La representación de la ciencia en el cómic
De los inicios a la ebullición superheroica
La introducción de la ciencia en el cómic puede y debe ser estudiada desde aproximaciones muy diferentes, que comienzan por la representación del científico, símbolo de la ciencia en cuanto representación reconocible (y deudora de todos los tropos del arquetipo, empezando por su idealización siempre como figura masculina), y que terminan con la inclusión de conceptos científicos rigurosos que aporten verosimilitud a la representación ficcional o con la propia divulgación científica a través del lenguaje del cómic.
Del Doctor Festus al héroe científico
La representación del científico en el cómic debe enmarcarse de forma necesaria dentro de una perspectiva más amplia: la de su inclusión habitual dentro de la cultura popular (Basalla, 1976). Se trata de un tema ampliamente estudiado, ya que la figura del científico ha originado una serie de rasgos estereotípicos que son tan asumidos como difíciles de eliminar (Chambers, 1983). Así, el sabio que representa el cómic está claramente inspirado en una imagen sedimentada a lo largo del tiempo y tiene una serie de características visuales coincidentes en su vestuario y apariencia. Las gafas o la bata blanca son elementos tan definitorios del científico como su atuendo desgarbado y poco cuidado, relacionado quizás con el modelo de sapiencia inspirado en los santos o monjes (Barthes, 1990). También el pelo desmelenado, la barba o perilla y las canas se vinculan con la necesaria consideración del sabio como un hombre mayor, incluso anciano y, sobre todo, despistado, que entroncaría con referentes tan antiguos como la representación de Tales de Mileto en el Teeteto de Platón.
Estos elementos externos se deben completar necesariamente con los que se refieren a su personalidad: más allá de la inteligencia inconmensurable, el «genio» es un personaje distraído, aislado de su entorno (en este sentido, más próximo al astrólogo o mago), ajeno a la realidad que le circunda. Estos elementos conforman un perfil psicológico que suele ser interpretado en términos irónicos o humorísticos y crean un alejamiento del hecho científico. Una imagen que no empezaría a cambiar hasta finales del siglo XIX, cuando el científico comienza a ser también un posible héroe.
Posiblemente, una de las primeras lecturas del científico como protagonista de aventuras venga precisamente de uno de los autores basales de la historieta, Rodolphe Töpffer. Considerado como uno de los desarrolladores del concepto de cómic moderno (Kunzle, 2007), Töpffer publica en 1840 Voyages et aventures du docteur Festus, una de sus obras de «literatura en estampas» donde se aproxima al mundo científico a través de la figura del doctor Festus, que inicia un viaje por el mundo a lomos de su burra para poder saciar su curiosidad y ambición de conocimiento. Aunque la serie mantiene las claves satíricas y de retrato y crítica social de la obra del autor suizo, es curioso comprobar cómo la representación del científico se atiene a los estereotipos ya presentes en la época: un personaje humorístico, algo despistado, que causa todo tipo de problemas allá por donde va. Sin embargo, ya podemos encontrar en esta obra algunas reflexiones sobre la ciencia muy interesantes, como las disputas entre sociedades científicas a partir del enfrentamiento entre dos astrónomos por el descubrimiento de un nuevo planeta. Esto constituye un reflejo de las muy habituales polémicas científicas que protagonizaron el siglo XIX y demuestra que la ciencia ya despertaba el interés popular, aunque más como un curiosa crónica social de las élites burguesas que como un concepto que pudiera tener importancia en la vida cotidiana.
Claramente inspirada en las aventuras del doctor Festus, encontramos unos años después la obra de Christophe (pseudónimo de Marie-Louis-Georges Colomb) L’idée fixe du savant Cosinus (1893), en la que un sabio despistado y alocado decide viajar por el mundo. Pancrace Eusèbe Zéphyrin Brioché, el nombre real de Cosinus, aprovecha sus conocimientos científicos para sus viajes, por ejemplo, mediante extravagantes inventos como el Anémélectroreculpédalicoupeventombrosoparacloucycle o el moderno automóvil («que deja una atmósfera irrespirable y un terrible olor de petróleo quemado», según indica en el cómic), pero siempre desde una perspectiva de corrección científica que le lleva a reproducir incluso desarrollos matemáticos. La razón de este rigor es uno de los valores añadidos de esta obra: es la primera serie de cómic cuya autoría corresponde a un científico. Colomb se doctoró en Ciencias Naturales en París. Desarrolló toda su carrera profesional como profesor y llegó a ser subdirector del laboratorio de botánica de la Sorbona. Aunque la personalidad de Cosinus se basa en famosos matemáticos o físicos de su época como Jacques Hadamard, Henri Poincaré o André-Marie Ampère, la representación del sabio coincide con la descripción estereotipada del personaje anciano y distraído, centro de mil y una desgracias por su torpeza social y física.
