La arquitectura de la biodiversidad
Entrevista a Pedro Jordano
Investigador de la Estación Biológica de Doñana (CSIC)
El Instituto Cavanilles de Biodiversidad y Biología Evolutiva acoge cada año el Memorial Peregrí Casanova, una conferencia en la que se celebra la larga tradición evolutiva de la Universitat de València invitando a biólogos evolutivos de talla mundial, referentes en sus campos, para impartir una conferencia sobre temas en las fronteras del conocimiento en ecología y evolución. En la última edición tuvimos el enorme privilegio de contar con la presencia del doctor Pedro Jordano, profesor de Investigación en la Estación Biológica de Doñana (CSIC) y académico de la Real Academia de Ciencias Exactas, Físicas y Naturales de España.
Pedro Jordano es un referente internacional en el estudio de la biodiversidad y, más concretamente, en el estudio de las interacciones ecológicas y los sistemas ecológicos complejos. Su excelente trayectoria científica le ha valido multitud de premios a lo largo de su carrera, entre los que destacan el Premio Rei Jaume I 2014 de Protección del Medio Ambiente y el Premio Nacional de Investigación Científica 2018 en la categoría de Ciencias y Tecnologías de los Recursos Naturales. Además, ha ocupado puestos relevantes de gestión y consultoría para la Agencia Estatal de Investigación, el Ministerio de Ciencia e Innovación y diversos organismos internacionales. Con motivo de su charla, pudimos conversar con él sobre su investigación, la actual crisis de la biodiversidad y el estado de la ciencia en España.
¿Estamos a las puertas de una gran extinción?
Sí, estamos dentro de lo que otros han denominado la sexta gran extinción. Hay cinco eventos bien documentados de extinción masiva, a escala planetaria, que se caracterizan por tres aspectos. En primer lugar, acontecen durante un periodo de tiempo geológico relativamente breve. En segundo lugar, afectan a un porcentaje altísimo de la biota, es decir, la mayor parte de la biota, marina y terrestre, se extingue. Y, en tercer lugar, no se dan en una localidad concreta, sino que se producen y tienen efectos a escala planetaria o, como mínimo, intercontinental. Esas tres condiciones son compartidas por los cinco grandes eventos de extinción del pasado y, atendiendo a estos mismos criterios, ahora estamos a las puertas de un gran evento de extinción. Pero, a diferencia de los casos anteriores, somos nosotros los que estamos provocando la sexta gran extinción.
¿Como sociedad, estamos anestesiados frente a esta realidad?
No estoy muy de acuerdo con esa afirmación. Puede dar la sensación de que la sociedad está anestesiada, pero, por otro lado, el público general está muy interesado en la ciencia. La ciencia es algo apasionante, despierta algo innato en el ser humano, la curiosidad. Cuando das charlas a niños pequeños en los colegios ves que abren los ojos y se quedan boquiabiertos con lo que les contamos. Los científicos tenemos una enorme responsabilidad porque tenemos que saber transmitir la ciencia, por esotérica que sea. Como decía Feynman (parafraseando a Einstein): «Si no puedes explicar algo de forma sencilla es que ni tú mismo lo has entendido lo suficiente». A pesar de que hay un gran esfuerzo de divulgación científica, bajo mi humilde punto de vista, muchas veces ese esfuerzo se confunde con trivialización de la ciencia y no se trata de eso. No explicamos mejor la ciencia cuando la trivializamos. La ciencia no es un juego, no es divertida, aunque es muy gratificante personal y profesionalmente. Muchos de mis colegas científicos son felices haciendo lo que hacen, pero es un oficio que requiere mucho esfuerzo, dedicación y tesón, donde los errores son mucho más frecuentes que los aciertos. Esto hay que transmitirlo. La ciencia precisa además mucho esfuerzo de empatía para trabajar en equipo de forma fructífera y otros aspectos que la hacen un oficio muy complejo. Me preocupa que la divulgación científica se transforme en trivialización de la ciencia. La ciencia no es trivial, es la forma de conocimiento más potente que tenemos los humanos. El método científico es una herramienta de conocimiento arrolladora, espectacular, potentísima, que tenemos que saber usar. Esto es fundamental dados los retos a los que se enfrenta la humanidad. Es decir, como sociedad, estamos desbordados completamente por un tsunami de información, y precisamos urgentemente transformar eso en conocimiento. Ante tal reto, los científicos no podemos andar de brazos cruzados en nuestra urna de cristal.
