Nuestro héroe Martí i Franquès
Las investigaciones de un científico catalán sobre el oxígeno
En 1866, 34 años después de la muerte de Antoni de Martí Franquès, se publicó en Washington un estudio titulado Warming and Ventilating the Capitol, donde diferentes técnicos y científicos discutían la posibilidad de instalar un sistema de ventilación en el Capitolio. La química había cambiado mucho, y muy rápidamente, desde los tiempos del científico catalán y, al mismo tiempo, algunos de los términos que Martí Franquès ayudó a introducir en España se habían convertido en conceptos de uso común.
Martí Franquès hizo sus aportaciones más importantes a finales del siglo xviii, en plena revolución química, con la nomenclatura a medio hacer y arrastrando los rudimentos del flogisto. Y pese a las diferencias, la química del 1860 no había olvidado a sus fundadores. Tal y como se ha descubierto recientemente, Martí Franquès es mencionado en este estudio, en la sección en la que Charles Wetherill, químico de la Smithsonian Institution, compila toda la información relevante sobre el aire. Se trata de una cita del trabajo más conocido e importante de Martí Franquès: su medida de la cantidad de oxígeno en el aire.
«El trabajo de Martí Franqués no es excepcional por su precisión ni porque lo llevara a cabo un hombre que vivía aislado de cualquier comunidad científica activa. Es excepcional porque resuelve un problema científico que estaba huérfano»
La cronología del descubrimiento resumida por Wetherill está muy clara, de hecho es reveladora, y vale la pena recordarla: «En 1774, Scheele afirma que el aire contiene dos fluidos; el nitrógeno y el oxígeno. En 1775, Fontana y Landriani, por culpa de la imprecisión de su instrumental, popularizan la errónea idea de que la concentración de oxígeno es variable. En 1778, Saussure mide la concentración de oxígeno en los Alpes y llega a la incorrecta conclusión de que la concentración varía entre valles y montañas. Finalmente, en 1790, De Marty [se refiere a Martí Franquès] es conducido, por experimentos en Cataluña con sulfuros de calcio, a afirmar que la proporción de oxígeno en la atmósfera es constante.»
Lisa y llanamente aquí, para Wetherill, acaba la discusión sobre el oxígeno, y la cronología sigue con el detalle de otros descubrimientos. Martí Franquès es presentado como quien aporta la solución al problema y su conocido experimento se considera definitivo. Para no dejar ninguna duda, Wetherill añade que en 1801 Davy corrobora los valores de Martí Franquès. Si este hecho es relevante es porque no siempre se ha mirado el trabajo de Martí Franquès desde esta perspectiva. Cuando en 1935 Antoni Quintana escribió su meticulosa, pionera y sentida biografía del científico, probó por todos los medios a convertirlo –muy razonablemente– en un héroe de la ciencia catalana.
Hoy, sin embargo, cuando leemos sobre él en algún trabajo contemporáneo, podemos acabar con la impresión de que Martí Franquès fue poco más que un hacendado excepcionalmente dotado para la experimentación, con cierta habilidad para estudiar problemas químicos de segundo orden. Épica al margen, lo que sabemos es que en 1791 Martí Franquès paseó por sus tierras, tomó muestras de aire y midió la composición con sulfuros de calcio. El impacto de este experimento, la difusión que tuvo y, sobre todo, el juicio de su importancia es una discusión a cerrar. Debemos escoger cómo mirar nuestro gran químico, y, ya que el doctor Wetherill vivió en su siglo, quizá vale la pena escuchar su versión.
