Entrevista a Ernest García

«En términos de lenguaje, se ha pasado de la sostenibilidad a la resiliencia»

Sociólogo y autor del libro Ecología e igualdad

Ernest García

Entrevisto a Ernest García uno de esos días de otoño soleados en los que da gusto pasear por el Jardín Botánico de la Universitat de València. Ernest García ha dedicado gran parte de su trayectoria a conjugar sociología y medio ambiente y es autor de libros como El trampolín fáustico: Ciencia, mito y poder en el desarrollo sostenible (1995) o Medio ambiente y sociedad (2004). Ahora, el sociólogo valenciano acaba de publicar Ecología e Igualdad: Hacia una relectura de la teoría sociológica en un planeta que se ha quedado pequeño (Tirant, 2021). Un volumen fruto de su tarea docente y de investigación a lo largo de la cual ha sido durante años profesor de teoría sociológica clásica en los estudios de sociología de la Universitat de València, pero también de sociología medioambiental para el alumnado de ciencias ambientales. «Decía de broma que era como si fueran cerebros distintos: en ambientales todo lo que eran datos y lógica entraba perfectamente en los alumnos, y todo lo que era conflicto social, cultura, etc., les sonaba muy extraño; y en sociología ocurría justo al revés», explica.

El profesor García subraya cómo este hecho le ha obligado a navegar entre disciplinas diferentes, y aquí es donde surge el germen de este libro que tenemos ahora entre las manos. Este trabajo para adaptar la enseñanza a unos y otros le obligó a mirar estos dos campos con ojos nuevos y encontrar vínculos que hasta ese momento quizás se habían ignorado. Releer las discusiones sobre los recursos que se han tenido en el pasado asegura que le ha servido para ver que, pese a que se utiliza un lenguaje diferente, los argumentos que se encontraban hace 200 años aún se puede encontrar hoy en día. Conversamos sobre estas cuestiones ampliamente, durante una conversación en la que Ernest García muestra su talante reflexivo y tranquilo.

Foto: Anna Mateu

Haciendo referencia al título de su libro, ¿cómo de pequeño se nos ha quedado el planeta en relación con los recursos que necesitamos para mantener el modo de vida actual?

Depende. Si cogemos la huella ecológica como indicador, en los años setenta ya superamos los límites de la capacidad del planeta.

En el libro, se remonta a la Revolución Industrial y a la figura de Malthus, que está muy presente en la obra. Él defendía precisamente eso, que la naturaleza pone límites al crecimiento.

Malthus afirma esto a finales del siglo XVIII, igual que en 1972 lo hizo el Club de Roma.

Y aún así, en su libro explica cómo el término malthusiano se ha utilizado casi como insulto. ¿A qué se debe este rechazo a las ideas de Malthus?

En parte, por la construcción de una imagen de Malthus como enemigo de los pueblos, dentro del desarrollo de la teoría social y política. Ahora, mi opinión después de haber leído mucho sobre esto es que hay otra razón: el recordatorio por parte de Malthus de que la naturaleza pone límites, lo que no nos deja hacer todo lo que querríamos hacer. Esto ha influido en la condena de toda la izquierda del siglo XIX, por una parte: marxistas, anarquistas… entendían que esto era una tesis que introducía nubes sobre la perspectiva del porvenir radiante de la humanidad en medio de la abundancia material.

Pero no solo de la izquierda…

No, hay una coincidencia muy grande entre marxistas y pensadores de inspiración cristiana en el rechazo de este aspecto del malthusianismo de que hay límites impuestos por la naturaleza. En el caso cristiano esto se liga con la cuestión del control de la natalidad que proponía Malthus. A finales del siglo XIX y principios del XX, los movimientos neomalthusianos mantenían la tesis de que moderar la reproducción es una vía de mejora de la situación material de las clases trabajadoras. Esto en la sociedad actual está muy asumido, pero en aquel momento fue una fuente de conflicto muy seria. Pero también hay otro momento clave en este rechazo a Malthus. Después de la publicación de El origen de las especies se acentúa el rechazo de Malthus bajo la tesis de que había sido inspirador de Darwin. Lo reconoce el propio Darwin en su obra. Entonces, desde la segunda mitad del siglo XIX, toda esta conexión Malthus-Darwin se repite, y el rechazo al darwinismo arrastra la acentuación del rechazo a Malthus.

Recientemente entrevistábamos en Mètode al econosmista Joan Martínez Alier, que defendía que el único camino ahora mismo es el del decrecimiento. ¿Qué piensa sobre ello?

