Tres remedios

Tres Remedios

Coincidió que, arrancada la Cuaresma de 1971, tres vecinas de Assumpció la visitaron con el mismo problema. El lunes llegó Mari Reme Dauder a primera hora de la mañana, jadeando y con los labios pálidos:

—Hace días que me duele mucho aquí —dijo con la mano en el pecho—. Pero como siempre me duele algo, no he hecho caso.

—Pero ahora, mientras volvía del mercado, me notaba un escozor… Demasiado —añadió Remedios la Botija el martes al mediodía, justo antes de comer.

—Total, que de repente me he notado como si me estuviera abrazando a un tronco ardiendo —explicó Remediet, la hija del Olivero, el miércoles por la tarde, asombrada y temblorosa—. Así que he ido al cuarto de baño, me he levantado la ropa, ¡y mira!

Lo que Assumpció debía mirar era un rastro de ampollas, pequeñas y furibundas, que a las tres les emergía de debajo del pecho, se iba abriendo camino hacia el costado y giraba la curva sin perder la línea hasta media espalda, como un latigazo. Alguna llaga se había abierto y lucía con el brillo del pus fresco. La rojez de aquella serpiente infernal contrastaba con la piel blanca de alrededor, como si le estuviera chupando todo el color. Las tres mujeres tenían los ojos llorosos, señal inequívoca de que el picor las carcomía desde las tripas hasta la garganta.

El lunes, después de hacer pasar y sentarse a Mari Reme, Assumpció se subió a un taburete y cogió el libro de remedios de su padre, que estaba en lo alto del mueble del salón, cubierto con un pañuelo de algodón para evitar que se lo tragase el polvo. Hacía años que lo consultaba muy de vez en cuando, con la mayoría de las recetas memorizadas o trasladadas a algún otro cuaderno más ligero que podía llevar encima cuando hacía visitas. Pero estas eran cada vez menos habituales. El médico de la comarca, don Javier, tenía una moto y un teléfono en casa, y si se le llamaba desde correos, solía acudir rápidamente. Era un chico joven y tenía píldoras y jarabes para casi todo. Si alguien se encontraba muy mal, muchas veces la familia prefería acudir a don Javier. Si no se encontraba tan mal, buscaban a Assumpció. A ella ya no le dolía. Menos faena.

Pero hacía años que Assumpció no se encontraba con unas pacientes tan graves. De hecho, nunca se había encontrado con un caso así. Para las fiebres que salían en el labio, ella solía recomendar poner miel, que desinfecta, y lavarse mucho las manos con jabón, para no pegárselo a nadie más. Pero esas puntitas molestas no tenían nada que ver con la serpiente que atormentaba a la pobre Mari Reme. Sobre el taburete, y casi de puntillas, alcanzó el libro de su padre. Se sentó en el sillón que tenía junto a la ventana, se ajustó las gafas y empezó a pasar páginas hasta encontrar lo que necesitaba. Pero la entrada al respecto era muy corta:

Foc de Sant Antoni, herpes

Jose el castellano dice: culebrilla / Pare Miquel: foc de Sant Antoni

Dr Manuel dice: herpes, culebrilla

Picor fuerte, dolor. Parece viruela o varicela pero en una zona solo, como una linia. Si se infectan les bambolles es peligroso. Hay que mantenerlas limpias. Dolor antes y después de la erupción.

Para tratar: Difícil. 1. bicarbonato con agua. 2. Media tasa de vinagre de manzana/media de agua. Mojar con tela de algodón. 3. Se cura solo?

Assumpció releyó varias veces la última frase. «Se cura solo?» Con un desasosiego creciente, releyó también los remedios propuestos por el padre, aunque claramente no estaba seguro de su eficacia cuando los anotó. Para otras enfermedades, aparte de la solución o pomada, su padre había escrito también los efectos positivos que había visto en las personas del pueblo. Del aceite de hipérico, por ejemplo, tenía anotado que «a Joanet Amorós le ha desaparecido las picaes de mosquit en un día», o que «Pepe Montaner y Toni el Carrasca se han curado el constipado con una infusión de tomellet». Pero en este caso, nada. Dos remedios de andar por casa y santas pascuas. Por no hablar del «Se cura solo?». Assumpció sacudió con la cabeza. Usted dirá, padre, qué sabré yo.

—Mari Reme —gritó.

—Dime.

