La ciencia tras el arte de revivir a los dinosaurios

Proceso de fosilización. Al contrario de lo que pueda parecer, el proceso de fosilización es poco común. Tras la muerte del animal (en este caso un dinosaurio), carroñeros y descomponedores darán cuenta del cadáver. La acción del agua puede dispersar y dañar los huesos que queden, pero también enterrarlos más rápido. Muy lentamente, los restos comienzan una transformación físico-química profunda, el proceso de fosilización. Pasado un tiempo, la erosión descubre los huesos, dejándolos listos para su excavación./ Ilustración de Óscar Sanisidro

Los dinosaurios han servido de fuente de inspiración artística desde su descubrimiento a comienzos del siglo XIX. Su presentación en sociedad tuvo lugar en el año 1854, recién inaugurada la Gran Exposición Universal de Londres. Docenas de esculturas de bestias prehistóricas fueron distribuidas por los jardines que rodean el Palacio de Cristal, haciendo las delicias de un público victoriano ávido por conocer los últimos avances científicos. Desde entonces, el interés por los dinosaurios y el mundo que habitaron no ha hecho sino aumentar. En la actualidad, la recreación del aspecto de animales del pasado supone un laborioso proceso que combina el rigor científico con la expresión artística y emplea técnicas que van desde el dibujo tradicional a la animación digital.

Completando los huecos del registro fósil

La realidad detrás de muchos hallazgos paleontológicos dista mucho de los esqueletos expuestos en las salas de los museos. La mayor parte de los fósiles están incompletos, deformados o dañados. Esto supone un desafío adicional a la hora de reconstruir la apariencia de cualquier organismo extinto. En teoría, completar estas lagunas de información es sencillo, solo son necesarios fósiles de especies lo más estrechamente emparentadas posible que conserven esa parte. Pero ¿cómo saber qué especies son las más próximas? La construcción del «árbol de familia» de un ser vivo, o filogenia, mediante herramientas cladísticas se emplea frecuentemente en paleontología. La cladística hace uso de cualquier carácter que pueda ser categorizado para definir las relaciones de parentesco entre especies. Dichas relaciones se visualizan a través de un cladograma, el mencionado «árbol».

El ADN es una fuente de información ideal para construir cladogramas. Sin embargo, el ADN también es una molécula frágil que se degrada fácilmente. El océano temporal que separa los genomas más antiguos secuenciados hasta la fecha, de unos 2 millones de años, de los últimos dinosaurios no avianos, de hace 66 millones de años, descarta su uso para construir cladogramas. Como consecuencia de esta limitación, en el caso de los dinosaurios se emplea la forma de los huesos fosilizados como fuente de información principal. Además, cada año aparecen nuevos restos con los que actualizar y revisar las hipótesis existentes. Cada hallazgo supone una nueva oportunidad de encontrar las piezas que faltan del puzle. Por tanto, las representaciones artísticas de los seres del pasado no solo están en constante revisión, sino que también reflejan la ciencia de su tiempo.

La musculatura, las escamas y el color de los dinosaurios

Una vez el esqueleto se ha completado usando especies próximas, es el momento de añadir la musculatura. Para ello se usa la anatomía comparada. Esta disciplina presta atención a la forma de los huesos y las marcas dejadas en los mismos por músculos y tendones. También usa su configuración en las especies actuales para comprender cómo estaban dispuestos en sus parientes extintos. En el caso de los dinosaurios, los candidatos ideales son las aves (los últimos dinosaurios vivos) y los cocodrilos (animales relacionados con ellos). De este modo, reconstruyendo músculo tras músculo desde las capas más profundas a las más superficiales, podemos recrear el aspecto general de cualquier vertebrado.

El siguiente paso del proceso es añadir el resto de los tejidos blandos, como son la piel, el cartílago, las escamas o las plumas. Por desgracia, estos son mucho más frágiles que los huesos y requieren unas condiciones fisicoquímicas muy particulares para su preservación, lo cual aumenta el grado de especulación. Aún con todo, la lista de fósiles excepcionalmente conservados aumenta cada año. Gracias a estos hallazgos sabemos que las plumas, al menos en su versión más simplificada, estaban presentes en muchos grupos de dinosaurios. También hemos conseguido cartografiar los patrones de las escamas en un buen número de especies o identificar la presencia de crestas y otras protuberancias hechas únicamente de tejido blando. Todas estas características son imposibles de imaginar sin la ayuda de estos fósiles únicos.

