Hablar del trabajo y de la trayectoria de Nico Munuera (Lorca, 1974) significa hablar de variaciones sobre un mismo tema. La similitud no es banal. Es en términos de musicalidad que puede abordarse la obra del artista en su conjunto. Si la armonía, el contraste, el ritmo, la repetición son los elementos compartidos por la música y la pintura en su intento de dar forma al mundo, Nico Munuera los pone a trabajar en su provecho a través de la materia. En otras palabras, para el artista, la materialidad plástica se erige en el desencadenante del hecho estético. Materia fluida, sutil y de numerosos matices, que se esparce profusamente por la superficie de sus piezas. A veces, lo hace con la serenidad de una mancha monocroma que impone su ley. Otras, la pugna de masas de desigual densidad termina por definir un tenso equilibrio polícromo. A veces, se condensa en alguna zona del formato como en muchos de sus dibujos. Otras, casi siempre en las pinturas, lo desborda sin miramientos. A veces, la materia es atravesada por finas retículas cuya geometría intenta vanamente contener. Otras por el contrario, terminan por ahogar el elemento gráfico hasta volverlo casi invisible.
Pero bajo esta evidente coherencia estética, acontecen también algunas modulaciones apreciables. Una de ellas tiene que ver con la relación que establece dicha materia con la imagen o, en otros términos, los vínculos que establece su trabajo con la representación. Si sus primeras series se situaban fácilmente bajo la advocación de la abstracción o la no-referencialidad –campos de color era una denominación habitual en su descripción de entonces–, su obra más reciente parece establecer un fértil e intencionado diálogo entre la pulsión pictórica y la pulsión representativa. Conflicto que surgió de manera irónica en la serie No-flags (2008), casi como una suerte de tabula rasa («contra el referente desde el referente» como ha señalado con acierto Juan Francisco Rueda), pero que en sus últimas series parece haber encontrado un principio de compromiso. No obstante, invierte la ecuación habitual de la pintura figurativa: no es lo pictórico lo que emerge desde la figuración, sino la figuración lo que emerge desde lo pictórico. Desde el fondo de la pintura, de esa dúctil materia plástica que se hace y se deshace, lo pictórico deviene imagen.
«Si sus primeras series se situaban fácilmente bajo la advocación de la abstracción o la no-referencialidad,
su obra más reciente parece establecer un fértil e intencionado diálogo entre la pulsión pictórica
y la pulsión representativa»
Otra modulación importante atañe a la temporalidad. Si en aquellos primeros trabajos imperaba una suerte de «temporalidad interna» (la huella dejada por el arrastre de los pinceles delataba la presencia pretérita de un cuerpo responsable del gesto), últimamente y de manera explícita en Frames (2009/10, serie compuesta por fragmentos de un mismo cuadro dispuestos sucesivamente), dicha temporalidad parece haberse hecho externa, desvelada y puesta en función de un concepto eminentemente fílmico: el montaje. Puente de unión entre estas dos formas de entender la temporalidad, puede anotarse su nada desdeñable producción videográfica. Au bord de L’aire (2011, serie de seis piezas audiovisuales realizadas junto a Nelo Vinuesa) ilustra a la perfección la convergencia de esa doble temporalidad que transcurre en la imagen y entre las imágenes.