En el dibujo del viento está todo

La dialéctica entre naturaleza y técnica en los filmes de Hayao Miyazaki

Fotograma de El castillo ambulante de Miyazaki

Antes de fundar, junto a Isao Takahata (1935-2018), el mítico Studio Ghibli en 1980, Hayao Miyazaki (1941) trabajó en distintas empresas de animación japonesas, como Toei Animation o Nippon Animation. En esta última, en 1978 creó la serie Conan, el niño del futuro (Mirai Shōnen Konan). Aún resultan asombrosos los títulos de crédito iniciales, que muestran el despegue de unos bombarderos sobre una moderna megalópolis, cuya acción provoca una guerra que acaba con la sociedad y colapsa la vida en el planeta. Es una premisa apocalíptica que se repite en Nausicaä del Valle del Viento (Kaze no Tani no Naushika, 1981), un filme producido por buena parte del equipo que fundaría Studio Ghibli. En realidad, Conan y Nausicaä están ambientadas después de la catástrofe. En la primera, justo una generación después de la guerra, seguimos el rastro de una serie de supervivientes enfrentados por cómo vivir el futuro. En concreto, existe el modelo de Industria, donde se quiere continuar con la tecnología y la organización racional de la sociedad, y el de High Harbor, una comunidad dedicada a la agricultura, la ganadería y el trabajo artesanal. Por su parte, en Nausicaä han pasado muchos siglos después de la guerra, pero nos encontramos también con una humanidad dividida en diversas facciones, una de las cuales quiere dominar al resto mediante el desarrollo de la antigua tecnología industrial. Ahora bien, lo que más destaca en este filme es cómo la naturaleza se ha regenerado en forma de un gran bosque protegido por unos insectos gigantes que emiten unas toxinas que parecen ser un anticuerpo contra la acción destructora de la humanidad.

Habitar el mundo

No cuesta mucho imaginar que esta fijación de Miyazaki por el desastre está relacionada con la historia contemporánea de Japón, marcada por el papel del país en la Segunda Guerra Mundial y, sobre todo, por las bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki. Además, hay que tener en cuenta que Conan y Nausicaä son unos productos de la Guerra Fría, en la que existió la amenaza real de un holocausto nuclear. Asimismo, Japón, además de ser el único país víctima de las armas atómicas, desarrolló una potente industria nuclear, aunque es un archipiélago volcánico propenso a grandes terremotos. En cualquier caso, la gran preocupación de Miyazaki es la capacidad de destrucción de la humanidad. Buena prueba de ello es que en su filmografía todavía hay más ejemplos: Laputa, la isla flotante de El castillo en el cielo (Tenku no shiro Rapyuta, 1985), tiene un poder de destrucción inimaginable; el horror de la Gran Guerra (1914-1919) traumatizó al protagonista de Porco Rosso (Kurenai no Buta, 1992), o en El castillo ambulante (Hauru no ugoku shiro, 2004), en uno de los viajes nocturnos de Howl descubrimos una realidad asolada por un conflicto terrible.

Fotograma de Conan de Miyazaki

La fijación de Miyazaki por los desastres asociados a la guerra está relacionada con la historia contemporánea de Japón, marcada por el papel del país en la Segunda Guerra Mundial. En la imagen, momentos de los créditos iniciales de Conan, el chico del futuro, en el que una moderna megalópolis aparece bombardeada.

De entre estas referencias, sin embargo, destaca La princesa Mononoke (Mononoke hime, 1997), en el que asistimos a un enfrentamiento entre los animales, que representan la naturaleza, y un ejército de humanos que quiere imponerse para consolidar la industria y el progreso. Desde este punto de vista, se trata de un filme fundamental para entender el pensamiento de Miyazaki, aunque no tanto por el planteamiento sino por los problemas que se desprenden de él. De entrada, Miyazaki presenta de nuevo el conflicto de una manera dialéctica: se trata del enfrentamiento entre quienes quieren vivir en armonía con la naturaleza y quienes quieren desarrollar la vida humana de forma independiente. Cabe mencionar que La princesa Mononoke está ambientada en el período Muromachi (1336-1573), momento en el que en Japón se produjo un importante progreso técnico y un cambio de mentalidad que provocó una crisis en el pensamiento animista sintoísta, que concibe la naturaleza como un ente sobrenatural, regido por unos espíritus llamados Kami, Yokai o Yurei. Sin embargo, si bien la forma de pensar de Miyazaki es dialéctica, en ningún caso esto significa que sea maniquea, es decir, una historia dual de buenos y malos. Incluso en la temprana Conan, que sí presenta un claro enfrentamiento entre dos posiciones antagónicas (el heroico Conan contra el fanático Lepka), lo más interesante es la evolución dramática de otros personajes, sobre todo de ciertos secundarios que son capaces de cambiar de pensamiento (Dyce y Mosley). Pues bien, este trabajo se enfatiza aún más en Nausicaä y en La princesa Mononoke, que son unos filmes corales marcados por muchas divisiones y debido a que cada parte posee sus razones legítimas.