¿Es optimista con respecto a nuestras posibilidades a la hora de afrontar estos retos mayúsculos?
Viendo las tendencias y los modelos de predicción sobre problemas de conservación de la naturaleza es difícil ser optimista. Se perciben avances en algunos sitios, pero son insuficientes. Me preocupa la percepción de que hacer los esfuerzos necesarios para paliar esos problemas de conservación que tenemos, cuya solución es acuciante, transformaría radicalmente nuestra forma de vivir. No necesariamente es así. Así que no soy optimista en el sentido en que muchas veces lo somos: esa pasividad con la que nos quedamos esperando, como un niño que espera muy ilusionado un regalo para empezar a jugar. Mi optimismo es un optimismo condicional, como decía Paul Romer. Es un optimismo instrumental, el de un niño que tiene ilusión por jugar con sus amigos y construir una caseta en un árbol y entonces busca las maderas y los clavos, y juntos se ponen a construir la casa. En ese sentido creo que tenemos resortes suficientes como para recuperar muchos de los ecosistemas degradados antes de que estos alcancen un punto de no retorno, ese punto a partir del cual ya es imposible, por más dinero y esfuerzo que pongamos, retrotraerlos a sus estados prístinos. Podemos llegar a tiempo en muchos casos, se ve por ejemplo en restauración después de los incendios o en restauración de ríos contaminados. Para ello, necesitamos ese optimismo instrumental, no el optimismo pasivo del «ya se arreglará, la naturaleza puede con todo».
¿Qué podemos hacer como individuos?
Yo lo resumiría en una palabra: reducir. Vivimos de una forma innecesariamente complicada, con una serie de necesidades que son absolutamente triviales, que podríamos ignorar por completo, y que pueden tener un impacto muy importante desde el punto de vista de la conservación de la naturaleza. Muchas veces pensamos que lo que podemos hacer como individuos no sirve de nada, pero la suma de iniciativas individuales es una de las herramientas más potentes de avance que tiene una sociedad civil, libre y democrática. Obviamente, cuando empiezas a considerar cuáles son los grandes retos de conservación a escala planetaria, hacen falta una serie de acuerdos que transciendan a las iniciativas individuales, pero podemos hacer muchísimas cosas. Desde los sistemas de ahorro de electricidad hasta el reciclaje; los porcentajes de reciclaje que tenemos ahora mismo son ridículos, podemos mejorar muchísimo. Pero mi mensaje sería reducir. Plantearnos, realmente, si tengo que viajar, ¿he de hacerlo necesariamente en avión? Si tengo que tomar el coche, ¿puedo tomar un autobús que sea eléctrico o que funcione por algún tipo de energía renovable? ¿Estructuro mi dieta de forma razonable o me estoy pegando un tiro en el pie al mismo tiempo que daño el medio ambiente? Reducir el consumo de carne roja no solo será mejor para el medio ambiente sino también para tu salud y para la salud de los que te rodean. Mucha gente anti cambio global dice que lo que se propone es una vuelta al pasado, y no es eso en absoluto. Cuando te planteas seriamente muchas de estas iniciativas, te das cuenta de que no estás perdiendo ni un milímetro de calidad de vida por el hecho de reducir. Obviamente, los individuos tenemos unos grados de libertad limitados. Por ejemplo, como individuos no podemos frenar la sobrexplotación del acuífero de Doñana. Pero nosotros delegamos en unas instituciones precisamente para que puedan hacer esas cosas y les damos apoyo para que puedan acometer esas actuaciones, por lo que como individuos podemos preocuparnos de si realmente esas instituciones están cumpliendo con su deber o no, y actuar en consecuencia.
La especie humana ha sufrido epidemias a lo largo de toda su historia, pero usted defiende que muchas de las más recientes tienen que ver con lo que denomina «una relación tóxica con la naturaleza».