Sin duda, hay ya una intención didáctica en las obras de Christophe, quien aprovecha el uso del humor para dulcificar la introducción de los conceptos científicos en la enseñanza (Tatalovic, 2009). Su trabajo tuvo una clara influencia posterior e inspiró claramente personajes similares en obras como Le professeur Nimbus, de André Daix o la fundamental The inventions of professor Lucifer G. Butts, A. K., de Rube Goldberg. Las extrañas y complejas invenciones mecánicas que imaginaba Goldberg, que tenía formación de ingeniero por la Universidad de California, tuvieron una decisiva influencia en la cultura popular desde su primera publicación en enero de 1929 en la revista Collier’s Weekly. Creó en sí mismo un género de historieta científica que se desarrollaría posteriormente en dos grandes líneas: por un lado, el cómic de divulgación científica y, por otro, la propia explotación del «invento imposible». Esta última tendría en España un ilustre seguidor en el profesor Franz de Copenhague, protagonista de la inolvidable serie Los grandes inventos del TBO que publicó la famosa revista TBO de Joaquín Buigas, bajo la autoría de autores como Nit, Tínez, Benejam o, fundamentalmente, Ramón Sabatés (Guiral, 2017).
Sin embargo, la representación del científico se consolidará a partir de la década de los treinta en las tiras diarias norteamericanas de ficción (Gallagher, 1979): series como Flash Gordon, de Alex Raymond, comienzan su singladura en 1934 con la imagen de un científico que ha perdido su cordura buscando solución al terrible destino que le espera a la Tierra, amenazada de destrucción por el planeta errante Mongo. Un inicio que marca claramente una visión estereotipada del hombre de ciencia, pero que pronto evolucionaría hacia la figura del héroe principal, que hace tanto las funciones de hombre sabio como en ocasiones de contrapunto humorístico, remarcando otros atributos tradicionales del científico y que van desde la torpeza física hasta una sorprendente capacidad de improvisación que le permite crear el más complejo ingenio en tiempo récord. Sin embargo, la ciencia tendrá poca influencia en esta etapa clásica de la serie, más vinculada a la fantasía y la aventura exótica, un escapismo justificado por la compleja coyuntura socioeconómica que vive el país y que no cambiará hasta los años cincuenta, con la llegada de Dan Barry como responsable de esa transformación.
La representación de la ciencia como divertimento divulgativo
Para la sociedad estadounidense de los años cincuenta, la ciencia era un territorio donde la fascinación y el miedo se daban la mano sin límites definidos. La Guerra Fría había convertido la tecnología nuclear en sinónimo del fin del mundo, en destrucción mutua asegurada que empapaba las películas de la época y transmitía al público esa mezcla de admiración y temor que solo el espacio podía resolver. Un espacio estrellado que ya no era el lugar de románticas noches o épicas imaginarias: era una realidad a explorar donde se trasladaba la competencia entre la URSS y los EE. UU. de una forma mucho más segura para la ciudadanía de a pie, aunque solo fuera por la distancia interpuesta. Sin embargo, era también el perfecto escenario para el nacimiento de una nueva mitología, casi de una nueva religión, que era capaz de combinar la ilusión que aportaba la ciencia con la conspiración más secreta e intrigante. Los ovnis formaban parte de la vida diaria del público norteamericano, al igual que la televisión, las pruebas nucleares o el espionaje comunista. Entre esta amalgama de conspiraciones, miedos y creencias, la divulgación científica estaba a cargo de un puñado de revistas legendarias: Popular Mechanics, Popular Science, National Geographic, Science Digest o Science News acercaban los conceptos más complejos al público gracias a un lenguaje cercano y didáctico, pero sobre todo por su espectacular tratamiento visual. Exquisitas y trabajadas ilustraciones permitían ahondar en las interioridades de los avances de la tecnología o de propuestas futuristas que hablaban de un porvenir sin guerras.
Pero si un medio podía aprovechar el potencial didáctico de lo gráfico, este era el cómic: durante los años cuarenta y cincuenta se produjeron muchas series de divulgación científica que servían bien de complemento para los comic books, de relleno de las páginas de publicidad o, incluso, como series estrella en los dominicales de los periódicos. Era el caso de series tan famosas como la humorística Things to come, de Hank Barrow; la psicológica Let’s explore your mind, de Albert Edward Wiggam; Science for you, de Bob Brown, o Our space age, de Otto Binder. Pero sin duda, las más famosas fueron Our new age, dirigida por el profesor Athelstan Spilhaus de la Universidad de Minnesota y Closer than we think!, de Arthur Radebaugh, dedicadas a la divulgación de los prodigios que la ciencia prometía para el futuro. Una tendencia a la que se sumó uno de los personajes más famosos de la época: Tom Corbett, space cadet, de Ray Bailey. Inspirado en una novela de Robert A. Heinlein, Joseph Lawrence Greene creó esta serie que pasó por la televisión, la radio y, por supuesto, las tiras diarias y los comic books. Las planchas dominicales de la época incluían una viñeta denominada Space dust, donde se explicaban principios científicos básicos, muy alejados de las galácticas aventuras de su anfitrión.