«La gran preocupación en los filmes de Hayao Miyazaki es la capacidad de destrucción de la humanidad»

Además, si bien se desarrolla un discurso ecologista encomiable, que es el ideal a seguir, en ningún caso esconde las contradicciones que se derivan del mismo planteamiento del proceso dialéctico, que tienen mucho que ver con la misma condición humana. Se trata, nada menos, de las dificultades de los seres humanos, causadas por nuestra fragilidad, para vivir en la naturaleza y cómo solo podemos hacer frente a ella mediante el intelecto, es decir, mediante la técnica. Un intelecto que, de rebote, nos permite la conciencia de la vida y de la muerte, siempre muy presente en la obra de Miyazaki. Por eso resulta muy difícil identificarse con San, la intransigente humana que lidera la guerra contra los de su especie. En cambio, Eboshi, un personaje fascinante de quien tenemos ganas de saber más, es la ambiciosa líder que ha fundado una ciudad donde se desarrolla una incipiente industria, en la que acoge a los marginados y los dignifica enseñándoles a trabajar (en un contexto, no hay que olvidarlo, de mucha violencia social). Y, sobre todo, está dispuesta a llegar a su fin para protegerlos, matando, si es preciso, a los dioses del bosque. Por todo ello, Miyazaki no duda en mostrar que la resolución del conflicto es muy difícil de alcanzar, de ahí que se necesite la ayuda de un agente que actúa como mediador, que lo que permite es trascenderlo, básicamente porque no actúa condicionado por una «venda de odio en los ojos».

Fotograma de La princesa Mononoke de Miyazaki

La naturaleza se representa como absolutamente grandiosa y sublime en los filmes de Miyazaki. En contraste, también se presenta la capacidad de destrucción humana, una temática que protagoniza uno de los filmes más celebrados del cineasta, La princesa Mononoke.

A pesar de la resolución sintética de Nausicaä o de La princesa Mononoke, donde resulta más interesante la posición de Miyazaki es en el realismo que manifiesta: resulta un contrasentido condenar la técnica, aunque se sabe que provoca una cesura entre la humanidad y la naturaleza que cada vez será mayor. Y aunque se sabe a ciencia cierta que aquí precisamente se encuentra el inicio de todos los desastres que vendrán. Precisamente esta dialéctica empieza siendo entre la naturaleza y la técnica, pero, como ya hemos visto, muta para convertirse en un enfrentamiento entre la tradición y la modernidad. El momento clave de la historia de Japón en este sentido es lo que se conoce como la Revolución Meiji (1860), que no solo supuso la reforma social más intensa en la historia del país, sino que también significó una apertura a Occidente después de siglos de un aislamiento planificado. Cabe recordar que, cuando los portugueses y los españoles empezaron a viajar y a colonizar el mundo a partir del siglo XVI, los japoneses los recibieron con una mezcla inestable de fascinación y de repulsión, de tan extraños que les parecieron, como si fueran habitantes de un otro planeta. El caso es que, por último, prevaleció el sentimiento de repulsión, básicamente en contra de la religión cristiana. Pero todo cambió tres siglos después, cuando los occidentales, impulsados por la fuerza y técnicas de la primera revolución industrial, llevaron a cabo otra ofensiva colonizadora. Se trataba entonces de una colonización comercial y militar, no solo religiosa, y los hombres de estado japoneses no vieron otra alternativa para sobrevivir que adoptar la técnica de Occidente. Para ello se enviaron estudiantes a las universidades de Europa y Estados Unidos con el objetivo de que aprendieran y copiaran todo lo que necesitaban para el cambio.

