Los ‘fematers’ de Valencia

El valor humano de los desechos urbanos

El estiércol de la ciudad como recurso económico y modo de vida

Con motivo de la emergencia climática y las crisis geopolíticas, el suministro de energía y alimentos es una preocupación cotidiana de buena parte de la población europea. El encarecimiento y la falta de bases materiales de los modelos agropecuarios de la revolución verde (abonos y fitosanitarios de síntesis química, combustible, etc.) son unos de los detonantes de las crisis de productividad y protestas agrarias que estamos viviendo en 2024. Mientras tanto, a pesar de las crecientes voces críticas sobre sus impactos ambientales y económicos, el desperdicio alimentario es una realidad fomentada por el tráfico comercial intercontinental y la abundancia de «comida barata» en las vitrinas de establecimientos hosteleros y supermercados.

El alargamiento de las cadenas logísticas y la proliferación de elementos considerados como residuos no son fenómenos naturales, sino que forman parte de un proceso histórico con múltiples vertientes: entre estas, los desechos de la actividad humana en las calles y las viviendas. En las ciudades europeas, estos materiales fueron en muchos casos despojados de cualquier valor productivo durante el siglo XX, cuando se convirtieron en desperdicios sin «retorno». Las redes locales encargadas de seleccionarlos y reutilizarlos fueron progresivamente desmanteladas o desplazadas de los centros urbanos y sus funciones las asumieron empresas municipales o privadas con la tarea de «destruir» o, más bien, de invisibilizar, los residuos. A menudo, algunos estudios ambientales presentan esta tendencia como un efecto de la continua industrialización y de la expansión biofísica de los metabolismos urbanos (Infante-Amate et al., 2017). Es decir, de los crecientes desequilibrios entre los flujos de materiales, agua, energía y desperdicios consumidos en las ciudades y la producción en sus alrededores. No obstante, son necesarias más investigaciones concretas sobre cómo afectó este cambio a los territorios, grupos sociales e instituciones que los concebían como recursos, con intereses que podían contraponerse. Por ejemplo, en París, el tarquín de las calles propició una red comercial que impulsaría entre 1880 y 1910 la productividad de los cultivos situados en un radio de 50 kilómetros (Barles, 2005, pp. 177–182). Y en la segunda mitad del siglo XVIII, la intensificación agrícola de Flandes se basó en el abono generado por el rebaño, las cenizas y el urban night-soil (‘fango urbano nocturno’, un eufemismo para los excrementos humanos) (De Graef, 2017, pp. 32–33).

Chiffonnier

En las ciudades europeas, existía toda una red de selección y reutilización de los desechos y restos de l‘actividad humana. En la imagen, un chiffonnier en la avenida de los Gobelins, encargado de recoger los desechos por las calles de París en 1899. / Fotografía: Eugène Atget / Public domain.

¿Qué ocurrió en Valencia? Las relaciones socioeconómicas y culturales contemporáneas de la ciudad con la comarca de L’Horta no pueden entenderse sin la reutilización del estiércol de calles y viviendas en el campo por grupos de agricultores hortelanos: los fematers (‘estercoleros’). En 1788, aparecen las primeras referencias sobre su trabajo. Un concejal noble del Ayuntamiento consideraba que la productividad y la calidad de las cosechas de hortalizas y verduras dependían de una «materia, al parecer tan despreciable y sórdida, como es el polvo y estiércol de estas calles». Pocos años más tarde, Cavanilles explicaba cómo grupos de cultivadores limpiaban la acequia de Rovella y los ramales que recorrían las murallas valencianas (Cavanilles, 1795, p. 133). De esta manera, los fematers, a pesar de proceder a menudo de otras localidades, eran descritos en las fuentes literarias y municipales como personas ligadas a la ciudad, junto con las familias agricultoras que vendían en los mercados urbanos.

