La ciudadanía es un estatus, es decir, un reconocimiento social y jurídico por el que una persona tiene derechos y deberes por su pertenencia a una comunidad, en general de base territorial y cultural. Los “ciudadanos” son iguales entre ellos. En teoría no se puede distinguir entre ciudadanos de primera, segunda, etc. En el mismo territorio, sometidos a las mismas leyes, todos deben ser iguales. La ciudadanía acepta la diferencia, no la desigualdad.
La ciudadanía se origina en las ciudades, caracterizadas por la densidad, la diversidad, el autogobierno, las normas no formales de convivencia, la apertura al exterior… O lo que es lo mismo, la ciudad es intercambio, comercio y cultura. No es solamente urbs, es decir, concentración física de personas y edificios. Es civitas, lugar de civismo o participación en los asuntos públicos. Es polis, lugar de política, de ejercicio del poder.
Pero hay que entender que la ciudadanía es un concepto evolutivo, dialéctico: entre derechos y deberes, entre estatus e instituciones, entre políticas públicas e intereses corporativos o particulares. La ciudadanía es un proceso de conquista permanente de derechos formales y de exigencias de políticas públicas para hacerlos efectivos.
Ciudadanía y globalización: los límites de la nacionalidad
La ciudadanía ha ido vinculada a la nacionalidad, es decir, es un estatus atribuido por el Estado a los que tienen “su” nacionalidad. Hoy, seguramente, es necesario replantear esta vinculación. Las migraciones son inevitables y en los países del ámbito europeo, las poblaciones de origen no comunitario tienden a estabilizarse de forma permanente. Se plantea una cuestión de exclusión politicolegal de una población a la que no se reconocen una gran parte de los derechos que configuran la ciudadanía, aunque se trate de personas que residen indefinidamente en el territorio, que incluso, a veces, han nacido allí. Tampoco los ciudadanos europeos que no tienen la nacionalidad del país donde residen están equiparados en derechos con los “nacionales”, a pesar de las proclamaciones de la Unión Europea.
Las bases sobre las que se sustentaba el estado-nación se han modificado: los conceptos de defensa nacional y de economía nacional han perdido gran parte de su sentido y, por tanto, también el de su “soberanía nacional”. No hay razones serias para limitar los derechos de los no nacionales por cuestiones de interés nacional o de patriotismo, la inserción de los países europeos en entidades supranacionales es un hecho tan potente como irreversible.
«La ciudadanía, como conjunto de derechos y deberes, no se puede limitar a un solo ámbito llamado estado, aunque se defina como un estado-nación»
Por otra parte, la globalización comporta la revalorización de las entidades subestatales, ciudades y regiones, con ámbitos socioeconómicos y sobretodo, de autogobierno (relativo) y de cohesión social y cultural. A más globalización, más se debilitan los estados, más oportunidades tienen las regiones y las ciudades de fortalecerse. Y más necesitan los ciudadanos tener poderes políticos próximos y ámbitos significativos de identificación cultural. En este contexto, no debe sorprender el renacimiento de las nacionalidades integradas en estados. Hoy los ciudadanos ya no se pueden identificar solamente con un único ámbito territorial, quitando que se les excluya y que se tengan que refugiar en él. La ciudadanía, como conjunto de derechos y deberes, no se puede limitar a un solo ámbito llamado estado, aunque se defina como un estado-nación.
Esta complejidad precisamente podría permitir resolver el multiculturalismo que progresivamente se instala en nuestras sociedades. Entre el comunitarismo de exclusión o de marginación y la integración que quiere disolver las identidades en una, se puede encontrar una vía intermedia a partir de admitir la convivencia de colectivos diferentes sobre la base de su igualdad politicojurídica.
Por eso podemos decir que es posible separar nacionalidad de ciudadanía. En el ámbito europeo sería suficiente establecer una “ciudadanía europea” que atribuyera los mismos derechos y deberes a todos los residentes en cualquier país de la unión Europea, con independencia de su nacionalidad.