—¿Tienes bicarbonato en casa?

—No.

—¿Tienes vinagre de manzana?

—Sí.

—Mira lo que te digo.

Pero a la mañana siguiente, la que no tenía vinagre de manzana en casa era Remedios. Había querido comprar un poco hacía un rato en el mercado, pero del dolor que sentía no había podido resistir el viaje y había ido directamente a casa de Assumpció.

—Pero si quieres, voy ahora, que me encuentro un poco mejor —dijo Remedios.

—No, mujer, ya voy yo, tú quédate aquí calentita y ahora vuelvo —dijo Assumpció poniéndose de pie. Pero en lugar de irse, se quedó mirando el fuego que chasqueaba en el hogar—. ¿Sabes qué? Algo que también va muy bien es el bicarbonato de sodio.

—¡Ay, de eso sí que tengo! Compré la semana pasada.

—¡Mira qué bien! —Y, como el día anterior con Mari Reme, Assumpció le explicó cómo hacerse la solución adecuada y cómo se la tenía que aplicar suavemente a las llagas con un pañuelo de algodón limpio.

Pero llegó el miércoles por la tarde y, con él, la pobre Remediet. Assumpció le tenía mucho cariño, porque Remediet siempre había sido un poco canija y cualquier soplo de viento la tumbaba. Además, parecía que le corría mal la suerte: los padres habían fallecido uno tras otro el año que ella pasaba de los diecisiete a los dieciocho. Los tíos que tenía en Penàguila ni la habían querido acoger en su casa ni ella había querido ir. Hacía quince años que todo el mundo asumía que se quedaría soltera y, de momento, no les quitaba la razón. Se había quedado alquilada en la casita donde había nacido, a las afueras del pueblo camino del Pouet, y aún no la habían echado porque el amo no necesitaba masoveros, pero todo el mundo sabía que tarde o temprano la pondrían de patitas en la calle. Ocurría que cada vez llegaban más extranjeros a la zona que soltaban un dineral por cualquier casucha con vistas. Así que Remediet salía cada vez menos por el pueblo, y menos a buscar novio: se pasaba el día cosiendo tapices para el señor Pasqual, que le llevaba un puñado cada semana y ella, cumplidora, ultimaba todos los pespuntes.

Mirándole las llagas que rodeaban ese cuerpecito, Assumpció no podía dejar de pensar: «Se cura solo?».

—Mira, Remediet, esto se va solo —le explicó—. Si ponemos cualquier pomada, igual te lo empeora, porque las ampollas son muy sensibles. Lo que tienes que hacer… ¡Lo que tienes que hacer es no hacer nada! Dos o tres veces al día, con agua tibia, te lavas las heridas y arreando. Y no debes salir de casa tampoco ni hablar con nadie.

—Pero, Sunsión, ¿cómo voy a estar tantos días sin salir de casa? Tendré que ir al mercado y charlar un rato con la gente, ¿no? A ver si me voy a morir yo de hambre y de aburrimiento —protestó Remediet. Assumpció se lo pensó.

—Mira, hagamos lo siguiente: te iré a visitar todos los días, y de la comida que me haya hecho yo, te traigo un poco, y de la cena, también. Y si tienes que ir al mercado o cualquier cosa, ya voy yo por ti.

—Pero, mujer, esto es demasiado trabajo para ti. ¿Y si te necesita alguien más?

—¡No sufras, ahora todo el mundo va a don Javier! Que es más moderno. Pero tienes que prometerme algo: no salgas de casa por lo menos en una semana, ni hables con nadie. Tranquilita en casa hasta que yo diga —Y, repitiendo lo que les había dicho a las otras dos, añadió—: Y todos los días tienes que decirme cómo te encuentras. Ya te lo preguntaré yo a posta y me lo tienes que decir, y así yo me lo apunto.

Y así quedaron.

Durante los días siguientes, Assumpció se despertaba de buena mañana y se dejaba preparado el potaje de garbanzos, lentejas o de acelgas, a falta de añadir un par de puñados de arroz o trigo, uno para ella, el otro para Remediet. Pero antes de irse hacia allí, visitaba primero a Mari Reme y después a Remedios para que le explicaran cómo les iba el remedio.

A Mari Reme la solución de agua, vinagre y manzana le escocía como un demonio y las llagas se le iban secando, pero el dolor no se marchaba.