Hasta ahora, se desconoce cómo las transformaciones de los ayuntamientos liberales afectaron a la posición social del femater, así como la incipiente industrialización y crecimiento de los barrios extramuros de la ciudad. Según Pascual Madoz, las autoridades liberales expedían licencias que permitían la entrada de su caballería a la ciudad para cargar y transportar los residuos: «se emplean de ordinario en esta faena 1000 hortelanos, que pagan 40 rs. [reales] cada uno, por obtener este beneficio» (Madoz, 1849, p. 372). La literatura costumbrista de mediados del siglo XIX retrataba al femater como un ser «exótico» por su contacto cotidiano con los animales y el estiércol, ejemplo de «la irascibilidad que algunos observan en el valenciano», humillado mientras trabajaba por las calles de Valencia. En 1877, una revista de agricultura lo mostraba como un «tipo genuino de la Huerta, son los que más al vivo representan las costumbres árabes». Al amanecer, cuando se abrían las antiguas murallas, los fematers y los agricultores del mercado «se precipitaban como un torrente desbordado para llegar los primeros al sitio a donde todos se dirigían».

A principios del siglo XX, su importancia en L’Horta puede entreverse gracias a una lista de los fematers de Alboraia en 1902. De una población total de unas 4.800 personas, 217 poseían una licencia del Ayuntamiento de Valencia para sacar estiércol de la ciudad. El hecho de que muchas de ellas aparezcan registradas en el padrón de Alboraia de 1904 permite aproximarse a quiénes eran y cómo vivían.

Las fuentes padronales no ofrecen datos sobre su patrimonio o adscripción a la tierra, si bien para poder llevar a cabo de forma más cómoda su trabajo, era necesario emplear un caballo y un carruaje, familiares o prestados, algo de lo que no todo el mundo disponía. En segundo lugar, se trataba de una actividad que recaía en un mismo miembro de la familia, siempre hombres. Casi un tercio tenía entre 15 –la edad del más joven– y 25 años. Tanto esta franja como una parte de la de entre 26 y 35 años solían vivir en el domicilio de los progenitores o bien al lado, por lo que se deduce que recoger estiércol era un complemento de una unidad económica familiar. Igualmente, también destaca el número de matrimonios independizados y personas con más de 56 años, mientras que la esperanza de vida media al nacer en la capital llegaba en 1900 a los 32 años. Así y todo, estas observaciones están sujetas a dos condicionantes: que las licencias concedidas fueran de uso personal (y no familiar) y que había gente que recogía estiércol sin tener una.

Imatge del mercat de València

En la imagen, día de mercado en València ante la iglesia de los Santos Juanes, hacia 1890Biblioteca Valenciana Nicolau Primitiu / Fotografía: Fundes Familia López-Chavarri Andújar.

Conflictividad social y primeras «crisis del estiércol»

¿Qué pasaba si los fematers decidían no entrar en Valencia? Desde mediados del siglo XIX, hay indicios de conflictos con el consistorio y huelgas conjuntas con los vendedores y vendedoras de los mercados. Las huelgas multitudinarias de 1878 y 1882, con ataques a los caminos y cosechas de las familias «esquiroles», preocuparon a políticos y periodistas locales por los problemas que podían comportar para el gobierno, la higiene y el abastecimiento alimentario de la ciudad. Entre los motivos para rebelarse, estaban las subidas de arbitrios que pagaban los carruajes para entrar al casco urbano o las restricciones de movilidad y estacionamiento impuestas por las ordenanzas municipales. Entre 1901 y 1903, los fematers empezarían también a protestar contra los ayuntamientos del republicanismo blasquista, junto con vendedores y vendedoras de los mercados urbanos. Pedían la extracción de residuos de los mercados y de arena del Turia, la eliminación del pago de las licencias anuales y el control de los pesos y las medidas por parte de las juntas de los distritos rurales, y no por el Ayuntamiento. Destacaba una nueva organización: la Sociedad de Agricultores de la Vega (SAV), que en 1902 sumaba ya 2.317 asociados, hecho que la convertía en la entidad agraria de más volumen y crecimiento de miembros en el hinterland valenciano.

El consistorio dominado por los blasquistas intentaría resolver sin éxito el conflicto. La corporación acordó con la SAV un contrato municipal de limpieza pública, pero en mayo de 1903, lo rescindió y estalló una crisis interna en la asociación, mientras que las protestas perdieron fuerza sin haber conseguido su objetivo. Entre 1904 y 1906, el gobierno municipal administró directamente el servicio de limpieza pública hasta que en 1907 lo arrendó a un licitante.