Ciudadanía y sociedad fragmentada
La ciudadanía, tal como se configuró en el siglo XX, se basaba en un conjunto de premisas que actualmente es necesario revitalizar. En primer lugar se pensaba en una homogeneidad de los grandes grupos sociales y en la existencia de un modelo único de familia. Hoy, en cambio, vemos cómo se debilita el modelo tradicional de familia, cómo crece la diversidad de los núcleos elementales de integración social, cómo se fragmentan las clases sociales surgidas de la revolución industrial, cómo se multiplican los grupos de pertenencia de cada individuo y cómo aumentan las necesidades de responder a demandas individualizadas. En segundo lugar, existía una gran confianza en la economía para garantizar el trabajo, la remuneración básica y la expectativa de movilidad social ascendente y en la educación para reducir las desigualdades sociales y proporcionar los medios básicos para la integración social. No es necesario insistir en que esta confianza hoy sería ingenua, porque la economía de mercado puede desarrollarse manteniendo y aumentando el paro estructural y la precariedad laboral, y la educación obligatoria ya no garantiza ni la inserción en el mercado de trabajo ni la integración sociocultural.
Por último, se perseguía la progresiva desaparición de la marginalidad y la inserción del conjunto de la población en un sistema de grupos escalonados y articulados con las instituciones, a partir de la familia, la escuela, el barrio, el trabajo, las organizaciones sociales y políticas, la ciudad, la nacionalidad… todo esto ordenado por una evolución previsible, ritos de pasaje y estabilidad relativa de la organización social. No es el caso de hoy, cuando se multiplican los colectivos marginales, las tribus, las asociaciones o grupos informales particulares, las comunidades virtuales… Los vínculos sociales son más numerosos, en grupos más reducidos y más débiles.
Como todo eso ha cambiado, es necesario redefinir los sujetos-ciudadanos, sus demandas, las relaciones con las instituciones, las políticas públicas adecuadas para reducir las exclusiones… Por ejemplo, no se puede tratar a los “sin papeles”, la población drogadicta, los jóvenes o niños marginales, la población de gente mayor sin rol social, los parados estructurales permanentes, etc., con los medios tradicionales, aunque sean los del estado del bienestar desarrollado, es decir, con la escuela, la asistencia social, la policía, etc.
De los derechos simples a los derechos complejos
Esta redefinición conlleva un hecho fundamental que afecta a la vida en las ciudades: el paso de los derechos simples a los complejos. Podemos decir que la tipología de los derechos simples heredados por la tradición democrática, tanto liberal como socialista, desde el siglo XVII hasta ahora es insuficiente para dar respuesta a las demandas de nuestra época. Es necesario hacer pedagogía de lo que entendemos por derechos complejos (mejor que decir de cuarta generación) y que, sin afán exhaustivo, podrían ser los siguientes.
En primer lugar, no basta con el derecho a la vivienda, es necesario afirmar el derecho a la ciudad. No es suficiente promover viviendas “sociales”, porque puede ser una forma de fabricar áreas de marginalidad urbana. Si hacen falta, se deben construir, pero integradas en el tejido urbano, accesibles y visibles, comunicadas y monumentalizadas, en conjuntos diversos socialmente, con actividades que generen ocupación y servicios. Y sobre todo con espacio público de calidad.
No basta con el derecho a la educación, es necesario exigir el derecho a la formación continua. La educación convencional obligatoria no garantiza la inserción social y profesional ¡Y tampoco la universitaria! Hay que plantear una formación continua que “ocupe” y que genere ingresos incluso en los periodos de cambio de actividad o de lugar de trabajo.