—Cada cosa que tengo que hacer me cuesta mucho, Sunsión: ¡anoche, cortando cebollas, lloraba más del daño que me hacía mover el brazo que de las cebollas!

—El dolor tarda en marcharse —respondía Assumpció con contundencia.

La situación de Remedios era parecida. La solución de bicarbonato mantenía las ampollas limpias y la inflamación baja, pero la pobre se baldaba al mínimo esfuerzo.

—Media hora para hacer las camas hoy, ¿qué te parece?

—El dolor tarda en marcharse —repetía Assumpció, convencida. Al fin y al cabo, era una de las pocas cosas que parecía que su padre había tenido claro. «Dolor antes y después de la erupción».

Lo que sí le sorprendía era el caso de Remediet.

Aprovechando que iba a llevarle la comida, Assumpció se quedaba un rato más con ella, a veces toda la mañana, e incluso la ayudaba con la costura. Cada día, le limpiaba ella misma las ampollas, pero solo con agua tibia. Como era de esperar, estas se iban secando muy despacio, mucho menos que con el vinagre o el bicarbonato. En cambio, Remediet iba desprendiéndose del dolor mucho más rápido que las otras dos mujeres. Al tercer día de ir Assumpció con el almuerzo y la cena hechos, ya le devolvió la sonrisa. En el séptimo día, ya acabó ella de coser su tapiz antes que el que Assumpció tenía entre manos. Al noveno día, a pesar de tener todavía escozor constante en la línea del herpes y encontrarse dolorida, pidió a Assumpció, por favor, que la dejase ir a El Pouet, que necesitaba un poco de aire fresco. Cuando volvió, estaba cansada pero contenta, con un buen color de cara que Assumpció nunca le había visto, y charlando por los codos. Assumpció se quedó mirándola pensativa, sin escucharla.

Todavía ese día, más de una semana después de que tanto Mari Reme como Remedios empezaran su tratamiento, las dos describían un dolor constante, molesto, no tan terrible como al principio, pero que no las dejaba trabajar sin agotarse. Estaba claro que Remediet era más joven, pero Remedios no le llevaría más de cinco años, y, en cualquier caso, tanto ella como Mari Reme habían tenido siempre muy buena salud. Assumpció no recordaba haberlas visto jamás confinadas en la cama. De hecho, las había ayudado a parir a los seis hijos que habían tenido entre las dos, tres y tres, y Assumpció daba fe de que aquellas criaturas habían salido de los cuerpos de las madres listas para ir a varear olivos.

«Se cura solo?»

******

—¿Buenos días, don Javier?

—Sí, dígame.

—Soy Assumpció, la mujer de Ramon Chornet, que en paz descanse. Y la hija de Manolo el curandero, que en paz descanse también.

—¡Buenos días, Assumpció! Me alegra oírla, pensaba que yo no le caía bien.

—A mí me cae bien todo el mundo —don Javier rio al otro lado del teléfono.

—Vale, pues usted dirá.

—Don Javier, ¿ha visto usted alguna vez el foc de Sant Antoni en una persona? Creo que en castellano lo llaman culebrilla.

—Sí, sí, sí lo he visto. El término médico es herpes zóster.

Sóster, ¿dice? Muy bien, me lo apunto. Sós-ter. ¿Y usted sabe si tiene cura, don Javier?

—¿Por qué me lo pregunta, Assumpció?

—No, por nada, curiosidad, que estoy revisando el libro de mi padre y me he encontrado que el hombre no sabía muy bien qué hacer, y es raro, ¿eh? Porque él se lo apuntaba todo, lo que funcionaba pero lo que no también lo apuntaba, no se piense.

—Ya… A ver, es que solución directa no la hay. Es el mismo virus de la varicela, que se queda latente dentro del cuerpo y con los años puede volver a salir, pero de otra forma, como una erupción que parece una culebra. No es demasiado peligroso, pero las personas suelen estar muy molestas y si se infectan las heridas sí puede acabar mal la cosa.

—¿Y usted que recomendaría para cuidar las llagas?

—Mmm… Quizás una solución suave desinfectante, agua con vinagre, por ejemplo. Pero Assumpció, ¿hay alguien en el pueblo…?

—¿Y bicarbonato?

—Sí, un poco de agua con bicarbonato bien disuelto no iría mal…

—¿Y solo agua?

—Mujer, el agua por sí sola no hace mucho, pero es que las demás cosas tampoco harán mucho más. Al final, si Dios quiere, la cosa se va sola.