Jack Kirby y Wally Wood incluyeron un concepto similar en su serie Sky masters, los Scrap book (una especie de tira extra que se podía eliminar según el espacio disponible en el periódico), formalmente similares a la idea de Bailey, pero más cercanos a los rigurosos contenidos de las tiras de Radebaugh y Spilhaus, con los que muchas veces coincidieron. Los autores de Sky masters se nutrieron de toda la divulgación de la época e incorporaron muchas de las predicciones de las páginas de Popular Mechanics a las viñetas, intentando que su relato de la conquista del espacio fuera lo más coherente posible con los conocimientos científicos de la época.
La importancia del cómic como lenguaje divulgativo de la ciencia también tiene una evidencia clara en las publicaciones que General Electric inició en los años cincuenta bajo la denominación Adventures in science. Con la participación de reconocidos dibujantes como George Roussos, la serie dedicó monográficos a temas tan variados como la electricidad, los transistores de válvula o incluso uno centrado en la naciente energía atómica (Szasz, 2012), y demostraba así la confianza de la empresa en el lenguaje del cómic para borrar la terrible imagen que la energía nuclear tenía en ese momento en la cultura popular.
Dentro de este ámbito de divulgación hay que incluir, necesariamente, la colección que la editorial mexicana Novaro dedicó en los años sesenta a las biografías de famosos personajes, Vidas ilustres, entre las que se incluyeron muchísimas figuras del ámbito de la ciencia como Albert Einstein, Louis Pasteur o Marie Curie.
De la ficción científica al género de superhéroes
En paralelo al desarrollo de esta línea de cómics divulgativos, las ficciones alrededor de la ciencia tuvieron un momento de esplendor evidente entre los años cincuenta y sesenta. Incluso cabeceras como Science Comics, que no pueden calificarse estrictamente ni siquiera como ciencia ficción, utilizan en su título la palabra science para atraer a un público ávido de noticias sobre el mundo científico que comenzaba a conocerse a través de los medios de comunicación y que este género había popularizado en las revistas pulp. Durante la década de los cincuenta, los títulos que desarrollaban una ficción especulativa donde se ponía en cuestión la ética de los avances de la ciencia se contaron por decenas. Si bien los famosos títulos de la editorial EC Comics –Weird science o Weird fantasy– son los más recordados y reconocidos, otros como Captain science, Strange adventures, Atomic comics o Atomic war! trasladaban las dudas que la sociedad del momento tenía sobre los peligros de los avances de la ciencia, ligados ineludiblemente a los de la energía atómica y la radioactividad.
Paradójicamente, ambas corrientes, la divulgativa y la ficcional, tuvieron una conexión gubernamental: recientemente se ha sabido que el gobierno de los EE.UU. pidió expresamente a las editoriales que introdujeran temas científicos en sus relatos, sobre todo en los dirigidos al público masculino adolescente, con el fin de promover las vocaciones científicas (Ojeda, 2016).
Pero, sin duda alguna, la cristalización más evidente de todas estas líneas se da en el género de superhéroes. Aunque se pueden rastrear poderosas influencias de la literatura pulp, es común considerar la publicación en 1938 del primer número de Action Comics de la editorial DC como el punto de nacimiento del género de superhéroes con la aparición de Superman, obra de Jerry Siegel y Joe Shuster. Este primer número establece de facto un canon del superhéroe (Coogan, 2009) en el que hay que incluir necesariamente una definición basada en la ciencia del origen del superpoder. Ya en la primera página se habla de «una explicación científica a los poderes de Clark Kent», que se relacionaría con las habilidades de los insectos, en una justificación muy alejada de la que luego se popularizaría en el famoso personaje. Si bien las raíces mitológicas y religiosas del superhéroe resultan claras (Reynolds, 1992), son más interesantes las identificaciones de esta figura con una mitología propia de la era industrial y urbana (Locke, 2005), vista tanto desde una autoría enraizada en las clases más populares que veían en la ciencia un elemento de miedo y de esperanza, como desde el hecho de que los héroes forman parte de la clase trabajadora y no de élites, ni son directamente deidades inasequibles.
