Los humanos somos seres altriciales. Eso quiere decir que nacemos muy inmaduros, nos falta un hervor. Les pasa a más animales, en especial a aquellos que son depredadores y que pueden permitirse el lujo de tener un desarrollo lento y duradero. Esto tiene la desventaja de que durante la primera época de la vida somos seres desvalidos, que dependemos de la ayuda de otros congéneres, pero también tiene la gran ventaja de que el sistema nervioso completa su desarrollo recibiendo un constante bombardeo de estimulación social y cultural. Si naciéramos ya hechos, nuestro cerebro tendría muchas dificultades para el aprendizaje del lenguaje y del comportamiento en sociedad. Los animales que en el juego de la vida ejercen de presa, como los mamíferos herbívoros, nacen con un desarrollo avanzado, lo que les permite salir corriendo a los pocos minutos de llegar al mundo, pero tanta velocidad parece que limita en cierta medida su plasticidad cognitiva.
Las criaturas humanas recién nacidas son esponjas de absorción sensorial y, aunque tardarán meses en decir su primera palabra y en comprender una oración subordinada, les hablamos desde el primer segundo. Aunque pueda parecer que estamos perdiendo el tiempo dirigiendo a esas tiernas criaturas oraciones gramaticalmente complejas, no es así. Los experimentos que se han realizado muestran que los bebés prelingüísticos captan con facilidad el tono emocional de lo que les estamos diciendo –unas palabras de aprobación, una regañina, un mensaje de susto–, y la razón para semejante habilidad está en la música: resulta que, de manera espontánea y sin haber recibido ninguna instrucción previa para ello, los humanos de todas las culturas del planeta que se han estudiado les hablamos cantando a los bebés.
Tanto los adultos como los bebés prelingüísticos poseemos de forma innata una simpática habilidad para, respectivamente, producir y comprender el tono emocional que hay detrás de un mensaje cantado. En ciencia se llama lenguaje de bebé a la forma musical con que hablamos a los bebés: es un lenguaje oral con una prosodia exagerada, en la que tendemos a usar frases cortas, con palabras claramente separadas entre sí y repetidas, en donde abundan los tonos altos (más agudos que graves) y las vocales alargadas, lo que da como resultado un habla de tintes musicales que es capaz de transmitir a las pequeñas criaturas el mensaje emocional del momento. Con nuestras mascotas usamos exactamente el mismo tipo de habla musical, ya que es la mejor manera que tenemos para transmitirles qué pasa por nuestra mente. Para el arqueólogo Steven Mithen, esta prioridad en el desarrollo de la música sobre el lenguaje articulado es una pista relevante que parece indicar –junto con otras evidencias– que, en el proceso evolutivo, antes del amanecer del lenguaje simbólico, los humanos utilizamos un sistema de comunicación oral y gestual en el que los ritmos, tempos y melodías permitían tanto comunicar el estado emocional del emisor como manipular las emociones y el comportamiento de quien recibía el mensaje.
Si es sorprendente la universalidad y el carácter espontáneo con que utilizamos esta forma de comunicación con los bebés, no lo es menos la naturalidad con que dejamos de usarla: alrededor de los tres años, una vez que la criatura humana da muestras de comprender y manejar un lenguaje gramatical, la transmisión musical de emociones pasa a un segundo plano o, mejor dicho, a otro plano (sin embargo, a los otros animales, que nunca adquieren un lenguaje complejo, les hablamos cantando toda la vida). En la edad adulta mantenemos los dos sistemas de comunicación: gracias a la extraordinaria herramienta del lenguaje podemos compartir con los demás, con una precisión extraordinaria, cualquier cosa que se nos pase por la cabeza y, al mismo tiempo, la sorprendente variedad de elaboraciones musicales de la cultura actual nos permite transmitir y evocar todo tipo de emociones.