Las emociones son respuestas adaptativas de nuestro organismo ante estímulos que son o han sido importantes para la supervivencia o la reproducción. La respuesta emocional es un estado mental subjetivo que va acompañado de comportamientos (incluyendo expresiones faciales, posturas y movimientos) y cambios fisiológicos específicos (hormonales y del sistema nervioso autónomo). Nuestro cerebro está continuamente monitorizando lo que ocurre en nuestro cuerpo y detecta estos cambios; por eso sentimos mariposas en el estómago o un nudo en la garganta cuando experimentamos ciertas emociones.
Un grupo finlandés liderado por Lauri Nummenmaa se propuso investigar dónde se localizan en el cuerpo las distintas emociones. Pidieron a los participantes que representasen en dos siluetas humanas qué partes del cuerpo sentían que se activaban o desactivaban cuando experimentaban una determinada emoción. Los resultados mostraron que diferentes emociones se asociaban con sensaciones corporales topográficamente diferentes y que, independientemente del sexo o la cultura, existía una gran concordancia entre personas, lo cual apoyaba la existencia de rasgos psicofisiológicos universales y específicos de cada emoción.
Pero… ¿causan las emociones los cambios corporales o son estos los que originan las emociones? Esta pregunta ha generado debate desde que, en 1884, William James propuso que la emoción era la sensación producida por los cambios corporales inducidos por un estímulo. En palabras de James: «Sentimos pena porque lloramos, rabia porque golpeamos, miedo porque temblamos». Más de un siglo de investigación sobre el tema ha demostrado que las respuestas corporales son un componente fundamental de las emociones y que podemos modificarlas manipulando tanto la fisiología como el comportamiento, aunque los resultados no siempre han sido consistentes y continua sin una respuesta concluyente la cuestión sobre qué causa qué.
En marzo de 2023, se publicó un artículo en Nature de Brian Hsueh y colaboradores que arroja luz sobre esta cuestión, y nunca mejor dicho. Muchas emociones (ira, miedo, asco, alegría, placer, sorpresa…) van acompañadas de una aceleración del latido del corazón, producida por la activación del sistema nervioso simpático y la liberación de adrenalina (epinefrina) en la glándula suprarrenal. Esta relación entre la actividad cardiaca y muchos estados emocionales explica que, desde muy antiguo, y en diferentes culturas, se haya vinculado al corazón con emociones y sentimientos. Así, los investigadores utilizaron luz de diferentes longitudes de onda en ratones de laboratorio para controlar su ritmo cardiaco y para desactivarles parte del cerebro.
En concreto, se propusieron averiguar si un incremento del ritmo cardiaco podía generar ansiedad. Así, modificaron las células del corazón para que expresaran un canal de membrana que, al ser iluminado con luz roja, hacía que las células se excitaran y se acelerara el ritmo cardiaco. Cuando se inducía ópticamente taquicardia, los ratones incrementaban los comportamientos relacionados con ansiedad respecto a los animales controles, pero solo en contextos que de manera natural provocan comportamientos ansiosos. A continuación, estudiaron qué áreas cerebrales se activaban al inducir taquicardia y encontraron mayor activación en la ínsula, lo que era esperable, ya que esta región cerebral se ha relacionado en humanos y otras especies con interocepción (es decir, la percepción del estado interno del cuerpo) y emoción. Por último, los investigadores utilizaron una proteína diferente, sensible a la luz azul, para inhibir las neuronas de la ínsula, lo que redujo los comportamientos ansiosos inducidos por la taquicardia. Con un diseño experimental muy sofisticado, este minucioso estudio reafirma las complejas relaciones bidireccionales entre cuerpo y cerebro en las emociones y abre nuevas vías para estudiar los mecanismos de las emociones y modular su respuesta.