El género de superhéroes se nutrirá de la ciencia y le dará protagonismo. Una parte importante de los héroes de las llamadas «edad de oro» y «edad de plata» parten de la base de que el protagonista es un científico, como en el caso de Flash o el propio Batman (millonario, pero con amplios conocimientos). Esto se verá potenciado con la llegada de Marvel Comics en los años sesenta: personajes como Spider-Man, Iron Man, los Cuatro Fantásticos, Hulk o Ant-Man son científicos que han desarrollado de forma consciente o accidental sus poderes. En todos ellos se presenta de forma indisoluble la influencia de los mitos del género, con la dualidad del doctor Jekyll y Mr. Hyde a la cabeza, y los miedos a los avances de la ciencia que imperan durante la Guerra Fría, que tendrán quizás su ejemplificación más clara en el personaje de Hulk. Creado por Stan Lee y Jack Kirby en 1962, Hulk nace de la irradiación gamma de una prueba atómica que sufre el profesor Bruce Banner, que se transformará en una inmensa bestia de fuerza incontenible y pocas luces cuando se enfurece. Esta cualidad se extenderá a los villanos: si bien el malvado típico de la edad dorada era ya un científico (como Lex Luthor para Superman o el Dr. Sivana para Capitán Marvel), en los cómics de Marvel se establecerá como arquetipo recurrente. El Lagarto o el Dr. Octopus en Spider-Man o el Dr. Doom en Los Cuatro Fantásticos son ejemplos bien conocidos que las películas que han adaptado a estos personajes durante el siglo XXI han contribuido a popularizar (Rimbault, 2013).
Pero, aunque las explicaciones científicas pueden ser a menudo erróneas, el género ha incluido en muchas ocasiones conceptos científicos rigurosos, curiosamente relacionados con momentos que requieren de un dramatismo que precisa de componentes realistas que lo fundamenten. Un ejemplo muy famoso es el episodio de la muerte de Gwen Stacy en Spider-Man (Blumberg, 2003): más allá de las implicaciones que tuvo para la evolución del medio, hay que destacar la utilización de un recurso científico para explicar la muerte de la novia de Peter Parker y es que esta no puede sobrevivir al latigazo cervical provocado por el frenazo brusco que sufre al ser rescatada por el famoso superhéroe (este golpe seco pasaría a la historia de Marvel con la onomatopeya «SNAP!»). En este caso, el superhéroe no puede escapar de las leyes más básicas de la física, y se rompe así la tradicional «suspensión de la incredulidad» que el género requiere.
La representación de la ciencia en los cómics de superhéroes se generalizó rápidamente en los años sesenta, hasta formar parte constituyente de prácticamente cualquier serie, incluso de aquellas que tienen una base mitológica o mágica (Jenkins y Secker, 2021).
Una presencia consolidada
La ciencia ha encontrado en el cómic un medio de divulgación perfecto que aprovecha las profundas conexiones de este lenguaje con la cultura popular. Desde mediados del siglo XIX y hasta la primera mitad del siglo XX se han desarrollado relaciones entre el cómic y la ciencia que han explorado tanto las posibilidades didácticas como las ficciones derivadas de este particular encuentro, y que entroncan con la propia evolución de la sociedad durante estos años. Ambas líneas permiten análisis que van desde la sociología a la educación, pero, además, revelan un importante potencial hacia el uso del cómic en el ámbito de la ciencia y su pedagogía que se ha comenzado a desarrollar de forma autónoma desde los años noventa y ha tenido una mayor extensión desde el año 2000 (Tatalovic, 2009). Sin embargo, la evolución y las posibilidades que el cómic está desplegando en el ámbito científico no se pueden entender sin la necesaria contribución y evolución que este ha experimentado durante los años anteriores, desde las primeras contribuciones seminales de Töpffer a la instauración del género de superhéroes, con clara vocación de relación con la ciencia.
Referencias
Barthes, R. (1990). Mythologies. Seuil.
Basalla, G. (1976). Pop science: The depiction of science in popular culture. En G. Holton y H. Blanpied (Eds.), Science and its public (p. 261–278). Reidel.
Blumberg, A. T. (2003). ‘The night Gwen Stacy died’: The end of innocence and the birth of the Bronze Age. Reconstruction: Studies in Contemporary Culture, 3(4).
Chambers, W. D. (1983). Stereotypic images of the scientists: The draw-a-scientist test. Science Education, 67(2), 255–265. https://doi.org/10.1002/sce.37390670213
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Jenkins, T., & Secker, T. (2021). Science, superheroes and the science and entertainment exchange. Journal of Science & Popular Culture, 4(1), 21–38. https://doi.org/10.1386/jspc_00023_1
Kunzle, D. (2007). Rodolphe Töpffer, father of the comics strip. University Press of Mississippi.
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Ojeda, J. (2016). La ciència a l’univers Marvel. El Cinèfil. https://elcinefil.cat/2016/05/01/la-ciencia-a-lunivers-marvel
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