‘El taxidermista de la plaça Reial’, de Núria Viladevall Palaus y Miquel Carandell Baruzzi
Historia natural de una tienda
La ciencia conlleva muchos más aspectos que aquellos que acostumbran a ser considerados por la grandilocuencia de los valores, las aplicaciones y las justificaciones. Sus fronteras son mucho más porosas que aquellas que querrían establecerse desde el confort complaciente de sus supuestos vindicadores. Y como hecho histórico y social, la ciencia conlleva unas negociaciones demasiado complejas como para pensarnos que el acercamiento a su pasado tiene que estar dirigido por lo que nos define en el presente.
La coautora de este libro, Núria Viladevall, es la bisnieta de Lluís Soler Pujol, fundador en 1889 de una tienda de taxidermia y herramientas para el coleccionismo de naturaleza en la calle de Rauric de Barcelona, que años después, con el sonoro letrero de «Museo Pedagógico de Ciencias Naturales», ocupó durante más de siete décadas un bajo en la singular plaza Real. Nuria nos ofrece en la primera parte un ejercicio memorialístico guiado por los olores, profundamente impresos en el fondo de su cerebro, que configuran la densísima atmósfera donde sus abuelos, su madre y sus tíos, con un buen puñado de trabajadores, hacían la preparación cotidiana de las pieles, las plumas, las escamas y los caparazones que atraían a los clientes fieles y a los curiosos ocasionales: naturalistas profesionales, coleccionistas aficionados, profesores y pedagogos, cazadores y toreros, artistas plásticos y audiovisuales, periodistas y escritores, además de docenas de niños y niñas que se paraban, boquiabiertos o despavoridos, en los grandes escaparates del establecimiento. La Núria niña también fue parte activa de aquella ordenada mezcla de naftalina, barniz, trementina, cianuro, sangre y esencia de mirbana. Olores que sin duda también despiertan la evocación de los que, por el contacto con las colecciones de historia natural, han sido expuestos a aromas tan excesivos y olores tan violentos.
«A la taxidermia le queda un margen muy estrecho de legitimidad, hasta el punto de que se oye decir que ni sentido patrimonial ya tiene»
Por su parte, el otro coautor, Miquel Carandell, es un historiador de la ciencia muy bien dotado para hacer de un estudio riguroso una lectura apasionante. Miquel es quien nos cuenta la historia de aquel emprendedor Soler, taxidermista de referencia y visionario de un destino superior, a la vez científico, artesano y educador, para su disciplina. De su briosa viuda, Carmen Boix, y de aquella hija, Anna, casada con un jardinero, Josep Palaus, que se zambulló en el negocio para darle un nuevo impulso, con la capacidad adaptativa del comerciante que sabe detectar los aires nuevos antes de que se levante el viento. La hija de ambos, Carmen, será la que mantendrá la persiana levantada hasta que los tiempos de la Barcelona neocosmopolita y crecientemente turistizada impongan la versión más laminadora de la globalización. La tienda cerró en 1991, a punto de encenderse el fuego olímpico en el Montjuïc que surtía de jaspe los fondos mineralógicos de aquella meca del coleccionismo. Porque Carandell no solo nos cuenta una historia familiar alrededor de una tienda: nos habla de la diversidad de públicos que se acercaban a ella, no solo –y muchas veces no tanto– para comprar, sino porque el establecimiento naturalista de la plaza Real, el del gran gorila, era también lugar de tertulia, espacio de intercambio y cuna de vocaciones. Todo, por aquella capacidad inductora de la curiosidad que suscita tan eficazmente la diversidad natural. Nos habla también del compromiso educativo de algunos prestigiosos centros de enseñanza media y de algunas modestas escuelas rurales que eran clientes. Y nos habla de ello porque todo eso está arraigado en una geografía, de un ámbito urbano mutante y a la vez resistente en su particularidad.
El libro se cierra con una tercera parte, en la que los autores dejan paso a los testimonios de taxidermistas, galeristas, museólogos, periodistas e historiadores, que complementan, desde la experiencia personal, una narración que, de tan vivaz, nos impresiona. ¿Tanto puede ofrecernos una tienda de taxidermia y minerales? Habrá quién frunza el ceño, como aquella novieta que aparece en uno de esos testimonios, incapaz de entender que un muchacho estuviera tan chiflado por las piedras como para gastarse un escaso dinero en un lugar inquietante y maloliente. Y también lo fruncirán, y harán una mueca de asco, quienes consideren que la taxidermia es algo pasado de moda, la expresión más grosera de la crueldad con los otros pobladores del planeta, y que no merece otra cosa que el olvido. A la taxidermia le queda un margen muy estrecho de legitimidad, hasta el punto de que se oye decir que ni sentido patrimonial ya tiene. Sin embargo, si la juzgamos desde unos valores por suerte muy difundidos –no lo bastante todavía– en nuestra época, no podremos entender unos sentimientos y unas pasiones que operaban a favor de la ciencia y la educación, que estrechaban vínculos y lazos de amistad y colaboración, y que suscitaban emociones sinceras de amor por la naturaleza. El taxidermista de la plaça Reial es un libro amable, que nos hace partícipes con una ternura infinita de la memoria y de la historia de una tienda y una estirpe, ambas inteligibles en el umbral inextricable que se produce cuando confluyen conocimiento, comercio, amor a la naturaleza y gusto por el buen hacer. A la vez, es una obra implacable, como una estaca que golpea los dientes, que nos obliga a despojarnos de las máscaras de la corrección, que nos empuja a una toma de posición radical sin margen para la impostura. ¿Cómo podría ser de otro modo, si la taxidermia está en el umbral entre la vida y la muerte?