«Así que sí», pensó para sí misma Assumpció.

—Muy bien, pero, de todos modos, don Javier, el vinagre o el bicarbonato tampoco harían daño, ¿no?

—Mujer, no tiene por qué si ayudan a mantener limpio el herpes. Pero, Assumpció, de verdad…

—Muy bien, don Javier, ya está todo.

—Pero…

—¡Gracias y buenos días!

******

Sin embargo, Assumpció no acababa de entenderlo. Aunque el sóster se curara cuando él considerase que debía curarse, estaba claro que tanto el bicarbonato como el vinagre de manzana habían funcionado para reducir la serpiente de Mari Reme y Remedios, pero no les había aliviado el mal de dentro. Faltaba poco más de una semana para Domingo de Ramos y cada vez que se encontraba a alguna de las dos en el mercado o en el lavadero, todavía ponían cara de estar amargas como la hiel. En cambio, Remediet estaba mejor que nunca. Estaba tan bien que una mañana llegó a casa de Assumpció antes de que empezara a hacer el almuerzo e insistió en hacerlo ella y que Assumpció descansara. Lo cierto es que, con tanto trasiego arriba y abajo cuidando de Remediet, que si el almuerzo, el mercado, la cena, la costura… Assumpció se encontraba algo más cansada de lo habitual.

—Ya te dije que era demasiado trabajo para ti —la regañaba Remediet mientras pelaba los nabos—. Ahora estás mala tú. ¿Quieres qué le diga a don Javier que venga?

—No, no, que habla mucho.

—Hala, tú acuéstate y hoy cocino yo.

—No lo entiendo.

—¿Qué no entiendes?

—Nada, nada. Voy a acostarme.

******

Assumpció ya se encontraba mucho mejor, pero Remediet aún venía cada día con todo el material de costura encima y se sentaba junto a la ventana de la casa que miraba al corral, que daba muy buena luz, e iba charlando y cosiendo y haciendo la comida. Mientras, Assumpció se apuntaba cosas en el libro, leía, charlaba o daba algún pespunte también. Así que el Miércoles Santo, el sacristán fue a buscar a Remediet a casa de Assumpció: se había rasgado el velo de la Virgen, que salía en procesión el viernes. Remediet cogió agujas e hilos y se fue corriendo hacia la iglesia. Assumpció se quedó sola, descansando, levantándose de vez en cuando a remover la olla de trigo.

Poco antes de las doce, llamaron a la puerta y era Remedios.

—Remedios, ¿cómo estás? No he podido ir a verte estos días, me he encontrado algo mal…

—Estoy mucho mejor, Sunsión, ya solo me duele el cuerpo por la noche, y solo me quedan unas marquitas en la piel —le dijo Remedios. Iba cargada de pan y tenía una expresión suspicaz—. Me he encontrado a Remediet en la iglesia.

—Sí, es que se le ha rasgado…

—Me ha dicho que ha estado ella igual de enferma que yo, de lo mismo, pero que hace una semana que no le duele nada y ya ni tiene las marcas, de lo bien que la has cuidado tú —Remedios le sacaba tres cabezas a Assumpció y tenía las cejas muy fruncidas.

—No, Remedios, déjame que te cuente—y Assumpció se lo contó todo: el libro, el vinagre, el bicarbonato, el «Se cura solo?», don Javier y el sóster, y que después de apuntárselo todo y pensárselo todo, aún no entendía… ¿Cómo es que la que solo se ha limpiado las heridas con agua ha acabado curándose antes que vosotras? Si se va solo, se va solo, pero digo yo que los demás remedios deberían haber funcionado más que el agua, ¿no?

—¡Chica, Sunsión, parece mentira! —Remedios negaba con la cabeza, incrédula—. ¡Si a mí vienen a hacerme el almuerzo, la cena y la compra, y no tengo nada más que hacer que coser cuatro tapices, también me pongo buena en un santiamén, mujer! ¡Vaya! ¡Hala, buenos días!

Assumpció se la quedó mirando mientras se iba calle abajo, a buena marcha, con el pan bailando dentro del capazo.

Pos ya lo entiendo —se dijo, y volvió a entrar en casa.

© Mètode 2023 - 117. El legado de los dinosaurios - Volumen 2 (2023)
Periodista y traductora, revista Mètode.