Viaje al país del «ajgal»
Umarhuz y los improbables dragos amaziges del corazón del Anti-Atlas

Llegamos andando a lo alto de la loma sobre la cual se levanta la aldea. Las precarias condiciones de la pista de tierra que llega hasta allí han aconsejado, al poco de abandonar la carretera asfaltada, que liberásemos nuestro coche de todo el peso posible. El caserío al que hemos llegado y en el que pasaremos esta noche se llama Agadir Ougjgal: la primera parte del nombre hace referencia, en el amazige tashilheet que se habla en estas tierras, a un lugar fortificado (a menudo, un granero comunitario) y es un nombre de lugar frecuente en toda la región, empezando por la conocida capital homónima de la región de Souss-Massa, donde hace unas horas hemos empezado nuestro viaje por Marruecos. En cuanto a ougjgal (o ajgal, en la forma más popular actualmente), se trata del nombre que se le da aquí a un árbol que, de hecho, es el motivo que nos ha traído hasta este lugar remoto del Anti-Atlas: una forma endémica de los denominados dragos de Canarias. Esta especie se consideraba exclusiva de las islas de la Macaronesia hasta que, en 1997, los botánicos Abdelmalek Benabid y Fabrice Cuzin hicieron público el sorprendente descubrimiento de una población continental que ha sobrevivido arrinconada en los arrebatadores despeñaderos del estrecho de Umarhuz, abierto por el río Massa entre las montañas de Imzi y Adad Medni. Pero de momento el único rastro que hallamos de los dragos son unos pocos ejemplares plantados junto a las casas, algunos de ellos de tamaño respetable. Me alegra especialmente ver, al llegar al pueblecito, algunas indicaciones caseras sobre la presencia de los dragonniers: por lo que se ve, no parece que mucha gente venga a hacer turismo hasta aquí, sea para ver dragos o por cualquier otro motivo. Pero que al menos los locales sean conscientes de la importancia del patrimonio que conservan y se impliquen activamente en su preservación siempre es una magnífica noticia.

Desde el mismo momento en que supe de la existencia de los dragos del Atlas, empecé a anhelar la posibilidad de conocerlos algún día sobre el terreno, y por eso no puedo negar que el simple hecho de haber llegado hasta esta remota aldea amazige a los pies del Adrar Imzi tiene, para mí, una significación muy especial. Pero también reconozco que, más allá de lo poco que en estos años he ido leyendo sobre este tema, no sabría decir qué es lo que espero encontrarme realmente aquí. En todo caso, después de dejar los equipajes y mientras empezamos a andar con nuestros guías, repaso mentalmente lo que recuerdo del largo camino que ha traído estos árboles extraordinarios hasta el lugar (y el tiempo) donde espero poder verlos pronto; un camino que puede remontarse al menos hasta principios del Mioceno, hace unos 25.000.000 años, cuando en las costas que rodeaban –por el norte y por el sur– lo que los geólogos llaman mar de Tetis prosperaban bosques y matorrales en los que abundaban las especies de hoja ancha, dura y persistente. Por lo que se sabe, en los claros y en los bordes de estas formaciones, que debían parecerse mucho a las actuales laurisilvas macaronésicas, crecían unas llamativas hierbas y arbustos de hojas estrechas y apuntadas y flores parecidas a las de los espárragos. Probablemente, estas hierbas y pequeños árboles habían aparecido sobre la tierra algunos millones de años antes, cuando lo que ahora son Eurasia y América del Norte habían empezado apenas a separarse. Pero tuvieron que esperar todavía unos cuantos millones de años más hasta que una especie de primates que se considera a ella misma como inteligente decidió ponerle nombre a sus descendientes. El científico sueco que lo hizo las llamó Dracaena, debido a que algunas de las especies del grupo tienen una savia roja, viscosa, apreciada desde la antigüedad por sus propiedades y conocida secularmente como «sangre de dragón». Actualmente, Dracaena engloba, según la fuente, hasta 189 especies distintas, y su relación con otros géneros próximos como Cordyline o Sanseviera ha sido objeto de no pocas controversias taxonómicas; también por lo que respecta a la familia el género ha cambiado a menudo de ubicación. Hoy parece cómodamente instalado dentro de las asparagáceas.
Hic sunt dracones
La mayoría de las especies de Dracaena actuales son plantas herbáceas y tan solo unas pocas llegan a ser pequeños árboles. Casi todas las especies conocidas se distribuyen a un lado y a otro del África septentrional, en dos núcleos geográficos aislados al este (incluyendo Arabia y Socotra) y el oeste del continente. Solo dos (D. americana y D. cubensis) viven en las selvas de América Central y Cuba, y son consideradas por ello auténticos fósiles vivientes, restos de la época en que sus antecesores florecían en las tierras ásperas del sur de Laurasia y el norte de Gondwana. Muchas son conocidas porque se cultivan como ornamentales, y es rara la casa o el jardín que no tiene algún ejemplar de D. marginata o D. fragrans. Pero la especie más emblemática es indudablemente Dracaena draco, el popular drago de Canarias. O, mejor dicho, uno de los dragos canarios, porque hace unos pocos años se describió, de la isla de Gran Canaria, una nueva y fascinante especie llamada D. tamaranae.