«Martí Franquès hizo sus aportaciones más importantes a finales del siglo XVIII, en plena revolución química, con la nomenclatura a medio hacer y arrastrando los rudimentos del flogisto»
los oxígenos y las revoluciones
Podemos explicar más de una revolución química. Por una parte podemos explicar aquella que da nombre al período: la revolución de los revolucionarios, la de los hombres que tuvieron el privilegio de bautizar su propio período histórico. Fue Antoine Lavoisier, el padre de la química, quien escribió en 1777 que «la importancia del tema me ha empujado a reanudar todo este trabajo, que me ha parecido hecho para ocasionar una revolución en física y química». Se refiere a una tarea que acababa de empezar y que llevó a cabo en la Académie des Sciences, una serie de experimentos clave que hundieron la teoría del flogisto y llevaron a una nueva forma de entender la materia. La descomposición del óxido de mercurio en mercurio y oxígeno, y la descomposición del agua en hidrógeno y oxígeno, el descubrimiento de nuevos gases, se tradujeron en una nueva teoría de la combustión y de la acidez y, a la larga, en la necesidad de llamar a las sustancias de otra manera. Conviviendo, sin embargo, con la historia de los grandes descubrimientos rompedores está la historia de los procesos de transmisión de las ideas, de la enseñanza y el aprendizaje. Es apasionante comprobar cómo los descubrimientos más relevantes del período son entendidos e interpretados por individuos con diferentes profesiones, diferentes formaciones e intereses. Tomemos, por ejemplo, el oxígeno, un término inventado por Lavoisier y que significa “generador de ácidos”. En el Real Colegio de Cirugía de Barcelona, fundado en 1760, se leyeron memorias en las que se discutían los posibles usos terapéuticos de este «nuevo aire», e incluso sobre la posibilidad de tratar a los pacientes utilizando globos aerostáticos como los que los hermanos Montgolfier hicieron despegar de París en la primavera de 1783. En los archivos de la Real Academia de Ciencias y Artes de Barcelona (fundada en 1764) descubrimos que la nueva química representó una promesa para todo tipo de industrias, desde la textil a la militar.
Los mecanismos que permitían este flujo de información fueron diversos. Es evidente que la lectura resultó fundamental, como también lo fue la creación de academias e instituciones de enseñanza independientes. Con contadas excepciones, como es el caso de la Universitat de València, la química se transmitió al margen del sistema universitario. Martí Franquès, autodidacta, tuvo acceso a publicaciones científicas gracias a su gran fortuna y a una buena red de contactos en el extranjero. A través de estos mecanismos, el nuevo sistema químico se reforzó e implantó internacionalmente.
Sería inocente suponer que todos estos hombres interesados en la química se limitaron a aprender, como si siguiesen un curso a distancia, las enseñanzas de los savants franceses. Aprender nunca es un proceso pasivo y la recepción de conocimiento acostumbra a venir acompañada de una respuesta creativa. En realidad, una cantidad considerable de información fluyó desde la periferia hacia el centro y algunos objetos, prácticas e ideas nacieron en los núcleos receptores. El trabajo de Martí Franquès es una de estas intervenciones de la periferia, una mano levantada a media conferencia.
Martí i Franquès entra en juego
Fue Priestley el primero en aislar el oxígeno puro («aire desflogisticado») y que hizo una observación que crearía escuela: comprobó que unos ratones en una campana de oxígeno sobrevivían más tiempo que en una campana llena de aire atmosférico. Nacía así el concepto de «respirabilidad del aire», es decir, la capacidad que tenía el aire para sostener la vida, capacidad que también tomaría el nombre de «bondad del aire» o incluso «salubridad del aire». Fue un florentino, el abbé Felice Fontana, quien en 1775 aceptó el reto de Priestley y estandarizó su experimento, creando un método de medida de la respirabilidad. Otro italiano, el entusiasta milanés Marsilio Landriani, bautizó el invento como eudiómetro, que proviene del griego eudios que significa “limpio” o “puro”, una combinación de eu- (“bueno”) y de –dios (“celestial”), más el sufijo preferido de la ilustración: –meter, “medida”. Gracias a tener un nombre, eudiómetro, y una descripción, la de Fontana, la práctica eudiométrica se popularizó por toda Europa y hasta cierto punto se convirtió en una de las prácticas más accesibles para los aficionados que querían acercarse a la química.