Para Miyazaki, el imaginario de este período que va entre la segunda mitad del siglo XIX y principios del siglo XX ha sido una fuente de inspiración. A modo de ilustración, filmes como El castillo en el cielo, El castillo ambulante o Porco Rosso están ambientados directamente en paisajes europeos de esa misma época. Y, sobre todo, presentan una especial fijación por las máquinas, desde los nuevos medios de transporte hasta las nuevas armas. Por supuesto, en este grupo de filmes cabe mencionar El viento se levanta (Kaze tachinu, 2013), que se trata de su testamento fílmico, donde encontramos, de forma explícita, las claves para entender muchos elementos de su filmografía. Sin ir más lejos, el filme es un homenaje a los ingenieros pioneros de la aeronáutica, un campo que siempre ha fascinado a Miyazaki. Además, El viento se levanta es un filme importante, porque es un fresco histórico que muestra el proceso de modernización de Japón; no en vano vemos las chimeneas de las nuevas fábricas, la población abandonando las zonas rurales y llenando las ciudades, y un progresivo cambio de mentalidad y de costumbres en la gente, como se demuestra en el hecho de que vemos ciudadanos que ya vestían con ropa occidental, mientras otros todavía paseaban con kimonos y con otras prendas de vestir niponas. De hecho, Miyazaki es muy consciente de los desafíos que supone cambiar de una sociedad tradicional a otra moderna. Los propios hombres de estado japoneses intentaron que la adaptación a Occidente no pasara de la influencia técnica, pero no lo consiguieron. La tecnología opera sobre la superficie de la vida y, de entrada, parece que sea una opción plausible y que no afecta al conjunto de las costumbres. Pero enseguida se comprobó que existe una conexión íntima entre todos los aspectos de la sociedad, y, sin lugar a duda, se puede llegar a pensar que esta modernización fue como un caballo de Troya mecánicamente propulsado. El resultado más evidente de la gran industrialización japonesa fue el sufrimiento de las clases trabajadoras y el desastre de la Segunda Guerra Mundial, después de años de deriva nacionalista e imperialista, aspectos de los cuales El viento se levanta también se hace eco.

De nuevo, se trata de una cuestión que nos obliga a pensar en la particular dialéctica miyazakiana, porque el protagonista es un ingeniero que solo quiere crear y construir aviones, para lo que, incluso, viaja a Alemania para perfeccionar la técnica. Su pasión es genuina y totalmente altruista, aun sabiendo que sus inventos serán utilizados como un instrumento de muerte. Sin embargo, la postura de Miyazaki en ningún caso puede considerarse como ingenua, porque sabe que el ser humano no puede renunciar a la capacidad de innovar, y sobre todo no puede renunciar al genio creativo. Este es el humanismo claro y valiente que hace que el filme sea tan desgarrador e inspirador a la vez. Se debe tener en cuenta, además, que El viento se levanta muestra de una manera impresionante el gran terremoto de Kanto (1921), un desastre natural que vuelve a reafirmar la tensión entre la naturaleza y los humanos, y cómo estos solo se pueden defender mediante el intelecto y la técnica. No en vano, el filme también es una oda al trabajo y al esfuerzo, que deben ir unidos a la inspiración que nos hace mejores. En resumidas cuentas, se trata de una situación difícil de resolver; por eso en su filme más realista Miyazaki evita, a diferencia de otras obras anteriores, cualquier síntesis o mensaje conciliador a favor de un uso responsable de la técnica. En cambio, no tiene ningún reparo en mostrar una visión negativa de los tecnócratas japoneses, a la vez que, en el episodio alemán del filme muestra el clima de horror que instauraron los nazis. Se trata de un compromiso que ya le conocíamos de Porco Rosso, en la que también se valora la combinación del trabajo y la inspiración, y donde el protagonista dice una frase antológica cuando es festejado por el poder: «Prefiero ser un cerdo a un fascista».

