«La chispa creativa» de Agustín Fuentes
La imaginación nos hará humanos
Tres millones de años antes, en algún lugar de África, a un hominino se le ocurre que, con un objeto afilado a su disposición, cortaría más rápidamente la carne de las presas que los depredadores de turno abandonan con algunas hebras todavía pegadas a los huesos. Este hominino probablemente busca entre las piedras que tiene a su alrededor, encuentra una que se ajusta a lo que tiene en mente, y otra que lo ayudará a darle la forma adecuada a base de golpes. Forma que, de alguna manera, intuye dentro de la piedra. Probablemente se aplasta la mano con el primer golpe, y quizás también con el segundo, pero lo sigue intentando. Y de esta manera, la creatividad humana da un paso adelante y continua avanzando, a base de picar piedra, hasta que Michelangelo Buonarroti es capaz de esculpir un montón de rizos perfectos sobre la cabeza del David.
En el primer capítulo de La chispa creativa (Ariel, 2018) el primatólogo y antropólogo Agustín Fuentes define a los primeros miembros del género Homo como «paquetes de proteínas fáciles de digerir» para una buena variedad de depredadores que demostraban especial predilección por ellos. Una forma muy concisa de mostrar la fragilidad de unos seres indefensos ante las amenazas reiteradas en los parajes africanos. ¿Cómo lograron estos paquetes de proteínas de metro y medio, no solo sobrevivir, sino llegar a imponerse por todo el planeta? Para Fuentes hay un punto clave que no se ha tenido en cuenta en el relato de la historia de la evolución humana: la imaginación. Es decir, nuestra capacidad para encontrar soluciones creativas a los problemas.
Con esta tesis presente, Fuentes lleva a cabo un recorrido exhaustivo por la historia de los seres humanos. Para ello ofrece numerosos ejemplos de la creatividad como fuerza motora: comienza, por ejemplo, con la ya mencionada fabricación de objetos líticos que provocó cambios importantes en el cerebro de Homo, y también en su capacidad de relacionarse con el resto del grupo. Modelar una piedra para que pudiese cortar la carne de la carroña era un conocimiento que hacía falta compartir: esto aseguraba más rapidez y eficacia para proveerse de ella antes de que llegara otro carroñero más bien equipado para la disputa (o bien otro depredador con ganas de engullir uno de esos paquetes de proteínas).
El reto de «comer sin ser comidos» ocupa la parte central de la obra de Fuentes. Las diferentes estrategias creativas para encontrar alimentos reflejan la capacidad de observación y retención de conocimientos que nuestros antepasados lograron. Llama la atención, por ejemplo, el caso de la miel y el germen de la caza: además de consumir carne de la carroña, frutos y plantas comestibles, es muy probable que los primeros miembros de Homo atracasen paneles de abeja siempre que podían. La miel era una gran fuente de proteínas y azúcares, y un raro capricho. A partir de esto, Fuentes lanza la siguiente teoría: ¿y si, una de esas veces, se percataron de que los restos de miel que rezumaban por el árbol atraían a otros animalillos? ¿Y si observaron esta circunstancia varias veces hasta que lograron establecer un patrón? ¿Y si entonces pensaron en esconderse detrás de los arbustos y esperar a que llegaran los animalillos, dispuestos a lamer felizmente los restos de miel, con una piedra lista en la mano? La creatividad para obtener alimento preparó el terreno para la caza, y de aquí el camino hacia cocinar con fuego, la domesticación de animales y plantas y, finalmente, la creación de poblados sedentarios sobre estas bases.
«Este planeta nunca dejará de plantearnos retos y tendremos que continuar imaginando maneras de superarlos»
Dicho así, puede sonar sencillo, pero los cuatro capítulos que Fuentes dedica a la cuestión de la comida y sus ramificaciones dejan claro que no lo fue. Pero Fuentes no solo habla de las estrategias de Homo para no pasar hambre: en los siguientes capítulos analiza cuestiones ya introducidas antes, como la violencia hacia otros grupos de Homo o miembros del mismo; la creación del sexo social –no ligado a la reproducción– como estrategia creativa para crear vínculos emocionales; el surgimiento de las religiones como manera de cohesionar grupos a gran escala; el nacimiento del arte para cargar nuestro mundo de significado y, finalmente, la aparición del pensamiento científico como estrategia para entenderlo y dominarlo.
A lo largo de todo el libro, Fuentes basa sus argumentos en dos pilares fundamentales: la observación del comportamiento actual de otros primates también (limitadamente) creativos –sobre todo, los chimpancés– y el registro fósil de huesos y utensilios humanos, que le sirven para desmontar ciertos mitos ligados a la «naturaleza humana», como su presunta disposición a la guerra y la rigidez de los roles de género masculino y femenino. Esta gran cantidad de ejemplos concretos, extraídos de estudios antropológicos y paleoantropológicos, no solo da una gran solidez a sus teorías, sino que conforman una lectura muy ilustrativa.
No obstante, Fuentes concluye su disertación con una advertencia: aunque tengamos la sensación (sobre todo en los países occidentales) de tenerlo todo «superado», aún hay mucho por hacer. Este planeta nunca dejará de plantearnos retos y tendremos que continuar imaginando maneras de superarlos. Hemos llegado a donde estamos porque somos la especie creativa, capaz de cooperar a gran escala y encontrar soluciones imaginativas a los desafíos naturales más complejos. Para seguir adelante y superar los actuales, será necesario continuar siendo tan curiosos y creativos como aquel antepasado nuestro que cogió una piedra y vio un cuchillo. Nuestra existencia depende de ello.