Pese a ello, no debemos imaginarnos un eudiómetro como un instrumento concreto. La eudiometría es relativamente sencilla y requiere tan solo hacer una única cosa con éxito: conseguir, por cualquier método, consumir todo el oxígeno de una muestra de aire. Quien fuera capaz de llevar a cabo con precisión esta eliminación, ya fuera por combustión, absorción o reacción, tan solo le faltaría medir el decrecimiento de volumen. Científicos como Carl Wilhelm Scheele (1742-1786) o el famoso Alessandro Volta (1745-1827) se propusieron otras formas de llevar a cabo el proceso y cada una de ellas se llamó eudiómetro.
Los resultados obtenidos por toda Europa con estos experimentos son muy variados y sobre ellos hay una rica historiografía de serie B, un esfuerzo que nos habla más del interés de algunos historiadores por tener el paisano más preciso que de la naturaleza de los experimentos. La primera medida fue un «five or six times» de Priestley, un valor claramente cualitativo, que se ha querido vender, a veces, en forma de porcentaje (20 % - 17 % de oxígeno en el aire), lo que engañaba sobre la precisión real de su experimento. Fontana, a su vez, precisó los valores de Priestley, lo que confirmaba su intuición de manera cuantitativa y ofrecía un margen del 18 al 25 % de oxígeno en el aire. Este es el orden de precisión máxima que se puede alcanzar utilizando un eudiómetro de Fontana. También hay quien ha insistido en atribuir a Lavoisier una medida de la bondad del aire, otorgándole un valor de 26 % en oxígeno.
Pero no es nuestro objetivo demostrar quién se acercó más al valor que conocemos hoy día (20,946 %) porque lo que queremos discutir es una cuestión de programa experimental, no de precisión. Recordemos que muchos eudiometristas partían del supuesto de que la concentración de oxígeno era considerablemente variable y que esta variación influía sobre la salud humana. Eso les llevó a interesarse por el punto de vista particular y no por el general; en casos extremos, a interpretar errores experimentales como medidas representativas, y a buscar, de hecho, las diferencias con más interés que las regularidades.
Martí Franquès poseía una nutrida biblioteca; recibía todas las publicaciones extranjeras que sus amigos y su dinero le podían conseguir. Es por tanto muy probable que en 1787 conociese con exactitud el estado de la cuestión. Sabía que se había estado trabajando largamente con el supuesto de que la concentración «de aire vital» era variable en función de la zona, de la habitación, del número de personas presentes, de la época del año y del clima. Sabía que en diez años la eudiometría no había proporcionado aún resultados conclusivos. En la primera parte de su memoria descarta todos los métodos utilizados con anterioridad y recupera una reacción descubierta por Scheele años atrás. Este inicio transmite con fuerza el tono del trabajo, y es que desde el principio deja claro al lector que Martí Franquès está dispuesto a ofrecer un estudio definitivo del problema. Que se trata de una solución incontestable.
El éxito de Mr. McCarthy
Experimento tras experimento: así es como se encontró la proporción de oxígeno. Largas series de medidas repetitivas, una comparación exhaustiva de resultados modificando diferentes variables. Repitiendo experimentos en días de lluvia y de sol, recogiendo muestras de aire en diferentes días, lugares y alturas, destilando agua o utilizando agua de la lluvia, anotando los valores barométricos y la temperatura. Un trabajo que Martí Franquès realizó desde 1787 hasta poco antes del 12 de mayo de 1790, día en que presentó su memoria a la Real Academia de Ciencias y Artes de Barcelona bajo el título Sobre la cantidad de aire vital que se halla en el aire atmosférico y varios métodos de conocerla.
Sus experimentos le llevan a cuatro conclusiones que expresa de manera muy clara, separadas y numeradas. Cada una de estas conclusiones se expresa con fuerza y se mantiene cierta hoy día, y la nitidez de la exposición nos sugiere que Martí Franquès esperaba sellar cualquier discusión: la concentración del oxígeno en el aire es siempre del 21 %, y nada la puede cambiar. El trabajo de Martí Franquès no es excepcional por su precisión –aunque la precisión es remarcable– ni es excepcional porque la llevó a cabo un hombre que vivía aislado de cualquier comunidad científica activa. El trabajo de Martí Franquès es excepcional porqué resuelve, de manera clara y concisa, un problema científico que estaba huérfano. Sobre sus resultados no se puede decir elogio más grande que este: son los correctos.