Los otros mundos

El viento se levanta, a pesar de ser una obra sobre la historia de Japón, destaca por la incorporación de elementos culturales europeos. La poesía de Paul Valéry que se va repitiendo a lo largo del filme, las referencias musicales y literarias de la cultura alemana, los elementos pictóricos del impresionismo francés o la presencia del ingeniero italiano demuestran la fascinación cultural por Occidente que se produjo en el país nipón, de la que Miyazaki es un claro heredero. De hecho, como ya se ha visto, en algunos de sus filmes lo que destaca es la convivencia de rasgos orientales y occidentales, en lo que se podría catalogar de collage cultural. Se trata de una práctica lúdica que encuentra el fundamento en un pensamiento más profundo: existe una pluralidad de mundos. De hecho, la posición astronómica de Miyazaki en el cine radica en cómo nos enseña a pasar de un mundo a otro.

Se trata de una teoría y de una práctica de las que se pueden distinguir diferentes aproximaciones. La primera es una fascinación nada disimulada por el hechizo y por lo maravilloso. Miyazaki crea mundos posibles en los que no solo se mezclan culturas distintas, sino que también resultan clave los injertos de fantasía. A modo de ilustración, en las ambientaciones históricas europeas hay rasgos de lo que se considera el subgénero steampunk, porque son filmes que desarrollan una ambientación retrofuturista en la que la tecnología del vapor y el carácter victoriano se mezclan con ingenios voladores o náuticos de fantasía. El mérito es cómo se consigue que el espectador se acostumbre enseguida. Asimismo, Miyazaki hace fácil lo que parece imposible, como el uso de aquella puerta de El castillo ambulante que sirve para pasar de una dimensión a otra, la gracia con la que la protagonista de este filme envejece o se rejuvenece según el estado de ánimo o la naturalidad con la que Porco Rosso adquiere los rasgos de un animal y sigue viviendo en el mundo de los humanos como si nada. Se trata de una apuesta por la creatividad que es posible, ante todo, por la libertad del dibujante ante la página en blanco, de la que Miyazaki hace gala de una imaginación desbordante. Pero, a su vez, es más que eso. Es necesario que las figuras animadas, sean realistas, fantásticas o, incluso, elementos inertes que cobran vida (Calcifer, el genio del fuego en El castillo ambulante), sean fuentes creadoras de expresión, capaces de dar forma a un sentimiento o a un afecto.

«En sus filmes, Miyazaki constata que la confianza ilimitada en el crecimiento propia del pensamiento moderno nos conduce directamente a la catástrofe»

En este mismo orden de cosas, es necesario referirse a los recursos del sueño y de la leyenda. Por un lado, destaca el papel que desempeña el onirismo en su filme más realista, El viento se levanta, que sirve para visualizar de una manera muy bonita los mecanismos de la inspiración y, al mismo tiempo, las conexiones de esta con una tradición que nos conecta a los orígenes, y, por tanto, nos ayuda a ser originales desde la tradición. Se trata de una idea, transmitida a través de una secuencia de imágenes que crean una realidad alternativa, que retrata un valor intangible, el de la creatividad conectada a la tradición, que es un espléndido contrapunto a la cruda realidad de la modernización, que solo aspira a progresar de forma continua y a cortar los vínculos con el pasado. De ahí que resulte fundamental tener en cuenta la memoria de quienes nos han antecedido, que también se puede forjar a través de relatos capaces de otorgarles el valor que se merecen. Es justamente esta la finalidad de la leyenda que explica Porco Rosso sobre su experiencia de la guerra, en la que se recurre al dibujo de una comunidad de aviadores caídos, que residen en otro mundo y que encuentran en este más allá la posibilidad de la redención y de la reconciliación.