Sí, está muy claro. Durante la última pandemia de la covid-19, estuve en el grupo de trabajo multidisciplinar que montó el gobierno con quince científicos de diferentes ámbitos para asesorar al Ministerio de Transición Ecológica y al Ministerio de Ciencia en aspectos no solo de la pandemia, sino también postpandemia, y estuvimos elaborando una serie de informes sobre temas diferentes. Uno de ellos, que me encargué de coordinar, era sobre los aspectos medioambientales de la pandemia. Lo que concluía ese informe es que una característica nítida de las cuarenta grandes pandemias de los últimos 150-200 años es que han estado directamente relacionadas con serias alteraciones medioambientales. Sin ningún género de duda. Es un área de estudio que se está desarrollando mucho ahora, la ecología de la enfermedad, o sea, las condiciones ecológicas en que reservorios naturales de organismos patógenos pueden «saltar» a humanos. Y nos indica que la biodiversidad es un reservorio no solo de mutualistas y de especies que procuran servicios ecosistémicos, sino también de patógenos y de otros antagonistas, y no conocemos cuál es esa diversidad. Estimamos que la diversidad vírica que tenemos catalogada es una proporción absolutamente trivial de la que realmente existe. Sobre todo, tampoco sabemos cuál de esa diversidad de microorganismos es absolutamente esencial y beneficiosa para la naturaleza y qué fracción de ella se puede convertir eventualmente en patógenos para el ser humano. Volvemos siempre al mismo lugar. Abrimos la puerta a estas pandemias cuando establecemos una relación tóxica con la naturaleza, y esa relación toma forma especialmente en aquellos lugares donde no hemos construido bien una «interfaz» entre los ecosistemas naturales que constituyen los reservorios de muchos patógenos, donde están en una situación estable, y las áreas urbanas y de agricultura y ganadería intensiva. Al reducir la diversidad de potenciales hospedadores, los patógenos saltan a nuestra especie en unas condiciones además que son idóneas para su evolución y adaptación.
Usted es un pionero en la aplicación de redes complejas para entender las interacciones ecológicas, y en el estudio de la biodiversidad en general. ¿Cómo llega a interesarse por esto?
Cuando empecé mi doctorado, me interesaban mucho las relaciones de dependencia mutua entre plantas y animales y, en particular, las interacciones mutualistas como la dispersión de semillas, lo que me llevó a estudiar muchos otros tipos de interacciones como las de polinización o las micorrizas. A finales de los años sesenta, se tenía una imagen arquetípica de la coevolución que se basaba en el estudio de interacciones de una especie con otra, como si fuesen de muy alta especificidad. Pero, cuando uno sale al campo lo que ve es una enorme diversidad de interacciones, en las que intervienen no solo muchas formas de interaccionar sino frecuencias muy variables. Lo que quise plantear como tema central de mi proyecto de doctorado es cómo se estructuran estas interacciones en comunidades de alta diversidad, más allá de las que se dan entre pares de especies. Para ello, me interesé en lo que se conocía sobre las redes tróficas en los años setenta y ochenta, y en cómo podía trasladarse conceptualmente este conocimiento al ámbito de las interacciones ecológicas en general, no solo de las tróficas. Junto con principios de otras áreas, como la biogeografía de islas, esto nos permitió desarrollar métricas para estudiar y entender las interacciones en una comunidad como un sistema, algo que retomé en los años noventa en colaboraciones con Jens M. Olesen, de la Universidad de Aarhus y, sobre todo, Jordi Bascompte, de la Universidad de Zúrich.
¿Por qué es tan importante adoptar esta perspectiva para estudiar la biodiversidad?
Uno de los grandes retos a los que nos enfrentamos es cómo preservar nuestros ecosistemas naturales, que se caracterizan por una alta complejidad. Para comprender cómo funcionan y, por tanto, cómo preservarlos, no basta con considerar las especies que los componen, sino cómo estas interaccionan entre sí. De hecho, esto es fundamental desde la perspectiva de la conservación. Cuando hablamos de biología de la conservación ponemos el foco en las especies. Pero, especialmente en los últimos años, un mensaje que quiero transmitir es que la conservación de las interacciones, más allá de qué especies están involucradas, es esencial. Son otro componente de la biodiversidad. Como dice el profesor John N. Thompson, no hay una sola especie en el planeta Tierra que viva sin interaccionar con otras. Esto es esencial para garantizar lo que denominamos arquitectura de la biodiversidad, es decir, cómo unas especies dependen de otras y cómo distintos tipos de interacciones se ensamblan para conformar un ecosistema funcional. Si estamos lejos de conocer todas las especies del planeta, estamos aún mucho más lejos de catalogar sus interacciones, o de conocer cuál es la mínima diversidad de interacciones que precisa un ecosistema para funcionar.
¿Por qué es tan importante comprender estas interacciones?