La historia más conocida de la recepción de Martí Franquès en el extranjero es probablemente la publicación de su memoria en revistas de España, Inglaterra, Francia y Alemania, entre 1794 y 1801. No obstante, hasta hoy, desconocíamos la vida de estos artículos después de ser impresos. ¿Cómo habían reaccionado sus lectores? ¿Habían pasado página ante unas medidas intrascendentes, o se habían parado a leerlos con detalle? Ahora sabemos que existen decenas de publicaciones donde se reconoce el valor del trabajo de Martí Franquès. Tan temprano como en 1803, en el libro A System of Theoretical and Practical Chemistry, editado en Londres por Frederick Accum, el eudiómetro de Martí Franquès aparece descrito detalladamente bajo el título de «Marti’s Eudiometer», detrás de los eudiómetros de Priestley y el de Scheele. El libro A Brief Retrospect of the Eighteenth Century, editado en Nueva York en 1803, nos muestra que las investigaciones de Martí Franquès no tardaron en cruzar el Atlántico. A la hora de describir el eudiómetro de Martí Franquès nos dice que superó el de Scheele, que era demasiado lento, pero «esta objeción fue eliminada por M. de Martí, quien llevó el eudiómetro de Scheele a un gran grado de precisión». Un libro sobre instrumental químico editado en Londres en 1813 dice, más elocuentemente: «Martí llevó el eudiómetro de Scheele a la perfección.» En Francia lo citan, aunque menos cálidamente y, sobre todo, se acostumbra a escribir mal su nombre o a decir que es inglés: La Histoire philosophique des progrés de la physique (1813), describe así a Martí Franquès: «McCarthy: physicien anglais. Il fait servir les sulfures alcalins à la construction d’un eudiòmetre.»
«En los Archivos de la Real Academia de Ciencias y Artes de Barcelona descubrimos que la nueva química representó una promesa para todo tipo de industrias, desde la textil a la militar»
En su tierra natal, la recepción de sus experimentos fue diferente. Martí Franquès no fue la última persona en pronunciarse sobre el aire vital en Barcelona. En la misma sala donde había leído sus resultados, otros científicos opinaron sobre el oxígeno. Es revelador que en los diez años siguientes a la presentación de Martí Franquès, ninguno de ellos utilizase sus valores. Doscientos años más tarde, Martí Franquès es una interesante curiosidad histórica. En ciertos ámbitos, lo conoce quien lo tiene que conocer. Reclamar su prestigio es tan innecesario como inútil: los iconos, los grandes personajes, se forman poco a poco, a lo largo de muchos años de orgullosos elogios. Ahora eso ya es imposible. Como mínimo, aquí quedan su nombre, sus artículos y la gran labor que hizo, para recordar a otro héroe que nuestro país ha dejado perder.
Bibliografía
Bertomeu Sánchez, J. R. i A. García Belmar, 2006. La Revolución química: entre la historia y la memoria. Universitat de València. Valencia.
Grau, J. i J. Bonet (eds.), 2011. La química de l'aire. Publicacions URV. Tarragona.
Nieto-Galán, A., 1996. «Martí i Franquès, Carbonell i Bravo, i els usos de la nova química a la Catalunya il·lustrada». In Nieto-Galán, A. et al. (eds.) A. L. Lavoisier i els orígens de la química moderna 200 anys després. Institut d'Estudis Catalans. Barcelona.
Quintana, A., 1935. «Estudi biogràfic i documental». In De Martí i Franquès, A. Antonio de Martí i Franquès. Memòries originals: Estudi biogràfic i documental. Nebots de López Robert. Barcelona.