Gestionar la biodiversidad
El papel de la Administración en la conservación de la naturaleza
Las competencias administrativas para la conservación de la naturaleza en España se encuentran mayoritariamente transferidas a las comunidades autónomas. En el caso de la Comunidad Valenciana, el Real Decreto 2365/1984, de 8 de febrero, concretó ese traspaso de competencias, en materias que en la Administración central del Estado residían en el antiguo Instituto para la Conservación de la Naturaleza (ICONA). En 1986, parte de esas materias se transfirieron a una unidad de nueva creación, el Servicio de Protección de los Recursos Naturales, con una escasa dotación humana: tres ingenieros de montes y tres biólogos.
«En 1985 no existía ni un solo espacio natural protegido en la Comunidad Valenciana»
Muchas de aquellas competencias y algunas más (como es el caso de la Red Natura 2000) residen ahora en el Servicio de Vida Silvestre de la Generalitat Valenciana, que durante más de treinta años ha sido no solo el responsable de la protección de la flora y fauna silvestres y de los hábitats naturales en la Comunidad Valenciana, sino también el protagonista dentro de la Administración de generar normas, formar equipos y desarrollar iniciativas técnicas para conservarlos. Esta circunstancia incita a una reflexión sobre el papel de la Administración en este empeño. Sin embargo, para entender esta andadura es importante retrotraerse a los inicios de la administración ambiental española y analizar algunos de los fundamentos que han inspirado su desarrollo.
La administración de la naturaleza en España
El aprovechamiento de los recursos naturales está en el origen del problema de la «tragedia de los comunes» (Hardin, 1968). El argumento es que los recursos renovables pero finitos, no sujetos a la propiedad privada, pueden ser aprovechados abusivamente hasta esquilmarlos. El derecho romano ya supuso una primera ordenación que ligaba la flora, por su condición estante, a la propiedad de la tierra, pero dejaba la fauna silvestre en la condición de res nullius (“cosa de nadie”), cuya posesión se adquiría por captura, pero permanecía libre salvo disposición en contrario. Esta antigua necesidad de regulación puede documentarse bien en las disposiciones medievales relativas a los bosques y la caza.
Los bosques sufrían la acuciante demanda de combustible, materiales de construcción y pastos por parte de una población reducida y limitada tecnológicamente, pero con una capacidad destructiva que causa asombro. Las necesidades de espacio para cultivos y ganados redujeron bien temprano los bosques a dominios señoriales, eclesiásticos o comunales, y son estos últimos los que más necesitaron de limitaciones a su aprovechamiento para no ser esquilmados.
Respecto a la caza, si bien la menor continuó sin regularse durante siglos, la mayor, mucho menos abundante, queda ya en épocas medievales recluida en terrenos señoriales o excluida del aprovechamiento popular. Como dice Ortega y Gasset (1948) en el prólogo al libro del conde de Yebes 20 años de caza mayor, la característica fundamental de la caza es su natural escasez, de la que deriva su consideración como privilegio reservado a los poderosos. El caso es que todo el transcurso entre la Edad Media y la Edad Moderna está jalonado de disposiciones regias y señoriales que introdujeron regulaciones continuas y más restrictivas sobre el aprovechamiento de montes, caza y pesca, que no son sino consecuencia de un patrimonio natural progresivamente arrinconado por las necesidades de la población local.
«La conservación sigue siendo, mayoritariamente, cosa de la administración»
El tortuoso tránsito entre el antiguo y el nuevo régimen que sucede en España entre finales del siglo xviii y principios del xix conforma, como en tantas otras circunstancias de reforma social, un profundo deterioro de lo que quedaba de natural, protegido hasta entonces por privilegios señoriales. La guerra de la Independencia fomenta la toma de las armas por el pueblo en ausencia de una corona en retirada y con un gobierno de ocupación, armas que, terminada la contienda, seguirán siendo usadas para perseguir la caza. Respecto a los bosques, las sucesivas desamortizaciones de tierras en «manos muertas» suponen la roturación de decenas de miles de hectáreas de montes para ponerlos en cultivo o dedicarlos a pastos.
Tal es el deterioro de los bosques que, poco después de las desamortizaciones, los gobiernos liberales reaccionan creando el primer cuerpo de la Administración dedicado a la conservación de la naturaleza: los ingenieros de montes (1853) y el primer «Catálogo de montes de utilidad pública» (1855). Este cuerpo velará en solitario por la conservación de la naturaleza durante más de un siglo e irá adquiriendo progresivamente más autoridad y desarrollando un corpus legal, cada vez más restrictivo, sobre el aprovechamiento de los recursos naturales. Fruto de esta política estatal es la expropiación en la práctica de muchos montes vecinales, pero también la creación de los parques nacionales (el primero, Covadonga, en 1918) y de los cotos nacionales de caza (el primero, el Coto Real de Gredos, en 1905). A estas medidas se unen las primeras grandes repoblaciones forestales en el cambio de siglo, seguidas, a mediados del xx, por las repoblaciones con especies de caza mayor.