No es una cuestión trivial, porque muchas veces los servicios ecosistémicos dependen no de las especies que los componen sino de la funcionalidad de la red y, para entender cómo funciona un sistema, hay que entender cómo interaccionan sus partes. Mapeamos las redes complejas trazando líneas que conectan sus nodos, que en el caso de un ecosistema son sus especies. Trazar la topología de una red –ver qué conecta con qué– nos ayuda mucho, pero además necesitamos entender las conexiones, porque estas no son propiedades de la especie en sí, sino de la interacción. Lo que hemos intentado en años recientes es saltar por encima de la mera descripción de la topología para entender la función. Una especie puede tener efectos muy diferentes sobre especies diferentes. O, por ejemplo, las interacciones varían en su asimetría, en el grado de dependencia recíproca entre las especies que interactúan. El hecho de que haya una interacción entre dos especies ya implica que hay una dependencia recíproca, yo dependo de ti y tú dependes de mí, pero no necesariamente en la misma medida. Cuando hemos examinado las redes complejas desde esta perspectiva hemos encontrado motivos invariantes en las interacciones, independientemente del ecosistema en que se dan y de las especies que lo configuran. ¿Por qué? ¿Cómo afecta esto al funcionamiento del ecosistema? ¿Es esto igual en ecosistemas bien y mal conservados? Entender esta arquitectura de la biodiversidad es fundamental para contestar estas cuestiones y poder predecir cómo se comportará un ecosistema frente a una perturbación ambiental o cuando aparecen nuevos actores (por ejemplo, una especie invasora). Desde el punto de vista de la conservación, es imprescindible entender cuál es el mínimo subconjunto de interacciones bióticas de un ecosistema que hay que preservar para garantizar su funcionamiento.
Además de en sus facetas como investigador, divulgador y en conservación, ha jugado un papel muy importante en la gestión de la ciencia en España. Desde 2018 hasta 2024 ha sido director del área de Ciencias y Tecnologías Ambientales para la Agencia Estatal de Investigación. ¿En qué hemos avanzado y, sobre todo, qué asignaturas tiene pendientes la ciencia en España?
Son dos preguntas centrales y que rondan a la ciencia española prácticamente desde tiempos de Jovellanos, quien ya planteaba el problema de por qué España no conseguía desarrollar avances científicos a la altura de su verdadero potencial. Obviamente, hemos avanzado, pero creo que todavía nos queda muchísimo por hacer. En eso soy crítico. Hay gente y equipos excelentes haciendo ciencia en España, pero trabajamos en un sistema que pone techos de cristal a lo que esa gente es capaz de hacer. Esos techos de cristal vienen impuestos por la carencia de presupuesto –muy por debajo de la media de nuestros referentes internacionales– y por un corsé burocrático y administrativo. El sistema científico-académico español está encorsetado en la Administración General del Estado y la ley de administraciones públicas, y si no lo sacamos de allí, será muy difícil competir en condiciones adecuadas con la ciencia que se está haciendo en los países más desarrollados. Es un sistema anquilosado, poco flexible para la dinámica y las tareas específicas del desarrollo de proyectos de investigación. España es de los países donde se están haciendo cosas más interesantes pero, a la vez, estamos muy por debajo de nuestro potencial. Puede ser polémico pero, en mi opinión, en materia de política científica estamos faltos de un liderazgo científico a escala de país. Necesitamos gente que tenga una visión de en qué consiste hacer ciencia de primer nivel en el siglo XXI, que sea capaz de identificar aquellas acciones de política científica que proporcionan mayor valor añadido a nuestra sociedad y a la ciencia global. No me estoy refiriendo a hacer una ciencia incremental, continuista, que es muy necesaria y es algo que hacemos muy bien; me refiero a la ciencia que, como decía Cajal, abre surcos, la que explora las fronteras del conocimiento. Además, necesitamos un sistema que favorezca un liderazgo científico a escala mundial. Un liderazgo que estamos perfectamente en condiciones de protagonizar. Bajo mi humilde opinión, el sistema científico-académico español se ha desarrollado y continúa desarrollándose en términos posibilistas, de microgestión, sin avances rompedores y muy por debajo de su enorme potencial. Ese es mi diagnóstico, desde un punto de vista de optimismo condicional, como mencionábamos antes. Necesitamos un sistema científico-académico sólido en un país como España. Es fundamental para mantener una verdadera democracia y un sistema de libertades. La ciencia, aunque muchas veces no lo tengamos en cuenta, es un pilar fundamental para ello, tanto como la sanidad, la educación, la justicia social o la separación de poderes.