Como planta ornamental, el drago de Canarias se cultiva prácticamente en todas las zonas templadas del planeta. Algunos ejemplares son especialmente conocidos: por ejemplo, el celebérrimo árbol de Icod de los Vinos, en Tenerife, probablemente uno de los vegetales más fotografiados del planeta. Hay un buen puñado de referencias de todo tipo sobre los dragos de las islas atlánticas, así como historias y leyendas a su alrededor, desde Ladón –el dragón de cien cabezas encargado de guardar el Jardín de las Hespérides y sus manzanas de oro– hasta la fascinación de Alexander von Humboldt ante el desaparecido drago del Jardín de Franchy, en La Orotava. Hay también numerosas referencias a la ya mencionada sangre de drago, una sustancia usada como tinte y medicina, y que tenía también un relevante componente mágico. La sangre de drago era muy apreciada por fenicios, griegos y romanos; según parece, la conseguían de comerciantes orientales que, a su vez, la obtenían de la isla de Socotra, donde era recolectada de otra especie endémica, D. cinnabari. Según algunas fuentes, Plinio el Viejo mencionaba como origen de la sustancia las «Islas Afortunadas», y es conocida la cita de Isaac Vossio (recogida a su vez por José Viera y Clavijo, parece que con algunos errores) que hace referencia al respecto: «Sane hodie eliam num frequens est in Insulis Fortunatis arbor illa, quae crinabarim gignit, vulgo sanguinem draconis appellant». También para los árabes era una sustancia apreciada y de múltiples utilidades médicas, como demuestran numerosos textos medievales sobre la materia.

