«Morir joven, a los 140», de Maria A. Blasco y Mónica G. Salomone
La telomerasa de la vida (casi) eterna
Los que hacemos ciencia de forma profesional en el campo de la biotecnología o la biomedicina sabemos que, en la complicada situación económica actual y con la ya legendaria incompetencia ibérica a la hora de financiar adecuadamente la investigación, hay palabras que valen su peso en oro. A la hora de pedir una subvención o un proyecto de investigación, las probabilidades de éxito se disparan –o, siendo más precisos, aumentan significativamente– si el campo de estudio es el del envejecimiento. Vivimos en una sociedad vieja, envejecida y con tendencia a envejecer aún más. No hace falta hacer cálculos demasiado complicados para entrever las implicaciones de todo eso en cuestiones tan básicas para una sociedad como la edad de jubilación, el mantenimiento de las pensiones, la sostenibilidad del sistema público de salud o, dejando de lado todos los aspectos socioeconómicos, el aspecto fundamental: cuánto y cómo viviremos.
Morir joven, a los 140 es, de entrada, un buen libro de divulgación científica cuyo título no hace justicia al contenido. La presión por vender hace habitual el uso de títulos que pueden llegar a describir lo contrario de la esencia del libro. La especie elegida, de Juan Luis Arsuaga, es uno de los casos paradigmáticos, hasta el punto de que una frase del libro acaba desmintiendo el título: «no somos la especie elegida». Volvamos al libro. ¿Moriremos jóvenes a los 140? En absoluto. La esperanza de vida no para de aumentar, la calidad de vida, también y es cierto que mucha gente vive hoy con setenta años como hace medio siglo con cincuenta. Es decir, vivimos más y mejor. La longevidad humana, como muy bien explica el libro, es algo complejo, con muchos factores implicados. Maria Blasco, experta de reconocido prestigio en el campo de la influencia del acortamiento de los cromosomas en el envejecimiento lo tiene claro: los telómeros cortos (los telómeros son los extremos de los cromosomas) están ligados a envejecimiento y enfermedades y los largos, a mejor pronóstico y longevidad. Maria Blasco está convencida de que el envejecimiento se puede sanar, que no es un proceso irremediable. Con sus experimentos en ratones, ha demostrado que la acción de la telomerasa, la enzima que evita el acortamiento de los telómeros, tiene un efecto espectacular en la recuperación de los ratones que han sufrido un infarto. Es decir, no es solo el envejecimiento, sino incluso enfermedades que son más frecuentes con la edad podrían tener opciones terapéuticas hasta ahora inexploradas con el uso de terapia génica centrada en la actividad de la telomerasa.
El libro tiene dos autoras: la científica Maria Blasco y la periodista Mónica Salomone. No se trata del formato habitual en el que un científico describe tanto el trabajo propio como el de los colegas o, alternativamente, en que un periodista da una visión del estado de la ciencia «desde fuera». Aquí las autoras son dos, investigadora y escritora. No es, sin embargo, un libro escrito a cuatro manos. De la lectura se deduce rápidamente que la voz que va saltando de un laboratorio a otro, de un descubrimiento a otro y de entrevista a entrevista es la de Mónica Salomone. Es una especie de reportaje en el que Blasco representa un papel central, pero no el único, y en el que la narradora, Salomone, describe con eficacia un campo científico no necesariamente sencillo. El rigor está presente en el fondo; la forma es muy periodística. El libro es corto –220 páginas sin contar los anexos– pero podría serlo todavía más. Está muy bien escrito, y eso es un placer en un campo en el que la pulcritud literaria no es siempre evidente. La estructura de los capítulos, no muy lineal y con saltos temporales y conceptuales, agiliza la narración. El sentido del tempo, del suspense y la dosificación efectista de la información también lo son.
Se trata de una obra muy recomendable en la que, curiosamente, no se apuesta totalmente por las tesis defendidas por la autora científica. Hay matices, muchos matices, en todo lo que afecta al envejecimiento, y las discrepancias entre las corrientes de opinión de los científicos se plasman aquí con elegancia. Eso se nota sobre todo en las entrevistas que salpican casi todos los capítulos. ¿Es realmente una enfermedad el envejecimiento? ¿Es el efecto de la telomerasa una panacea para todas las enfermedades que están asociadas con él? Pero sobre todo hay una pregunta que destaca, no por ser centro de controversias en el libro, sino por todo lo contrario, su ausencia: ¿tiene sentido prolongar la vida más allá del siglo? Tanto por el interés social, como por el personal e incluso por el económico, sería fantástico si pudiéramos alargar las décadas de buena salud. Llegar en plena forma a los noventa años es un sueño al que nos apuntaríamos muchos. Sin embargo, más allá, a los cien, ciento diez, ciento veinte… ¿qué nos espera? ¿Vale la pena quién lo quiere o quién no? ¿Quién lo tiene que pagar? Entiendo que el libro no se interesa por estas cuestiones, porque considera que, en lo referente a la longevidad, cuanta más, mejor. Pero quizá para muchos de los lectores, así como para muchos investigadores entre los que me incluyo, si el título de este libro tuviera que describir más un deseo y no tanto una meta del tiempo máximo que podremos vivir, el libro se habría podido titular –hablo por mí– «Morir joven, a los 100». Yo creo que vivir nueve o diez décadas no está mal, nos evita el drama de ver morir a los hijos (¿cuántos años tendrían nuestros hijos si nosotros viviéramos 140 años?) y, por qué no decirlo, deja sitio en nuestro agotado planeta para las nuevas generaciones: los niños que están naciendo ahora mismo, muchos de los cuales, sobre todo las niñas, serán, con certeza, centenarios con una salud más que razonable.