Es que es así. Si hemos ido más allá de los límites planetarios, el decrecimiento no es una opción, es inevitable.

¿Es compatible este decrecimiento con un cierto bienestar o prosperidad?

En teoría, sí. No es un tema que haya tratado muy a fondo en este libro, pero hay visiones que apuntan hacia una bajada próspera. El biólogo Howard Odum y su compañera [Elisabeth Odum] titularon precisamente así un libro donde defendían que podía haber una fase de decrecimiento de las magnitudes físicas compatible con el mantenimiento del bienestar. También hay otras versiones que apuntan hacia un colapso o una catástrofe. En este lado tenemos por ejemplo la obra de 2005 de Jard Diamond [Collapse] sobre el colapso de las sociedades antiguas, que fue un best-seller.

La cuestión de un posible colapso está muy presente también en la actualidad. ¿Puede llegar hasta el punto en el que nuestra sociedad desaparezca igual que esas sociedades antiguas a las que se refería Diamond?

Es posible. De hecho, en el libro repaso las tres formas principales de abordar o discutir la cuestión que se han expresado en las últimas décadas. Pero mi opinión es que no podemos anunciar con certeza que se producirá un colapso, y que se producirá de tal manera o en tal fecha.

En el libro habla de algunas sociedades pasadas que más que colapsar tuvieron que adaptarse a los cambios. En concreto, habla de la isla de Mangaia y en cómo al llegar al límite de recursos lo que hicieron fue cambiar de costumbres, cambiar de dieta. Esto puede parecer una cuestión menor, pero me recordaba a la polémica del verano pasado sobre la reducción del consumo de carne que se recomendaba desde el Ministerio de Consumo. ¿Por qué son tan problemáticos estos cambios relacionados con las costumbres o hábitos que a priori parecen menores?

Este es uno de los núcleos que trato extensamente en el libro. La conexión entre colapso y reorganización merece más investigación de la que se ha hecho hasta ahora. El ejemplo de Mangaia es un ejemplo deliberado porque muestra la evolución de la interpretación sobre lo que ocurrió allí. A principios del siglo XXI se hablaba del desastre de Mangaia, y en los últimos años se ha hecho otra lectura, que pasa del colapso al reajuste vía resiliencia. En el fondo, la transición en términos de lenguaje, de sostenibilidad a resiliencia a mi me resulta bastante divertida.

¿Por qué?

Porque en el fondo es pasar de la tesis de que como mínimo podemos mantener las cosas como están a decir que ya no hay nada que hacer y que lo que hace falta es adaptarse como sea posible. En los últimos veinte años esta idea ha ido ganando terreno. Si miras los informes sobre cambio climático, siempre ha habido dos ideas básicas: la mitigación, controlar o reducir los efectos, y la adaptación, ajustar las instituciones sociales a lo que ya es inevitable. Pues la adaptación ha ido ganando terreno y cada vez tiene más presencia.

Cuestiones como estas de la dieta, pero también otras relacionadas con el medio ambiente, chocan a veces con cuestiones que tenemos asimiladas como derechos. Pienso por ejemplo en la libertad de coger un avión cuando lo desee o de ir en coche a todos lados. ¿Cómo se conjuga esta libertad individual con esta adaptación que estábamos comentando?

En la idea de libertad ha habido una asociación muy fuerte con abundancia material. Y es fácil de entender porque si tienes más recursos tienes más opciones. Y por tanto a la inversa, si tienes menos recursos, entonces las opciones también son menores. Y esto efectivamente plantea problemas desde este punto. Por ejemplo, reintroduce el fantasma del racionamiento. La invocación al cambio cultural, que es lo que hizo el ministro [de Consumo Alberto Garzón] es una forma benigna de resolver este problema sin racionamiento: si todo el mundo llega a la conclusión de que tiene que hacerlo y se ajusta automáticamente, no hace falta racionar los recursos. Pero esto a mi me parece sociológicamente poco realista.

Ernest García

Foto: Anna Mateu

Lo comenta usted en el libro, renunciar a beneficios actuales pensando en costes futuros o implicaciones futuras es complicado.

Porque entre otras cosas, las restricciones a la abundancia suponen inevitablemente restricciones a la libertad si entendemos la libertad como opciones diversas.

Últimamente el concepto de libertad se ha utilizado mucho para criticar ciertas medidas para responder a problemas colectivos, y el caso más claro es el de la pandemia. Pero este argumento también se puede aplicar muy fácilmente a las restricciones por causas medioambientales, ¿qué opina?