«Sin deberes no hay derechos. Sin derechos, no hay ciudad»
No es suficiente con el derecho a asistencia sanitaria, hay que apuntar el derecho a la salud y a la seguridad. Las causas que amenazan hoy en día la salud y el bienestar son múltiples: estrés, drogadicción, accidentes de circulación, alimentación, violencia familiar, delincuencia urbana, etc. El sistema hospitalario y la red de centros asistenciales son importantes, pero son respuestas muy insuficientes si no se inscriben en un sistema más complejo de prevención, vigilancia, asistencia personalizada y represión de las conductas que afectan a la salud y a la seguridad del conjunto de la ciudadanía.
No hay que reivindicar solamente el derecho al trabajo, sino que es necesario impulsar el derecho al salario ciudadano. Hoy, el derecho al trabajo es un derecho “programático” que las autoridades públicas no pueden garantizar, y es preciso decir que las políticas públicas son incluso menos eficientes que en el pasado para crear o promover puestos de trabajo. Razón de más para ampliar este derecho hacia el concepto de “salario ciudadano”, entendido en cualquiera de las acepciones que propone actualmente la doctrina social y económica: salario para todos desde el nacimiento, o solamente a partir de la mayoría de edad, o aplicable en periodos de no trabajo, o a cambio de trabajo social, etc.
Es necesario complementar el derecho al medio ambiente con el derecho a la calidad de vida. El derecho al medio ambiente a menudo se entiende exclusivamente desde una perspectiva preservacionista y de sostenibilidad. La calidad de vida va mucho más allá. Entiende el medio como protección, recalificación y uso social no solamente del medio natural, sino también del patrimonio físico y cultural. Y la calidad de vida como posibilidad de desarrollarse según las orientaciones personales de cada uno puede incluir derechos tan diferentes como la privacidad, la belleza, la movilidad, la lengua y la cultura propias, el acceso fácil a la administración, etc.
Debemos superar el derecho a un estatus jurídico igualitario para llegar al derecho a la inserción social, cultural y política. Es evidente que no han desaparecido las exclusiones legales. El mero hecho de que haya una ley de extranjería ya es una prueba de la existencia de una población discriminada, y la aceptación tácita de población “sin papeles” (para facilitar la sobreexplotación), es un escándalo de capitis diminutio legal hacia un sector cada vez más importante de la población. Unificar, igualar el estatus legal de todas las poblaciones que conviven en un territorio ¡es importantísimo! Pero no es suficiente. Es necesaria una política de acciones positivas para promover la inserción y el reconocimiento social de las poblaciones discriminadas, las de origen extranjero, pero también las que padecen algunas deficiencias o desventajas físicas o mentales, los niños, los viejos, etc.
Por último deberemos batallar para pasar de los simples derechos electorales a los derechos a una participación política múltiple, deliberativa, diferenciada territorialmente, con diversidad de procedimientos y mediante actores e instrumentos diferentes. Es una paradoja que, al mismo tiempo que se reconoce la devaluación de los parlamentos y otras asambleas representativas en tanto que instituciones de gobierno y el bajo nivel de prestigio de partidos políticos, nuestras democracias den casi el monopolio o, en todo caso, el rol principal sobre cualquier otro, a la participación política mediante elecciones de asambleas y partidos políticos. Actualmente hay un desfase entre una doctrina y múltiples prácticas sociales de la democracia participativa, deliberativa, directa, etc., y contemplamos la resistencia de las instituciones políticas y de los partidos con representación en los órganos de poder para legalizar y generalizar formas de participación política más ricas que las estrictamente electorales.
Todos los derechos ciudadanos comportan evidentemente los deberes correspondientes por parte de los titulares, sin los que aquéllos pierden eficacia para el conjunto de la ciudadanía. El derecho a la ciudad supone el civismo y la tolerancia en el espacio público; el derecho a la formación continua, el esfuerzo individual para asumirla; el derecho a la calidad de vida supone un conjunto de comportamientos para respetar el derecho de los otros, etc. Sin deberes no hay derechos. Sin derechos y deberes no hay ciudad.