Durante siglos se había pensado que el mítico drago –símbolo legendario, fuente de la estimada savia, reliquia botánica y joya biogeográfica– era una especie restringida a las islas macaronésicas, ya que además de en Canarias, aparece también de forma espontánea en Madeira –donde es extremadamente escaso– y en Cabo Verde, de donde Marrero y Almeida describieron, en 2012, otra subespecie endémica a la que llamaron caboverdeana. Pero, como se ha dicho antes, esta idea cambió radicalmente con el descubrimiento, por parte de Benabid y Cuzin, de la población continental de dragos, estimada en miles de ejemplares, que había pasado desapercibida para los botánicos pero no para los pueblos amaziges de la zona, que conocían bien los árboles y sus diferentes utilidades. Una vez descartado que se tratara de una población introducida por las actividades humanas, Benabid y Cuzin encontraron suficientes diferencias entre estos ejemplares continentales y los procedentes de las islas para considerarlos una subespecie diferente. La llamaron Dracaena draco ssp. ajgal, que es el nombre que recibe el árbol en el habla amazige local; según algunas fuentes, ajgal significaría ‘el que vive en lo alto’, pero otras –probablemente más fiables– traducen la palabra como ‘colmena’, ya que los troncos se utilizan con esta finalidad. También la «sangre» de estos dragos habría sido utilizada por los pobladores locales como barniz y tinte, e incluso se dice que las pinturas rupestres de la zona, que ha sido declarada por todo ello patrimonio mundial, se habrían hecho con esta. Se ha demostrado que los dragos naturalizados de Gibraltar o Cádiz corresponden también a esta subespecie, por lo que es posible que fueran transportados desde el Atlas a la península ibérica en algún momento histórico, probablemente de la mano de los musulmanes. Estudios genéticos recientes sugieren que las poblaciones del Anti-Atlas, que habían sido interpretadas inicialmente como un área de refugio para la especie, corresponden en realidad a colonizaciones cuaternarias a partir de las poblaciones canarias. También la población de Cabo Verde tendría este mismo origen.
Mon cor estima un (altre) arbre
Pero volvamos al viaje. La maciza mola de la montaña de Imzi, que cierra por el este el horizonte del pueblecito, está prácticamente desproveída de vegetación arbórea. Solo algunos pies aislados de algarrobos y arganes crecen en la ladera abrupta y rocosa cubierta de estrechísimos bancales que llegan prácticamente hasta la cumbre, de 1.535 metros y ocupada por unas antenas muy visibles. La casa en la que nos hemos instalado tiene unas vistas extraordinarias a la montaña, hacia la que pronto empezamos a caminar de la mano de Hassan e Ismail, dos hermanos adolescentes que nos harán de guías en este corto recorrido hasta el lugar desde donde deberíamos vislumbrar los dragos. Remontamos las pendientes abancaladas de la montaña –nuestros guías nos dicen que en estos bancales se planta, o se plantaba, forraje– hasta llegar a la rocosa carena, que reseguimos todavía durante un rato pero ya a la vista del estrecho del río y sus vertiginosos acantilados, en los cuales muy pronto empezamos a distinguir los primeros dragos «salvajes», colgando literalmente de las rojizas paredes de cuarcita del desfiladero.

Habiendo escogido aproximarnos desde este lado, no podremos llegar mucho más cerca de los árboles, pero verlos desde la distancia –y más todavía enmarcarlos en el contexto de los lugares donde viven– tampoco es poca cosa. Casi mil metros por debajo de donde nos encontramos, en el lecho del río, hay una aldea (más tarde, mirando los mapas, veo que se llama Addar) que con toda seguridad ofrece una perspectiva diferente de los dragos y de su extraordinario hábitat. Otros núcleos de casas se distinguen en la distancia al otro lado del estrecho, si bien acceder a ellos tampoco parece cosa sencilla. En todo caso, y ahora que tenemos los dragos a la vista, no pienso en otra opción que no sea disfrutar del momento (diría «mágico», y estoy seguro de que me perdonaréis el tópico), de la luz que empieza a declinar y del paisaje extraordinario que nos rodea. Tan solo lamento, si acaso, no poder pasar más tiempo aquí –siempre se queda corto, el tiempo, en estos casos– para poder aprender más sobre el paisaje, las plantas, los nombres de los lugares, las pinturas rupestres que tendrán que esperar otra ocasión y, en general, sobre la vida en estas tierras. Todavía nos queda, por suerte y antes de continuar el viaje, la preciosa puesta de sol desde la terraza de la casa, las gacelas del Atlas (Gazella cuvieri) y los arruís o oudad (Ammotragus lervia) que se dejan ver paciendo en la distancia, y la cena –y la conversación– compartida con nuestros guías y anfitriones, tan profundamente arraigados como los mismos dragos a un país, el del ajgal, que impresiona por su belleza pero donde la vida no debe de ser nada fácil y donde la gente, los árboles, los pueblos y las lenguas a menudo han debido confundirse con la roca para poder sobrevivir.
Este trabajo está basado en las entradas sobre el tema publicadas por el autor en su blog «La línia de Wallace» (http://laliniadewallace.blogspot.es).