Y tiene toda la pinta de que esta psudorevolución de la libertad irá creciendo aún más. No he querido entrar en esto en el libro, pero creo que desmontar esta idea tendría mucha importancia. Si vamos hacia un contexto donde habrá menos abundancia, difícilmente puede haber más libertad.

Si pensamos no dolo en nuestra sociedad, sino en términos globales de todo el planeta, ¿se puede hacer esta transición ecológica y al mismo tiempo reducir las desigualdades?

Sin introducir la cartilla de racionamiento, no. Hubo una experiencia de tarjeta de carbono en Gran Bretaña, para racionar emisiones por persona. Hubo diseños muy avanzados y se llegó a debatir incluso en el parlamento, pero no prosperó. Cualquier sistema de racionamiento despierta todos los fantasmas porque está muy asociado con la idea de crisis. Pero como problema de teoría política actual la cuestión de si puede haber formas democráticas de racionamiento me parece de una vigencia absoluta.

Relacionados con esta transición energética de paso del carbono hacia otras energías, están surgiendo también una serie de conflictos ambientales que por un lado son nuevos pero, por el otro, responden a un esquema más clásico que siempre ha existido y que usted conoce muy bien: los conflictos ambientales ligados al territorio. En concreto me refiero a la planificación de plantas de energías renovables, como la eólica o solar, en las comarcas interiores, donde se genera un impacto en el paisaje, pero también se plantea como incentivo económico para estas zonas.

¿Qué paradoja, no? Ahora resulta que por todos lados hay ecologistas luchando contra las placas solares, ¿quién lo iba a decir?. Pero si lo piensas tampoco es tan sorprendente. Uno de los problemas de la energía solar es que necesita mucho espacio para aprovecharla, y eso se sabía. Hasta ahora se explicaba a pequeña escala, pero cuando hemos entrado en la dinámica de ponernos a hacer grandes extensiones, ya que ocupa mucho espacio. Si observas la evolución de los usos de la eólica, cada vez se ha ido más hacia el mar para evitar zonas habitadas. Y aún así hay oposición, mira el proyecto del Parc de Tramuntana en Cataluña, porque hay alteración del paisaje, afecta al turismo y a otras actividades… En el fondo es un conflicto de usos. Otras soluciones que apuntan son muy líricas. Poner placas solares en los tejados está muy bien para el autoconsumo, pero no podemos transformar una sociedad industrial con renovables solo poniendo placas solares en los tejados.

Hay conflictos ambientales que vienen de lejos, como la ampliación del Puerto de València, pero que en medio de las declaraciones de emergencia climática de los diferentes gobiernos y administraciones pueden resultar sorprendentes. ¿No es contradictorio llevar adelante esta ampliación y al mismo tiempo hablar de la necesidad de una transición ecológica?

Yo confieso que no entiendo por qué los planes de las grandes infraestructuras continúan adelante a pesar de la acumulación de información tan enorme en contra. La justificación de la ampliación del puerto es básicamente la misma que la de las ampliaciones anteriores de hace cuarenta años, como si nada hubiera cambiado. Se dice que habrá cada vez más contenedores, barcos de transporte más grandes, más tránsito internacional… cuando esto tiene toda la pinta de estar acabándose, si no se ha acabado ya. Desde mi punto de vista es una barbaridad. És volcar recursos, con la destrucción que eso supone, a cambio de una promesa de futuro que es cada vez más increíble. Parece como si el modelo de los tecnócratas del momento se hubiera fosilizado hace sesenta años y no pudiera cambiar de ninguna manera [ríe]. No es comprensible.

En referencia al papel de la ciencia y la política en las soluciones contra el cambio climático, en el libro habla de que habitualmente desde la ciencia, una vez se ha alertado del problema, se esperan soluciones políticas mientras que desde la política se esperan soluciones técnicas de la ciencia.

El problema viene justo porque los límites impuestos por la naturaleza plantean cuestiones que no tienen una solución técnica ni política. Y en nuestra cultura, una cosa que no tiene solución ni técnica ni política es paralizante. En el libro sí que le dedico más atención a la fase filosófica o teórica de la cuestión. Todas las ideologías modernas, de derechas e izquierdas, han compartido una convicción básica: que los límites al progreso vienen del lado de la tecnología o de la política. Es decir, el freno al progreso se produce bien porque el conocimiento no ha avanzado lo suficiente, y se solucionará cuando avance más, o bien porque la organización de las instituciones sociales y políticas no es suficientemente justa ni eficiente, y por lo tanto unas reformas políticas o revoluciones lo resolverá. Pero con la crisis ecológica introducimos una modificación: una cosa que no tiene solución ni tecnológica ni política. Cuando a finales de los sesenta empieza la discusión, los científicos que la plantean reclaman una solución política y hacen básicamente lo mismo que el IPCC continúa haciendo ahora: «Aquí tienen nuestra descripción del mundo científica y esto implica que tienen que actuar con decisión». Y los políticos, desde aquel momento, han contestado lo mismo:«Eso es muy difícil, a ver si inventan de una puñetera vez el coche eléctrico que funcione bien y que sea barato y las centrales nucleares sean seguras de verdad». Y se aplica igual con otros temas como el hambre o la superpoblación en el mundo. Se pasan la pelota de unos a otros y el resultado es una parálisis.

