«El hombre es un milagro sin interés», escribía Jean-Jacques Rousseau. Con este oxímoron quizá quería mostrar lo extraordinaria que es nuestra naturaleza y lo acostumbrados que estamos a ella, sin darnos cuenta de su singularidad. Como diría el conde de Buffon, contemporáneo de Rousseau, en muchos sentidos el hombre es un gran desconocido para el hombre. Es decir, somos un milagro, pero uno que no nos causa ningún estupor, entre otros motivos, porque en buena parte ignoramos qué somos.
Salvador Macip, en su ensayo ¿Qué nos hace humanos?: Notas para un biohumanismo racionalista, explora los elementos que hacen de la naturaleza humana algo tan excepcional. Para ello, proyecta sobre nosotros su mirada de médico y genetista, y escruta qué somos: «Los humanos tenemos 3.230 genes imprescindibles (…) esto representa el 15 % de los 20.000 genes más o menos que tiene nuestro genoma». En realidad, el milagro humano se lleva a cabo con muy pocos genes, si tenemos en cuenta que el genotipo del arroz contiene cerca de 50.000. Así pues, con algo más de 3.000 genes se origina este ser vivo que está a un paso de conquistar las estrellas. Y, sin embargo, esos genes son los que rigen nuestras células, los elementos mínimos de la vida. De esta forma, «los humanos somos máquinas enrevesadas construidas con unos treinta billones de elementos relativamente sencillos que funcionan con una complejidad perfectamente coordinada». Así, Macip propone que lo que hace humana a esta máquina de genes y células es la conciencia, la inteligencia y la dimensión social.
Como dice Macip, «los humanos somos animales con una habilidad peculiar y única: ser conscientes de nuestra existencia». Ser conscientes de ello, sentir ese élan vital que nos llena, y que va más allá del mecanicismo biológico, ha hecho de nosotros unos seres totalmente singulares, dando pie a toda forma de interpretación mística de la vida. Entonces, cuando morimos, ¿qué pasa con aquella conciencia que algunos llaman alma? En muchos sentidos, esta necesidad de creer en el más allá (en universos paralelos, dice Macip) es uno de los factores únicos que definen a la humanidad. Pero ¿qué pasaría si, gracias a los avances científicos, el ser humano lograra que otros seres vivos alcanzaran un grado equiparable de conciencia? ¿Los trataríamos «como iguales o como seres inferiores de los que podemos seguir aprovechándonos»?
«Somos un milagro, pero uno que no nos causa ningún estupor, entre otros motivos, porque en buena parte ignoramos qué somos»
Por otro lado, Salvador Macip considera la inteligencia como otro elemento definitorio de la naturaleza humana: «Podríamos afirmar que una parte de la esencia de la humanidad sería haber alcanzado globalmente unos niveles de inteligencia a los que ningún otro animal no puede acceder». No está claro qué nos hace tan inteligentes respecto a otros seres vivos, pero no parece ser el tamaño del cerebro (Stephen Jay Gould escribió, hace ya un buen puñado de años, un excepcional artículo titulado «Cerebros grandes, mentes pequeñas»). Parece que más que el tamaño debería ser la capacidad de establecer conexiones neuronales, y que esto sería resultado de unos cambios en seis genes concretos, todos ellos relacionados con el desarrollo del cerebro. Pero, como indica Macip, habría tenido a la vez un precio importante, un grave daño colateral: quizás somos una especie excepcionalmente inteligente, pero también «somos la única especie que padece enfermedades neurodegenerativas, como el Alzheimer».
Por tanto, somos una especie consciente, con un cerebro extraordinariamente desarrollado. Esto nos ha permitido captar la realidad, pero también trasladarnos a una dimensión espiritual, buscando una explicación sobrenatural de todo lo que no acercábamos a poder explicar. Somos seres místicos, violentos por naturaleza, y con una tendencia natural hacia la desigualdad, de modo que las democracias, fruto de estos elementos constitutivos de nuestra naturaleza inteligente, están constantemente sometidas a los embates de su tiempo. Como escribe Macip, «podría ser que el igualitarismo puro en el ámbito social fuera en la actualidad un sueño imposible y que la oligarquía y el totalitarismo (más o menos encubiertos) sean posiciones hacia las que acabamos gravitando irremisiblemente».
Salvador Macip explica todos estos puntos con una notable capacidad expositiva, empedrando todas sus afirmaciones, incluso aquellas que pueden parecer más polémicas, con un conjunto de notas, que a su vez resultan igual de interesantes de leer que el texto principal. El libro termina con unas brillantes reflexiones sobre el futuro de la humanidad, donde elucubra sobre la posibilidad de alterar nuestro genoma, y transformarnos en trashumanos. En un futuro no demasiado lejano, se podrían eliminar genes causantes de enfermedades graves o invalidantes, pero también podemos ir más allá y expandir nuestro genoma, y «aspirar a hacer que el humano del futuro sea más fuerte, más alto, más inteligente o potenciar cualquier otra característica que nos parezca positiva». Incluso, como señala Macip, especialista en envejecimiento en la Universidad de Leicester, podría intentarse alargar mucho la esperanza de vida media de nuestra especie.
En resumidas cuentas, en pocos años el ser humano podría ser un milagro con mucho interés. Un ser vivo que regula su naturaleza biológica, la adapta a su contexto, la conoce a fondo y la potencia en su máxima posibilidad genética. Además, podría ir más allá e introducir en su ADN genes de otros seres vivos, para dotar a sus aptitudes de más elementos competitivos. Esto, junto a la de complementos cibernéticos, podría convertirnos en una especie poshumana, diferente en muchos sentidos a la actual. Aquello también tendría sin duda una repercusión sobre nuestra forma de engendrar hijos y de gestarlos, y posiblemente también todo esto se llevaría a la práctica fuera del cuerpo humano, por procesos ectogenéticos, como ya previó Haldane. Y, así las cosas, esa especie sería un ser vivo por completo separado del resto de la biodiversidad.
Todo son escenarios posibles. Sea como sea, como concluye Macip, «la ciencia es solo una herramienta que nos permitirá avanzar hacia el futuro que queremos. Necesitamos saber utilizarla y querer hacerlo». Así es.