Este aparato estatal de conservación de la naturaleza alcanza el zenit durante el franquismo, cuando las políticas son, obviamente, más sencillas de imponer. De hecho, es a partir de los años cincuenta del pasado siglo cuando empieza a revertirse la tendencia centenaria de expolio de los recursos naturales, ayudada por el éxodo rural y el despegue económico. Los bosques y las especies de caza empiezan a relacionarse entonces, más que con los usos extractivos locales, con los usos recreativos de una población urbana en aumento. Sin embargo, esta clara mejoría en los montes se ve acompañada de un fortísimo deterioro de las zonas periurbanas (particularmente en el litoral), desecación de humedales, contaminación y regulación de ríos, uso abusivo de biocidas y persecución ordenada de «alimañas». Se diseña así un esquema que delimita claramente lo natural (reducido en buena medida a bosques y montañas) de lo artificial (terrenos urbanos y agrícolas), y de igual manera se asigna valores positivos a determinadas especies de fauna (las de caza y las designadas como «beneficiosas») frente a otras (las «alimañas» y las «plagas»).
Esta exitosa política estatal empieza a ponerse en duda a finales de los años sesenta, coincidiendo con la tímida apertura del régimen, y ejemplarizada por la creación del Parque Nacional de Doñana (1969) –la primera zona húmeda que se salva de la buscada transformación agrícola– y de la primera lista de especies protegidas (Decreto 2573/1973). Pero el tiempo de la dictadura se acababa y, con él, el modelo centralizado y de arriba abajo de la administración ambiental.
La nueva administración ambiental
La coincidencia en un periodo relativamente corto de la llegada de la democracia y la creación del estado de las autonomías permitió un cambio espectacular en la orientación y en los equipos encargados de la conservación. En resumen, el cambio político, pero también social, de una ciudadanía ya plenamente urbana constituyó una «ventana de oportunidad» de las que ocurren rara vez y cuando el cambio parece no solo inevitable, sino, además, fácil (Radeloff et al., 2013).
Los inicios del cambio social pueden ilustrarse con la labor divulgativa y casi mesiánica de Félix Rodríguez de la Fuente, que nos descubre un país donde pervive la fauna salvaje arrinconada en lugares despoblados y remotos y necesitada de protección. Esta nueva visión de la naturaleza es el germen de los movimientos conservacionistas que florecen en España entre los setenta y los ochenta. Mientras tanto, en el ámbito académico, Michael Soulé (1985) acuña el término biología de la conservación, disciplina que en España abandera la Estación Biológica de Doñana (CSIC), creada por José Antonio Valverde en 1965, y que rápidamente se extiende por otros centros de investigación.
En lo político, el cambio es azuzado por la creación de departamentos de conservación en las administraciones autonómicas. Particularmente, aquellas gobernadas por partidos de izquierda contratan a jóvenes biólogos para poner en marcha un programa que marcará una ruptura con el pasado: los diarios oficiales empezarán a poblarse de declaraciones de especies y espacios protegidos.
En el caso de la Comunidad Valenciana, a partir de la aprobación del Estatuto de Autonomía (1982), el Estado fue progresivamente transfiriendo competencias. En una primera fase, y hasta la creación de la Conselleria de Medio Ambiente en julio de 1991, esas competencias se repartieron salomónicamente entre la de Obras Públicas y la de Agricultura: la primera se quedaría con la ordenación del territorio y la creación de parques naturales, mientras que la segunda heredaría las competencias del ICONA en materia de montes, caza, pesca y vida silvestre.
EPE | VU | PNC | V | Total | |
Flora | 35 | 50 | 141 | 163 | 389 |
Fauna | 17 | 52 | 23 | ─ | 92 |
Tabla 1. Número de especies con un nivel de protección especial en la Comunidad Valenciana. Las especies en peligro de extinción (EPE) y vulnerables (VU) implican una constancia de reducción importante en su área de distribución o de sus poblaciones. Las especies protegidas no catalogadas (PNC) y vigiladas (V) hacen referencia a especies escasas o necesitadas de protección preventiva. / Fuente: Orden 6/2013, de 25 de marzo, de la Conselleria de Infraestructuras, Territorio y Medio Ambiente
En lo que respecta a los montes, y en buena medida a la caza y pesca, solo supuso transferir ingenieros de los servicios provinciales del ICONA al nuevo servicio forestal de la Generalitat Valenciana. Sin embargo, la asunción de competencias en materia de vida silvestre sí representó un cambio cualitativo, ya que conllevó la entrada de nuevas titulaciones: los biólogos ingresaron en la administración ambiental.