Es un escenario un poco angustioso, ¿de dónde debe venir, entonces, la solución a la crisis ecológica?

Todo lo que se puede hacer es minimizar los costes o intentar reducirlos. Esto implica actuar en la producción, en el consumo, en el cambio de las teorías económicas… Y en pensar en cómo hacerlo con formas democráticas y evitando que la desigualdad aumente. Si miramos las cumbres del clima, es destacable el desajuste inmenso entre la grandilocuencia de la retórica y la pequeñez de la medidas. Se dice que estamos ante el gran problema del mundo que plantea la necesidad de un cambio civilizatorio, y luego ¿cómo respondemos a eso? Con impuestos o tasas sobre el carbono, y con algún ajuste cultural. Hay una desproporción tan grande entre la descripción del problema y las medidas que se proponen que no tiene el mínimo sentido.

En el libro también habla de la necesidad de relocalizar, ya que en un contexto de globalización donde todo está interconectado cualquier problema local de repente se convierte en global y lo paraliza todo. ¿Debemos volver a la mirada local?

Es inevitable, desglobalizar es una de las cosas que pasarán. Porque para conectarlo todo necesitas muchos recursos y mucha energía, y si comienza a escasear, se debe empezar a desconectar. La tradición de la sociología es muy rica y nos enseña que la localización tiene algunas virtudes y algunos problemas. La virtud: hay más fuerza en la comunidad, y menos en el individualismo, se tiene más capacidad de control sobre el entorno, y aunque no es una garantía, sí que es más probable que los recursos locales en manos de la comunidad local se utilicen de manera sostenible. Pero también tiene algunos inconvenientes: más control de la libertad individual para la comunidad, más presión sobre la diversidad de los individuos, más posibilidades de caciquismo, por ejemplo… En el libro no lo he desarrollado, pero sí apuntado, todas las nuevas ideas que van naciendo alrededor de la relocalización como algo positivo se tienen que elaborar teniendo en cuenta los diferentes aspectos de la cuestión. Y todas esas ideas que aparecen ahora de la cuidad de los 15 minutos, el quilómetro cero o el neoruralismo no dolo hay que pensarlas desde en aspecto idílico exclusivamente, porque si no existe el peligro de ir introduciendo respuestas muy poco realistas, desde mi punto de vista.

¿Hay una cierta idealización en la idea de la vuelta al mundo rural?

Hay una enorme idealización. Creo que es un tema que debería tratarse más seriamente, pero no se puede construir una teoría sobre la base de experiencias de segmentos socialmente mal definidos, por ejemplo de clases medias urbanas que dicen: ah, pues me voy, me compro una parcela, hago queso ecológico y teletrabajo en mi oficio en el sector de servicios avanzados. Y después tenemos la otra cara de la vuelta al campo que se ha producido también durante la pandemia. En todo el subcontinente asiático se había producido una migración muy fuerte de las zonas rurales a las cuidadores o zonas de expansión económica, como los Emiratos Árabes, y con el cierre de la pandemia se rescindieron los contratos y millones de personas han tenido que volver a su pueblo, del que habían salido. Pero en sus pueblos de origen no tienen nada y están viviendo de programas de distribución de alimentos del gobierno. Esto también es neoruralismo, pero en el otro extremo. La cosa de volver al campo como respuesta a situaciones de crisis no es nueva, es más vieja que la tos. Hace falta construir un marco conceptual o teórico capaz de dar cuenta de todos los aspectos de la cuestión, de un extremo al otro. Esto implica un cierto redimensionamiento y revalorización del sector primario, del campo frente a la ciudad. Yo con eso estoy absolutamente de acuerdo. Ahora, cuando te planteas si idealizas demasiado el peligro de estar simplificando y estar induciendo falsas soluciones es muy grande también. Es un tema del que se tendría que trabajar más a fondo.

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