Reconstrucción anatómica de Herrerasaurus ischigualastensis, uno de los primeros dinosaurios conocidos procedente del Triásico Tardío de Argentina./ Ilustración de Óscar Sanisidro

A simple vista, las plumas fosilizadas no son más que oscuras películas de carbono. En 2008, los nuevos equipos de microscopía electrónica permitieron observar por primera vez restos de melanosomas en una pluma fosilizada. Los melanosomas son diminutos componentes celulares que acumulan melanina, una de las moléculas responsables del color en vertebrados. Su forma y orientación definen la tonalidad de las plumas en las aves actuales. Al comparar estas dos variables con las muestras fósiles, podemos inferir el color de los dinosaurios emplumados. Mediante esta técnica, sabemos que Microraptor, un pequeño dinosaurio carnívoro planeador, lucía un plumaje oscuro con brillos irisados o que Sinosauropteryx contaba con un patrón contrastado, cobrizo y blanco, rematado por una llamativa cola anillada. Además de la observación de los melanosomas, durante los últimos años han surgido nuevas técnicas que permiten detectar compuestos químicos relacionados con el color que todavía están presentes en algunos fósiles. Más importante aún, se ha podido remontar la cascada de transformaciones que han sufrido estos pigmentos a lo largo del tiempo para así identificar la molécula original de la que proceden. Esto abre un abanico de posibilidades que con seguridad revolucionará la forma en que vemos a los dinosaurios y otros animales extintos durante las próximas décadas.

Los dinosaurios como parte de un ecosistema

Ningún animal vive aislado de su medio ambiente. Por tanto, el último paso es reunir a los dinosaurios con el ecosistema que habitaron. Esta tarea requiere de una recopilación exhaustiva de datos procedentes de distintas disciplinas científicas. La geología del lugar donde fue encontrado el dinosaurio proporciona valiosa información acerca de cómo era la topografía del lugar, incluida la presencia de ríos, lagos, dunas o llanuras costeras. Por otro lado, la paleobotánica, ciencia que estudia la flora del pasado, es imprescindible para poblar el paisaje con la vegetación del momento y lugar precisos. Mientras que el hallazgo de restos de hojas y troncos fosilizados nos da pistas de las plantas que crecían en las proximidades, el polen fosilizado –en especial aquel tan ligero que es transportado por el viento– nos habla de las comunidades vegetales que crecían a unos kilómetros a la redonda, y proporcionan una visión botánica más general. Llegados a este punto, ya deberíamos ser capaces de plasmar la apariencia de cualquier organismo extinto y el paleoambiente al que pertenecía. Es aquí donde comienza la fase artística del proceso, la originalidad a la hora de representar seres vivos que, en el caso de especies como Tyrannosaurus o Triceratops, hemos visto cientos de veces, y con la que dejar volar nuestra imaginación una vez más.

El tamaño de los brontotéridos

Los paleontólogos no solo estudian los dinosaurios. Su disciplina se ocupa de conocer más sobre el desarrollo de la vida en la Tierra a partir de los restos fósiles, ya sean animales o vegetales. Y esto incluye a los mamíferos prehistóricos. Óscar Sanisidro, además de realizar las ilustraciones de este número de Mètode, acaba de publicar un artículo en Science, junto con investigadores de la Universidad de Alcalá y del Museo de Historia Natural de Nueva York, donde explican el cambio espectacular de tamaño que sufrieron los brontotéridos, una familia de mamíferos que vivió durante el Eoceno. Mientras que las especies más antiguas pesaban alrededor de veinte kilos, y medían aproximadamente como un coyote, los brontotéridos llegaron casi a tener el tamaño de los elefantes, y se convirtieron en los primeros mamíferos en pesar varias toneladas. Una rápida evolución a lo largo de 16 millones de años que este estudio explica por dos mecanismos evolutivos: por una parte, una generación de especies, tanto pequeñas como grandes, a saltos; y por otra, una fuerte presión de selección centrada en las especies más grandes, que dejó atrás al resto. Los dos procesos explican cómo los brontotéridos, o «bestias del trueno», consiguieron tamaños récord.

Diferencia de tamaño entre dos especies de brontotéridos. Eotitanops borealis (abajo, en primer plano) era una de las primeras especies del grupo. Arriba, Megacerops coloradensis, uno de los últimos gigantes que sobrevivió hasta el final del Eoceno./ Ilustración de Óscar Sanisidro

© Mètode 2023 - 117. El legado de los dinosaurios - Volumen 2 (2023)
Paleontólogo e ilustrador científico. Tras completar el doctorado en el Museo Nacional de Ciencias Naturales - CSIC de Madrid, continuó su carrera investigadora en la Universidad de Kansas y en la Universidad de Alcalá. Actualmente, es investigador del Departamento de Botánica y Geología de la Universitat de València. Su labor como ilustrador ha sido premiada con el premio Lanzendorf National Geographic. Su obra ha sido expuesta en numerosos museos tanto nacionales como internacionales y publicada en revistas como Science o Nature, donde también ha publicado parte de su investigación.