La administración ambiental, hoy
A lo largo de estos treinta años se ha construido y consolidado un proyecto de conservación de la naturaleza, indudablemente exitoso. Baste recordar que en 1985 no existía ni un solo espacio natural protegido en la Comunidad Valenciana (el primero declarado fue la Albufera en 1986), y ahora hay 22 parques naturales (Figura 1), 75 parajes naturales municipales y la Red Natura 2000 abarca cerca del 37 % de la superficie de la Comunidad. Respecto a especies, las primeras listas valencianas de especies protegidas fueron las de flora en diciembre de 1985 (con 61 especies y 3 géneros), seguida por la de fauna en julio de 1986 (con 22 especies) y ahora tenemos 500 (Tabla 1), además de 300 microrreservas de flora y 41 reservas de fauna.
Aquellos inicios estuvieron marcados por la entrada en la Unión Europea (1986), que hizo incorporar la normativa comunitaria en materia de protección (empezando por la Directiva de Aves de 1979), pero también por el avanzado marco legal que introdujo la primera ley de conservación en España: la Ley 4/1989 de Conservación de los Espacios Naturales y de la Flora y Fauna Silvestres. Como resultado, contamos ahora con una frondosa legislación autonómica que, solo para la protección de especies silvestres, suma 73 normas en vigor (20 decretos, 48 órdenes y 5 resoluciones). El caso es que, en este relativamente corto espacio de tiempo, se diría que la situación ha dado un vuelco radical: buena parte del territorio está protegido, muchas de las especies que eran perseguidas o cazadas están ahora estrictamente protegidas y hay docenas de empleados públicos dedicados a la conservación de flora y fauna.
Sin embargo, algo sigue siendo muy similar al pasado: a pesar del cambio en la orientación, la conservación sigue siendo, mayoritariamente, cosa de la Administración; se continúa así una tradición estatalista que hemos visto que se remonta a principios del siglo xix y que fue particularmente exitosa en situaciones predemocráticas. Una vez construido un fuerte aparato legal, los nuevos funcionarios de la conservación (los biólogos) pueden ejercer un control estatal sobre los recursos naturales que recuerda al de sus predecesores (los ingenieros de montes), en lo que parecería un cambio de sombreros sin afectar a la prevalencia del sector público. A estos efectos, la oposición de los habitantes locales, encabezados por sus ayuntamientos, a la declaración de algunos parques naturales recuerda mucho a la de las corporaciones municipales contra la inclusión de sus montes en el «Catálogo de montes de utilidad pública» o a las reservas nacionales de caza.
Vemos, por tanto, cómo fue necesario un empuje gubernativo para la instalación de una nueva política que cambiara el estado de las cosas. En este cambio de orientación representan un papel esencial grupos pequeños, pero fuertemente motivados, que hacen visible la necesidad del cambio y contribuyen a crear una demanda social que, finalmente, es atendida por la Administración. En el caso que nos ocupa, estos grupos fueron los conservacionistas, que aprovecharon una creciente población urbana para defender regulaciones en el aprovechamiento de los recursos naturales que afectan, fundamentalmente, a una población rural en regresión demográfica.
No es la intención de este artículo criticar lo hecho hasta ahora, en buena medida necesario para detener el deterioro de la naturaleza, pero sí reflexionar sobre la necesidad de cambiar el enfoque aplicado por la Administración pública. En el momento actual, y más aún en el porvenir, la Administración encuentra dificultades para continuar en la senda seguida hasta ahora, debido a serias limitaciones en sus capacidades económicas, técnicas, legislativas y políticas.
Respecto a las económicas, el despegue de las políticas ambientales estuvo acompañado de crecientes partidas presupuestarias, que llegaron a su máximo con el inicio de la crisis económica de 2008 (véase Figura 2) para luego disminuir en mayor grado que otras políticas públicas consideradas más prioritarias (bienestar social, educación, sanidad). A esta disminución del gasto público le acompañan recortes en medios técnicos y humanos, que además son necesarios para atender más espacios, más especies, un uso público creciente del medio natural y una mayor demanda de intervención en conservación.
Respecto a la normativa, la inflación regulatoria no solo encuentra mayores reticencias por parte de quien ve condicionada su actividad o expectativas, sino que inunda los despachos de los técnicos de expedientes administrativos que les aleja del genuino trabajo práctico de conservación.
Por último, la facultad gubernamental de dictar nuevas políticas se ve hoy en día condicionada por la capacidad de movilización de la sociedad, de manera que el poder político debe ejercerse de formas más suaves que hace no muchos años. Hoy en día sería impensable declarar un parque natural como se hizo en 1986 con la Albufera, sobre terrenos mayoritariamente privados y con los propietarios abiertamente en contra.