L’Horta de Valencia no fue inmune a los problemas comerciales sufridos por el campo valenciano a causa de la Gran Guerra y sus consecuencias. A finales de 1916, grupos de fematers hicieron huelga por la prohibición del gobierno español de exportar los remanentes de las cosechas de patatas, y en 1919 harían nuevos paros. Pero en octubre de 1920, ante un episodio de protestas, la alcaldía republicana decidió suprimir las licencias para recoger estiércol e introducir un sistema alternativo de recogida de desperdicios. Por mucho que suplicaran clemencia algunos concejales conservadores o los alcaldes de Meliana, Alboraia o Almàssera, el gobernador civil ordenó la disolución de la SAV y la captura de su junta. A raíz de la gripe de 1918-1919, quizás la cuestión higiénica y la salud pública habían influido en este rechazo hacia el femater, percibido como un transmisor de enfermedades entre el entorno rural y la ciudad.

Después de su ilegalización, los fematers parecieron desaparecer a mediados de la década de 1920 en beneficio de un servicio de limpieza municipal independiente del mundo agrario. Para hacer frente a la cantidad y diversidad de desperdicios urbanos en una ciudad en explosión demográfica e inmobiliaria, se ensayarían otras soluciones, como los vertederos municipales y los proyectos de tratamiento de residuos. En 1930, un contratista privado, la Compañía Valenciana de Mejoras Urbanas (CVMU), se hizo cargo del estiércol valenciano y propuso la construcción de una planta fermentadora de restos en Benimaclet, origen de uno de los principales conflictos vecinales en Valencia durante la II República.

Un schillenboer, persona que recogía las peladuras de fruta y verdura, en las calles del barrio de Jordaan en Ámsterdam. / Fotografía: Onbekend /Anefo–National Archief CC BY 4.0.

¿La revalorización del estiércol en las décadas de 1950 y 1960? Experiencias en primera persona

A finales de los años cincuenta del siglo XX, ¿eran los fematers un «residuo» del pasado? Las entrevistas con agricultores mayores de L’Horta Nord indican que el aprovechamiento del estiércol domiciliario era una realidad cotidiana. Las memorias de Juan Ros Ten, Enrique Panach López, Miguel Català Omedes y Manuel Belloch, antiguos fematers, y de Consuelo Hueso Pechuan, que seleccionaba «el montón» de residuos en su casa de la huerta, permiten entender el valor social y agrario del estiércol en L’Horta.

¿A qué se debía este «retorno» a las calles? Probablemente, la política autárquica franquista que restringió las importaciones de los abonos químicos situó el estiércol producido en las alquerías y en las zonas urbanas en una posición ventajosa por su disponibilidad y por la posibilidad de revenderlo. Con los cambios hechos por el consistorio en los servicios de limpieza pública, la actividad de los fematers se legalizó, supervisada por la SAV. A partir de 1957, esta sociedad se ocuparía de supervisar la recogida domiciliaria del estiércol, mientras que de la limpieza de las calles se encargaría Fomento de Obras y Construcciones (actual FCC).

Los antiguos fematers incidían en la relación entre la crianza de cerdos, patos o gallinas en las alquerías y el aprovechamiento del estiércol de las casas, que eran a la vez fuentes de ingresos y de alimento. Manuel reconocía contravenir, con catorce años, la edad mínima para llevar el carro y ayudar a su tío en la recogida de estiércol. La precariedad sufrida después de la guerra podría explicar por qué algunos entrevistados insistían en las posibilidades de enriquecimiento y ascenso social que ofrecía recoger estiércol. A pesar de eso, también hay que entender que no cualquier familia podía criar y vender animales. Carruajes y caballos eran necesarios para moverse por la ciudad y trabajar la tierra hasta la aparición de las primeras mulas mecánicas en los años setenta del siglo XX. Además, era necesaria una continuidad temporal para tener estabilidad laboral: es decir, tener una «ruta del estiércol» (volta de fem) durante todo el año. Se trataba de un itinerario por diversas calles de la capital, fijado por la SAV, en el que recogían el estiércol durante las primeras horas de la mañana puerta a puerta de las casas, cuadras o fábricas. Así lo explica Miguel: «Pitábamos con la corneta y las mujeres bajaban los cubos al patio». La volta era el elemento que articulaba la jornada:

Juan: Ahí era una volta preciosa porque en muy poco tiempo llenaba el carro y era material bueno para comer los animales…

J.: Y eso, ¿por qué? ¿Porque las casas de allí tenían para comer o…?