Asimismo, en la obra de Miyazaki destacan aquellas obras de temática y ambientación exclusivamente japonesas, pero que están marcadas por la misma voluntad de ampliar los límites de la realidad dada. Aquí desempeñan un importante papel el sintoísmo y el budismo, que son las dos religiones tradicionales de Japón. De entrada, algunas de las claves que hemos visto de la poética de Miyazaki están claramente patrocinadas por estas religiones; no en vano, el animismo sintoísta pide una integración en la naturaleza y el budismo enseña que la relación entre el ser humano y la naturaleza no es de oposición, sino de dependencia recíproca, sin olvidar que a Miyazaki también le interesa el aspecto pacifista de Buda. Aparte de La princesa Mononoke y El viento se levanta, destacan otros dos filmes que presentan una ambientación exclusivamente japonesa: Mi vecino Totoro (Tonari no Totoro, 1988) y El viaje de Chihiro (Sen to Chihiro no kamikakushi, 2001). El primero está ambientado en la posguerra y es un viaje delicioso a la vida rural japonesa, cuando todavía se conservaban modos y tradiciones que la modernización occidental no había suplantado. Por su parte, El viaje de Chihiro muestra el viaje de una niña del Japón urbano actual a una realidad de fantasía en la que se mezclan diferentes rasgos culturales de la tradición japonesa. En ambos filmes las referencias religiosas son explícitas, como es el caso de los distintos santuarios sintoístas y de los templos consagrados a la divinidad Inari, que muestran el respeto hacia la naturaleza porque esta nos brinda la obtención de alimentos a través de la tierra y el cultivo. Asimismo, Miyazaki recurre a distintos fantasmas, espíritus y criaturas sobrenaturales que forman parte de la mitología sintoísta. Lo que destaca es cómo se utilizan estas referencias para traspasar de una realidad, la moderna y racional, a otra tradicional y fantástica. En unos viajes que, además, están planteados como una iniciación en la vida que no solo supone para las protagonistas el contacto con otras realidades, sino que les sirven para madurar.

Fotograma de Mi vecino Totoro de Miyazaki

La poética de Miyazaki mezcla ideas del folclore sintoísta y budista, basado en el respeto hacia la naturaleza, porque esta nos brinda la obtención de alimentos a través de la tierra y el cultivo, y en la idea de que todos los seres tienen la misma importancia dentro del engranaje del universo. Películas dirigidas a un público más infantil, como Mi vecino Totoro (en la imagen), son representativas de estas ideas.

Como cabe esperar, en este planteamiento encontramos el inevitable choque entre el mundo tradicional y el moderno, que ha servido para instaurar una visión científica y racional de la realidad. Es lo que comprueba la bruja de Nicky, la aprendiz de bruja (Majo no takkyubin, 1989) cuando deja el pueblo para instalarse en la ciudad y comprueba que ya casi nadie cree en la magia. Además, ella misma sufre en primera persona algunas de las roturas de las sociedades modernas, como es el desarraigo, la marginación o la disolución del individuo en la masa. De hecho, la crisis personal que sufre es tan fuerte que incluso pierde sus poderes. Es verdad que en el filme sigue existiendo una fascinación por las máquinas, en concreto a través del personaje del niño, pero, al mismo tiempo, resulta evidente que Miyazaki no puede dejar de ser crítico con la civilización moderna capitalista, de la que derivan valores que encuentra insoportables o degradantes: la cuantificación y la mecanización de la vida, la reificación de las relaciones sociales, la disolución de la comunidad y, sobre todo, el desencanto del mundo. Asimismo, constata que la confianza ilimitada en el progreso y en el crecimiento propia del pensamiento moderno y las dinámicas de los estados nos conduce directamente a la catástrofe. Por ello, resultan fundamentales las imágenes de destrucción y de guerra de El castillo ambulante, basadas claramente en los bombardeos sobre la población civil de las guerras del siglo XX. Contra esta realidad, el filme, al igual que El viaje de Chihiro, reivindica unos valores que son claramente románticos: el amor, la magia y la libertad individual como una crítica cultural de la civilización moderna capitalista. Y ante todo aboga por comprender el lado nocturno de la persona y alcanzar aquellos momentos que nos permiten superar las barreras del espacio y del tiempo, y que nos conectan a la vida y al otro. Nos referimos a las conclusiones de El castillo ambulante o de El viaje de Chihiro, que son momentos trascendentes que los convierten en metas no solo del género fantástico, sino del arte en general.