Una propuesta de futuro
Una mayor participación de la sociedad en las políticas medioambientales es una propuesta lanzada por la Unión Europea con la Convención de Aarhus de 1998. Desde entonces, y especialmente azuzadas por la crisis económica y las necesidades de ajuste presupuestario de los gobiernos, aumentan las voces que proponen un cambio cultural en el que la población intervenga más en los asuntos tradicionalmente considerados como estatales. Como señaló en 2010 el entonces primer ministro británico, David Cameron, en su propuesta de Big Society (“la gran sociedad”):
Un gran cambio cultural en el que la gente […] ya no recurre siempre a funcionarios, autoridades locales o al gobierno central para solucionar sus problemas, sino que se sienten lo suficientemente poderosos y libres para ayudarse a sí mismos y a sus comunidades.
Ante este cambio, no se propone una reducción del sector público encargado de la conservación de la naturaleza, ya suficientemente recortado a resultas de la crisis económica, sino una redefinición de su papel y su relación con la sociedad. Los conflictos de conservación no tratan de problemas entre especies y actividades (por ejemplo entre lobos y ganaderos), sino entre diferentes grupos de personas (los que están a favor del lobo y los que están en contra), y eso hace necesario un arbitraje que es prerrogativa del gobierno. Eso es lo que la tradición romana denominó la potestas: la capacidad legal de tomar decisiones.
Pero hay otro término romano de interés: auctoritas, prestigio, legitimación social, influencia y habilidad para que su criterio sea aceptado. La administración ambiental, sin renunciar a su mandato de gobierno, debe avanzar en ser reconocida como autoridad en la solución de los lógicos conflictos entre diferentes intereses. ¿Cómo llegar a eso?
En el caso que nos ocupa, partimos de una situación ideal: el sector público, por su virtual monopolio en conservación, acumula una enorme experiencia en gestión de conflictos, ordenación de usos y acciones de protección de especies y espacios. Aceptar el consejo de profesionales curtidos en la materia no debiera ser complicado si esos profesionales se despojan algo de su manto de autoridad pública, lo que implica la necesidad de cambios normativos que ayuden a ceder a la sociedad el protagonismo conservacionista.
Por otra parte, la Administración tutela una enorme cantidad de información básica para la toma de decisiones. En la medida que esta información sea creíble y fácilmente accesible (como serían por ejemplo el caso en España de la Dirección General de Tráfico, del Instituto Nacional de Estadística o de la Agencia Estatal de Meteorología), la sociedad confiará en la Administración, al menos para establecer el diagnóstico de la situación, lo cual es un excelente punto de partida. Un ejemplo en esa dirección es el del Banco de Datos de Biodiversidad de la Comunidad Valenciana,1 creado en 2005 y que custodia hoy en día más de dos millones de datos georreferenciados de acceso público sobre presencia de especies silvestres.
Resulta necesaria una administración ambiental que sustente su trabajo no exclusivamente en disposiciones legales sino en los datos y en la experiencia práctica, que devuelva a los técnicos a su papel de gestores del medio y los rescate de los expedientes administrativos. Se trataría de una administración que sea admitida como árbitro en los conflictos y como legitimadora de acuerdos entre partes.
«En esencia, lo que se propone es una administración menos protagonista pero más consultada»
En esencia, lo que se propone es una administración menos protagonista, pero más consultada. Y para visualizarla, un símil: los funcionarios de conservación debiéramos trabajar más como administradores… de fincas. Estos profesionales están curtidos en lidiar con problemas entre vecinos, propietarios de su vivienda, pero obligados a llegar a acuerdos sobre el inmueble común. Recordar continuamente el marco legal, buscar el consenso y asegurar el cumplimiento de los acuerdos alcanzados es el papel de los administradores, ya sean de fincas o de la naturaleza, que debe ser más común que pública.
1. http://bdb.cma.gva.es (Volver)
Referencias
Hardin, G. (1968). The tragedy of the commons. Science, 162(3859), 1243–1248. doi: 10.1126/science.162.3859.1243
Ortega y Gasset, J. (1948). Prólogo. En E. Figueroa Alonso-Martínez, conde de Yebes, 20 años de caza mayor. Madrid: Plus Ultra.
Radeloff, V. C., Beaudry, F., Brooks, T. M., Butsic, V., Dubinin, M., Kuemmerle, T., & Pidgeon, A. M. (2013). Hot moments for biodiversity conservation. Conservation Letters, 6(1), 58–65. doi: 10.1111/j.1755-263X.2012.00290.x
Soulé, M. E. (1985). What is conservation biology? A new synthetic discipline addresses the dynamics and problems of perturbed species, communities, and ecosystems. BioScience, 35(11), 727–734. doi: 10.2307/1310054
Nota
Este artículo se basa en la presentación realizada en el curso «Cómo planificar la conservación de la naturaleza en el siglo xxi» realizado en julio de 2017 en la Universidad de Verano de Gandía.