lo material. Llamémosles espíritus. Digamos entonces que hace unos 30.000 años la espiritualidad (3) emerge para sumarse a la utilidad y a la estética.
Y el tiempo sigue fluyendo hasta el gran salto: los símbolos ya no se usan solo para evocar pedazos de la realidad, también se pueden usar para representar ideas abstractas: conceptos filosóficos, números, letras, palabras… Y así, con el descubrimiento de la ganadería y de la agricultura, florece la abstracción (4) que despliegan las antiguas civilizaciones de Mesopotamia, Grecia y Egipto. Con la abstracción, la cultura (de la utilidad, de la estética y de lo espiritual) ya tiene cómo elevarse al rango de conocimiento universal susceptible de ser registrado con fidelidad y transmitido con rigor.
Gracias a ello aparecen las religiones con libro, con libro único que revelan verdades únicas de un Dios único: la Torá, la Biblia, el Corán… La verdad revelada pasa entonces a señorear la cultura y la convivencia. El arte de Bizancio es todo en oro para la gloria de Dios, el románico es pedagogía severa de la fe… Se inaugura así la quinta edad de la cultura humana: la revelación (5). En los milenios siguientes asoma una contradicción creciente: en un mundo incierto y cambiante domina una cultura de verdades únicas y eternas.
En el clímax de este conflicto brota el Renacimiento. En él eclosiona una nueva forma de conocimiento que entra en colisión frontal con el saber revelado. Se trata de conocer la realidad con la mínima ideología preconcebida posible: es la ciencia (6). En un sentido amplio se puede decir que hay ciencia desde antes de Arquímedes, pero la ciencia tal como hoy la entendemos arranca con Galileo: es la sexta edad de la cultura.
Algo parecido sucede con el arte. Decimos arte rupestre para referirnos a las pinturas del Paleolítico. Sin embargo el arte por el arte no despierta hasta finales del siglo xix. Es el arte despojado de cualquier función social o religiosa, una forma de cultura que, según Walter Benjamin, tiene a Mallarmé como primer usuario. Es la séptima y más reciente edad de la cultura: el arte (7).
Se puede concebir un nuevo Museo de la Historia de la Cultura con este guión: utilidad, estética, espiritualidad, abstracción, revelación, ciencia y, por fin, el arte.