Por último, esta poética de la pluralidad de los mundos nos lleva a un nivel que es, en realidad, el primigenio de todos: la infancia. En muchos filmes de Miyazaki son los niños quienes se encuentran con una criatura maravillosa y corren a contárselo a los padres, que no hacen mucho caso porque lo consideran una ilusión de los sentidos y de la imaginación de los pequeños. El mejor ejemplo lo encontramos en Ponyo en el acantilado (Gake no ue no Ponyo, 2008), que es un filme protagonizado por niños y, sobre todo, pensado para ellos. Miyazaki trabaja con la idea de que en la base de la experiencia infantil existe una desaparición de los límites entre el mundo físico y el psíquico, entre el mundo material y el mundo espiritual. Y la gracia es que logra presentar esa integración sin que parezca una visión de los adultos. Este planteamiento es, en realidad, dificilísimo, porque es necesario mostrar claramente la esencia de un mundo que tiene una extrema complejidad. No en vano, en Ponyo se utiliza la mitología japonesa, la griega y el cuento de La pequeña sirena de Hans Christian Andersen para reproducir la esencia del pensamiento infantil. Miyazaki representa el mar como una figura materna, como el origen de la vida, un mito que se ha encontrado en muchas culturas de todo el mundo. Ahora bien, este no se resume en un mero sincretismo cultural, sino en la capacidad de asombro ante el mundo, en cómo los niños saben, intuyen de algún modo la complejidad y la angustia del mundo en el que vivimos. Básicamente, es por esta razón que un filme dirigido a los niños también nos gusta tanto a los adultos, no solo porque podemos recordar a quienes una vez fuimos, sino porque comprendemos cómo la infancia es una época de experiencias muy importantes para todo ser humano, a partir de las cuales accedemos a los problemas fundamentales de la vida: el sentido de las cosas, el bien, la justicia, etcétera.

Fotograma de El viaje de Chihiro de Miyazaki

En la poética de Miyazaki, el dibujo del viento se convierte en clave, porque es la metáfora perfecta para representar aquellas fuerzas que superan los límites materiales y que mueven al mundo, pero que no se ven a simple vista. En las imágenes, las protagonistas de El viaje de Chihiro (arriba) y Mi vecino Totoro (abajo) son empujadas por el viento hacia su gran aventura.

Fotograma de Totoro de Miyazaki

Colofón

Los filmes de Hayao Miyazaki, además, presentan otra cosa en común. Aquellos dibujos de la naturaleza, tanto en los cielos de El castillo en el cielo como en los bosques de La princesa Mononoke, que la presentan como grandiosa y que hacen que las figuras humanas sean insignificantes y que sienten, incluso, una sensación cercana a la angustia. Por supuesto, también está la importancia del mar, tan presente en Conan o Ponyo, que representa un peligro para la vida humana a la vez que una fascinación misteriosa, básicamente porque es fuente de una violencia latente a la vez que es el espacio donde surgió la vida. En todo caso, se trata de la sublimidad, un elemento que está muy presente en las innovadoras escenas de acción que trabaja Miyazaki, quien concibe las persecuciones como esfuerzos para superar los límites físicos humanos, bien sea a través de piruetas en el cielo gracias a máquinas fabulosas o de carreras sobre tierra o agua. Finalmente, hay un esfuerzo por reproducir el viento, que es una fuerza de la naturaleza que se convierte en un estilema mayor. A modo de ilustración, en Mi vecino Totoro es el viento el que provoca el traspaso de un mundo a otro, mientras que en El viaje de Chihiro parece que sea el viento el que empuja a la niña a entrar en el túnel que le permitirá empezarlo todo. También está el viento de la historia, fundamental para entender el filme histórico El viento se levanta o la desolación de sus obras postapocalípticas. Por eso en el dibujo del viento está todo, y se convierte en la metáfora perfecta para representar aquellas fuerzas que superan los límites materiales y mueven al mundo, pero que no se ven a simple vista.

Ciertamente, a través de una filmografía apasionante, Miyazaki ha desarrollado una visión de autor, pero al mismo tiempo ha sabido abstraerse de las contingencias de la vida para vislumbrar un espacio donde los valores con los que estamos habituados a medir la vida, los que provienen de la modernidad científica, no bastan. Miyazaki siente una gran fascinación por la técnica, pero a la vez echa de menos un pensamiento sobre la esfera sagrada del mundo. En todos sus filmes parece que nos diga que hace falta algo más, una suerte de trascendencia. Se trata de un dilema que vino de Occidente, y es tal vez por eso que las películas de Miyazaki nos emocionan tanto en esta parte del mundo, porque es capaz de crear un espacio perdido no para el hombre solo como individuo, sino como individuo que forma parte de una comunidad, de la humanidad y del cosmos que nos integra.

© Mètode 2023 - 116. Instantes de ciencia - Volumen 1 (2023)

Profesor en un instituto público donde enseña a los adolescentes a leer libros, escuchar músicas y mirar películas. Escribe sobre literatura, música y cine, y ha publicado dos novelas: El guardià de les trufes (Barcino, 2016) y Lluny de qualsevol altre lloc (Onada, 2021).

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