Juan: Porque eran altas, porque eran fincas altas en aquellos tiempos y eran porterías que sacaban muchos cubos de estiércol… al patio.

J.: Sí, sí.

Juan: En la volta de la Valencia vieja, de la calle de Dalt y de Baix [barrio del Carmen] y de por allí, pues aquello era pobre, era el barrio pobre de Valencia, y tenías que caminar mucho pa poder llenar el carro…

Postal de 'femater'

Representación folclórica de un ‘femater’ para una postal popular.

Las diferencias entre los recorridos asignados también creaban jerarquías entre aquellos fematers que disfrutaban de una volta productiva y los que no. Así, tener una con un gran volumen de residuos era entendido como un privilegio. En ese sentido, resulta sugerente la correlación advertida por Juan entre la altura de los edificios, el patrimonio de sus residentes, los residuos generados y el tiempo necesario para recogerlos. La «Valencia pobre» de finales de la década de 1950 se identificaba con un esfuerzo mayor, en oposición a las fincas de la plaza del Ayuntamiento y de la calle Sant Vicent Màrtir.

Dos cuestiones marcan el fin del oficio entre mediados de los años sesenta y principios de los setenta del siglo pasado. En primer lugar, un traumático brote de peste porcina, punto de inflexión para algunos entrevistados, porque las autoridades sanitarias obligaron a sacrificar muchos animales. Una vez superada la epidemia, parece que el aprovechamiento del estiércol para la cría de animales ya no era legal. Según Miguel, a partir de aquel momento recibieron un sueldo en contraprestación por los servicios de limpieza prestados. La pérdida de valor pecuario y las connotaciones higiénicas repercutirían en el desprestigio del trabajo, de forma parecida a la década de 1920. Pero lo que expulsó progresivamente a los fematers de las calles de Valencia fueron la mecanización y la industrialización definitivas de la gestión de residuos, apadrinadas por la empresa que hasta entonces había supervisado a los fematers. En 1970, la SAV, la Corporación y el ministro franquista de Agricultura inauguraban en Quart de Poblet Fervasa, una planta de tratamiento de residuos prevista para concentrar 400 toneladas diarias. En consecuencia, las referencias en la prensa valenciana a los fematers se limitaban a evocaciones nostálgicas de un oficio extinto.

En un contexto actual de crisis climática y críticas sociales por los impactos ambientales que genera su desatención o el traslado a otras zonas del planeta, la reutilización de residuos con finalidades agrarias podría tener una «segunda vida». La creciente escasez y precio de los fertilizantes químicos requieren, a corto y medio plazo, abonos alternativos. A pesar de ello, en Valencia queda un largo camino por hacer para que agricultores y agricultoras de L’Horta puedan disponer de forma sencilla y barata de los residuos urbanos. Se han dado algunos pasos, como pruebas piloto o la introducción del contenedor marrón de compostaje en todo el término municipal, aunque con carencias. Aun así, la concienciación vecinal y más implicación de los organismos competentes (Ayuntamiento, EMTRE) para facilitar el cierre del ciclo orgánico en el campo son indispensables si se quiere afrontar con garantías los problemas energéticos y productivos de los modelos agrarios actuales.

Referencias

Barles, S. (2005). L’invention des déchets urbans. France: 1790-1970. Champ Vallon.

Cavanilles, A. (1795). Observaciones sobre la historia natural, geografía, agricultura, población y frutos del reyno de Valencia (Volumen I). Imprenta Real.

De Graef, P. (2017). Food from country to city, waste from city to country: an environmental symbiosis? Fertiliser improvement in eighteenth-century Flanders. Journal for the History of Environment and Society, 2, 25–61. https://doi.org/10.1484/J.JHES.5.114102

Infante-Amate, J., González de Molina, M., & Toledo, V. M. (2017). El metabolismo social. Historia, métodos y principales aportaciones. Revista Iberoamericana de Economía Ecológica, 27, 130–152.

Madoz, P. (1849). Diccionario geográfico-estadístico-histórico de España y sus posesiones de ultramar (Volumen XV). Imprenta de Pascual Madoz.

© Mètode 2024 - 121. Todo es química - Volumen 2

Investigador posdoctoral en el Departamento de Historia Moderna y Contemporánea de la Universitat de València

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